Golondrinas y luciérnagas
Dices que le ponga
un título a este reencuentro
y es entonces cuando
las coberturas de mi espalda
se vuelven enero.
Porque hay dunas en mi cara
y rosas rojas en tus ojos,
un cuartel jade en tus pupilas negras,
y un corazón sin abrir golpeando
los muelles de los bolsillos de mi abrigo.
Las mariposas diurnas zozobran
en mi pecho
como las hojas amarillas del final
del invierno.
Aletean
nocturnas,
un vals acompasado
llevando tu voz
como luz de luciérnaga
a mi oído.
Nuestros rostros se acercan
como dos focos a la luz
nuestras narices rojas
sintiendo el hielo.
Ahora que lo pienso
nunca supe que responderte
a ese poema,
más que quedar como
la Frigia Hélade
anonadada sintiendo tus caricias.
Tan rígida,
empastada como una noche
en tonos pastel.
Tal vez me intercalé con alguno
de tus huesos,
cuando empezaste a sentir frío
e intenté ponerle nombre,
y eso fue lo que nos llevó a sentirnos.
Tan embelesada
como los amarillos
de Van Gogh,
después de haber sentido
tanto hueco
las mariposas se metieron
de golpe,
emigrando a los colores cálidos-
como golondrinas
-que mezclabas en mi corazón.
Me fuiste dando pistas todos aquellos meses,
hasta que esa noche
me hiciste mirar a la estrella más alta
de Madrid
y la dividiste en tantas constelaciones
como besos.
Trazaste un mapa de estrellas
para volver a encontrarme,
un Atlas que abres y cierras
con una llave,
que tienen tus manos,
pequeña, tan pequeña
que cabe en un suspiro,
tus latidos
y abre nuestros susurros.
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