Capitulo 24
¡Por fin! ¡Hora de almorzar! ¡Son las 12, puntualito!
No sé por cuánto tiempo estuve mirando la hora en el computador. Con el paso de cada minuto, de cada hora, se acerca el momento de estar junto a David. No lo veo desde anoche. Lo sé, sueno desesperada; pero no lo puedo evitar.
- Ya vámonos, Amelia -. Me dice mi padre mientras apaga las luces del interior del local. Me levanto, apago la luz de la oficina y dejo la silla en la que estaba recién sentada organizada.
Agarro mi casco y espero a mi padre afuera del negocio, ansiado llegar rápido a casa. Finalmente sale y cierra las dos puertas que tenemos, una de vidrio y una de rejas. Se monta en la motocicleta, yo lo hago igual y nos vamos hacia el apartamento.
Me encantan las motocicletas, me fascinan. Me dan la sensación efímera de que soy libre. Cuánto amaría poder abrazar a David mientras viajamos a algún lado en motocicleta.
Llegamos al parqueadero de la unidad, nos bajamos de la motocicleta y nos dirigimos al apartamento.
De nuevo siento opresión en mi pecho, ese sentimiento de que volveré como un pájaro que acaba de librarse del aislamiento implica estar enjaulado.
Tengo que calmarme. Amelia, tu puedes. No falta mucho para que algún día salgas de esta casa con estos estrictos y religiosos padres; y así a pecar, fornicar, mal pensar, morbosear... No. Esa no es la verdadera razón. Claro que no. Las limitaciones "justas" de mis padres van más allá de lo aceptable.
Entro y saludo a mi madre que acaba de servir la mesa. Sara aun no está, ella sale a las 12:30 p.m. de su colegio. Claro, a mi padre le toca ir y recogerla. Me siento en una de las sillas del comedor y miro mi almuerzo. No es ACPM - arroz, carne, papa, maduro -, pero si tiene las dos primeras y ensalada. Me encantan los almuerzos sencillos con un delicioso jugo de fruta de lulo para refrescar el cuerpo. Mis padres se sientan también, cada uno en su puesto, como siempre.
- Amelia, haz tu la oración por favor -. Me dice mi madre mientras coge mi mano derecha. Si lo que quería era dañarme el rato y la comida, lo ha logrado.
Odio tener que hacer esto, me exaspera que me obliguen a orar por la comida. No quiero orar, pero me veo forzada para no ganarme un problema en la mesa. Además, tengo hambre. Me preparo para repetir la misma oración que hago por los alimentos desde que tengo memoria.
- Padre celestial, te damos gracias por este almuerzo. Bendícelos, haz que esta comida nos nutra y que no nos haga daño. Por favor, dale a quien no tenga que comer en este momento. En el nombre de Cristo Jesús. Amen -. No pudo haber salido mejor, ¿no?
- ¡Señor! Señor Jesús, Amelia. Recuerda siempre decirle Señor -. Me sobresalto por su interrupción digna de una cristiana.
- Pues mamá, el pastor ha dicho que eso lo pueden decir quienes han recibido la revelación, que es mejor que no sea sólo porque todo el resto de los hermanos lo dicen.
Mi madre mueve la cabeza de un lado hacia el otro. Me satisface que mi posición la moleste. Después de todo, esto no es culpa mía. Hasta donde yo sé, no fui yo quien decidió cambiar de iglesia.
Relajo mi cabeza comiendo ensalada. Pero mis esfuerzos son en vano. Ella quiere seguir prendiendo la mecha e incendiar mi paciencia.
- Corazón duro y necio.
-No es eso mamá -, ¿o si? Esta mujer me saca de casillas fácilmente, no tiene que esforzarse siquiera - es sólo que pienso que Dios es primero, que Dios es el Señor -. Eso es totalmente cierto, a mi parecer. Creo que se me esta esfumando el apetito.
- Amelia, Amelia. No busques que el Señor quite su poderosa mano sobre ti para que el diablo defeque sobre ti.
¡Detesto que hable de esa manera! ¡Se cree muy espiritual cuando hace mención de eso! ¿Por qué putas el pastor tuvo que decir eso en uno de los discipulados? Sobre todo cuando sabe que mi madre todo se lo toma a pecho.
- Esta bien, mamá.
Incito a mi cuerpo a terminar con el arroz y la carne. Me enferma comer y tensionar el ambiente a la misma vez, me dan ganas de vomitar. Sólo espero que deje el asunto hasta aquí, y no se riegue hablando y hablando cosas de Dios.
Mi padre se limita a mirar y comer. Prefiero que no se entrometa en este asunto. No recuerdo una sola vez en la que mi madre logra controlar su temperamento. Siempre que mi padre trata de defender alguna de las dos posturas, se acaba la supuesta alegría de la casa. Yo no recuerdo lo que es estar alegre aquí, con ellos.
Termino de comer, levanto mi plato y mi vaso, dirijo a lavarlos en la cocina. Acabo y me dirijo a mi habitación. Escucho una voz, susurrando que me extraña, que anhela que me acerque. Si, esa es mi almohada.
Me acuesto un rato en mi cama y se me dificulta cerrar los ojos. No quiero más. No quiero seguir con esta locura del cristianismo radical. Desearía escuchar música, algún tema de Yiruma para que combine con este momento de pocas ganas de vivir que tengo, pero no puedo. Según mi madre, la música clásica, los solos de piano, violín o cualquier genero o clase parecido, no es agradable a los ojos de Dios. Ella me prohíbe escuchar esa hermosa música, porque piensa que por medio de esas melodías, el diablo logra capturar mi alma y mi mente, haciendo que entre en un estado de trance; tal como lo hace la marihuana y otros alucinógenos. Que gran estupidez.
Por lo menos escuchar esa música apacienta mis pensamientos, mucho más que asistir a todas las predicas que hace el pastor Miguel a la semana. Tiene mucho tiempo libre. Debería conseguirse un trabajo.
¿Cuánto me falta por terminar mi carrera en la universidad? ¿Unos qué? ¿Seis semestres? Puta vida. Es mucho tiempo, no sé si pueda resistir. Es mucha muerte en vida. Esa es la realidad, yo tengo que morir para "vivir", hasta que pueda surgir de las cenizas como un fénix. Claro, el fénix puede volar y ser libre; yo no, esa es la gran diferencia. Por más que quiera quitarme este jodido peso de encima, de mis padres siempre molestando con sus cosas bíblicas, jamás podré alejarme.
Me siento sola. Aborrezco en gran manera sentirme así. Parezco una niñita. Una niñita de 18 años con un gran problema. Un gran puto problema.
Cuánto anhelo que mis padres no fueran así, tan mentalmente cerrados. A veces desearía que ellos lograran ver el daño que todo esto me causa, observar que no tengo fe en nada, que incluso pierdo la esperanza en mi misma.
Dicen que no hay peor tortura que el aislamiento, y eso es lo que he vivido. He descubierto que entre más tiempo te encuentras solo, la mente tiende a maquinar ideas poco sanas.
Sufro demasiado al recordar. Quisiera parar estas memorias de cada lagrima que se ha derramado por mis mejillas, recorriendo mi cuello y siguiendo su curso hasta bajar entre mis senos, lagrimas que han salido a la luz, "gracias" Dios.
Cada mañana que me ha tocado usar maquillaje excesivamente para ocultar mis ojeras y disimular la hinchazón de mis ojos. Cada mañana, antes de salir, si es que el día anterior me han pegado, vestir apropiadamente para que nadie me vea los hematomas.
La piel de mi cara es grasosa. Cuando veo que tengo espinillas o granos, me desespero y empiezo a estrujar mi cara con mis unas, casi quitando pedazos de piel. Mis padres dicen que es el demonio atacándome. Pero claro que lo es. Bueno, quizá. Es mi forma de quitarme el estrés que tengo a diario. No necesito de un espejo, con tal de sacarme estas ganas de hacer algo con mis manos. Me cuesta detenerme, aun cuando veo señales de marcas en mis mejillas.
La necesidad de liberarme es palpable. Debo hacerlo, pero no sé en que momento.
Me levanto de mi cama un poco estresada, saco de mi maleta mi celular - si es que lo puedo llamar mío - para revisar la hora. 2:00 p.m. ¡Wow! Ni siquiera me había dado cuenta de que mi padre había ido y regresado de traer a Sara, hasta que la escucho a ella haciendo sonar los cubiertos contra el plato. Tampoco me percaté de que ellos ya no están aquí, se han ido al trabajo
A las 2:30 p.m. tengo que estar en la parada del bus para ir a la universidad. Mi clase de Circuitos Eléctricos es a las 3:30 p.m. y me gusta llegar temprano.
Volteo mi mirada y observo que he dejado la blusa de ayer encima de mi silla. Si mi madre lo viera, me regañaría, como siempre. La agarro para doblarla. Tiene mangas hasta los codos, la parte delantera tiene un estampado de flores y la trasera es solo blanco. Me fijo bien y veo que tiene unos puntos... ¿rojos?
Parece sangre... mierda.
Abro los ojos y me dirijo al espejo que tengo detrás de mi puerta al cerrarla. Lo hago, levanto mi blusa y me volteo.
¡Pero qué putas! ¡Tengo la espalda jodidamente herida! Tengo rasguños por todas partes. Que ilógico. Ahora que me vea las marcas, siento el dolor.
Me encanta... ¿qué? No, esto no esta bien. Es decir, me gusta que me deje unas cuantas cositas en el cuerpo para recordar lo que hicimos, pero esto es inaceptable.
¿A quien intento engañar? Esto me ha hecho el día. Estas marcas son hermosas, en comparación con las heridas que mis padres me han dejado en mi cuerpo.
Ya casi. Muy pronto te veré David.
Amelia Novoa
2015
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