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Capítulo 7

Iria

Tras aquella conversación, Lucas salió del establecimiento disparado. Su propósito estaba claro: ganar la pelea y conseguir dinero para pagar la hipoteca del café de su madre. Intenté convencerle de que era una idea nefasta pero no me escuchó, y supuse que eso pasaba con todo el mundo que intentaba detener su tozudez.

Cuando María salió de la cocina y vio que su hijo ya no estaba, una mueca de tristeza ocupó su rostro. Me quedé toda la mañana allí, aunque el paso de clientes era bastante escaso. Cuando le dije a María que me iría al campus de la universidad a comer, ella depositó un billete de cincuenta dólares en mi mano.

—María, ya me pagarás en otra ocasión —dije—, ahora mismo no lo necesito.

—Insisto, por favor —respondió la mujer—. Te agradezco mucho que hayas venido a ayudarme. Los fines de semana abro solo los sábados por la mañana, al igual que los viernes. El resto de días puedes venir por las tardes.

Asentí.

—Eso haré, María, pero quédate el dinero y ya me pagas todo junto la semana que viene.

Con una sonrisa cálida, me despedí de la mujer y me puse en camino a la parada del autobús, sin poder evitar pensar en Lucas. Se notaba que quería a su madre con locura, y estaba dispuesto a hacer lo que fuese por mantener abierto su pequeño café, no solo por los recuerdos de su infancia, sino también porque, seguramente, era todo lo que le quedaba.

Por otro lado, no me parecía bien que resolviese sus problemas económicos rompiéndole la cara a alguien. Era una respuesta inmadura, pero también pensé que a lo mejor era la única opción que tenía. Igualmente, no iba a dejar que hiciese esto solo. Se representaba a sí mismo como alguien solitario, pero ahora el café también era parte de mi vida, y María era tan buena e inocente, que no podía pensar qué le pasaría si perdiera su adorable local.

Llegué al campus a las dos y media de la tarde, y fui directamente a la cafetería. Vi a Clare y a Dylan charlar mientras comían, y me acerqué a ellos.

—¡Hola, tía! —saludó mi amiga—. Traes mala cara, ¿ha pasado algo en tu primer día de trabajo?

Me mordí el labio; Lucas me había pedido que no dijera a nadie que le había visto en el café, ni siquiera a Clare. Decidí omitir ese detalle.

—La verdad es que no —suspiré—. María, la mujer que lo lleva, tiene problemas para mantener el negocio. Me da muchísima pena no poder ayudarla, ni siquiera he podido aceptar el dinero que me ofrecía.

—¿La hipoteca? —preguntó Dylan.

—Sí —afirmé—. Me gustaría ayudarla, pero no puedo pedirles a mis padres tanto dinero como debe. De todas formas, es un ángel, no la dejaré sola.

—Tienes un corazón de oro, amiga —murmuró Clare—. ¿Quieres que le eche un vistazo a su cuenta bancaria? A lo mejor encuentro algo con lo que ayudarla, algún fondo reservado o alguna herencia que no conozca.

Me paralizó el miedo. ¿Y si descubría de Lucas estaba implicado en esa hipoteca? Porque estaba claro que, si ayudaba a su madre, él también tenía algo que ver.

—Es una buena idea, pero no es posible —solté—. Clare, meterse en las finanzas de alguien es un delito. Podrían acusar a la universidad entera.

Mi amiga pareció pensarlo detenidamente, y acabó creyendo que tenía razón. Yo solté un aire que no sabía que retenía en mis pulmones, aliviada de poder desviar el tema de conversación de algo que implicaba a Lucas y a su madre. La verdad era que no entendía por qué le ayudaba, por qué no podía decirles a mis amigos lo que estaba pasando, pero en su mirada frívola en el café me puso un candado en la boca.

Mi instinto me gritaba que mantuviera ese pequeño secreto guardado hasta que se resolviera de alguna forma el problema, cuya solución era terriblemente estúpida, pero qué esperar de un estúpido como Lucas. Me pareció que le faltaba capacidad de raciocinio al tratar todos los problemas que tenía peleando y dejando como un cromo a la gente.

Fue entonces cuando se me ocurrió una idea, de esas que me convierten automáticamente en idiota.

—Oye, Dylan... —el susodicho me miró—. No sabrás, por casualidad, si hay alguna pelea esta noche también, ¿no?

Clare y él me miraron como si me hubiera salido otra cabeza.

—¿Quieres ir a otra pelea?

Me encogí de hombros, sonriendo tímidamente, intentando disimular.

—Pues sí que la hay, pero no sé si querríais ir —afirmó—, porque esta noche pensaba quedarme a la fiesta de después.

—¡Fiesta! Esas son palabras mayores —indicó mi amiga, aplaudiendo.

—Pero, Iria, ¿por qué quieres ir a ver la pelea? —preguntó Dylan elevando una ceja.

—Mera curiosidad.

—Sí, esa curiosidad tiene nombre —insinuó Clare sonriendo.

—Creo que boxeo —intervine, ya que veía perfectamente por dónde de estaba desviando el hilo de la conversación.

—O Lucas...

Mi rostro se volvió serio.

—¿Él pelea?

Dylan afirmó con la cabeza, y yo bufé, pero por dentro estallaba de alivio. Creí que mi gran obra de teatro estaba resultando acertada y se la estaban tragando.

—Entonces no quiero ir.

—¿Qué? No, ahora vamos —dijo Clare—. ¡Yo quiero fiesta!

—Pero yo no quiero ver a ese bruto —me crucé de brazos.

—Pues no lo mires, pero tía, vamos. —Un puchero tierno apareció en los labios de mi amiga—. Anda, por fi.

Parecí tener un conflicto interno que estaba más que resuelto: ir a la pelea. No quería ver a Lucas apalear a nadie, pero quería saber si ganaba. El dinero que consiguiera en esa pelea sería suficiente para pagar la hipoteca de ese mes, al menos, todo lo que le faltaba por pagar a María. Sin embargo, cierta parte de mí sí quería ir tan solo por él.

Me sentía atraída, sentía curiosidad por su forma de ser, y extrañamente, por sus inseguros y horribles pasatiempos. Estaba completamente segura de que estaba metido en agujeros de los que necesitaba una escalera de treinta metros para salir, el agua empezaba a llegarle al cuello, y eso, en el fondo y sin razón alguna, me importaba. Apenas había intercambiado palabras con él, ni siquiera le conocía, pero había algo que... Simplemente me llamaba.

—Está bien —finalicé—, iremos. Pero yo elijo lo que me pongo esta noche, tal y como acordamos.

Clare asintió frenética y Dylan rio.

—Entonces, esta tarde de compras y esta noche de fiesta. Está claro que de vosotras ya no me escapo...

Clare y él se rieron mucho mientras terminaban de comer. Yo los observaba en silencio, pero con una amplia sonrisa. Algo me decía que, con Dylan, mi amiga sí tenía bastantes cosas en común.

***

Pasé toda la tarde estudiando, metida en mi habitación como si no tuviera más vida fuera de los libros. Con el bolígrafo en la boca y el libro de Fisiología en las piernas, repasaba una vez más el último párrafo que me estudiaría. Tiré el libro cerrado al fondo de la cama y dejé el boli sobre él; miré la hora. Eran las ocho y media y a las nueve habíamos quedado para ir a cenar por ahí antes de asistir a la pelea.

Me encaminé al baño para ducharme, y opté por vestirme con un lindo vestido verde esmeralda que me llegaba por encima de la rodilla. Tenía algo de vuelo y un escote en forma de corazón, y con una chaqueta vaquera encima quedaba perfecto. Me puse las manoletinas y apliqué en mis labios un leve brillo rosado. Decidí dejarlo ahí, cepillar mi cabello y recogerlo en una coleta, y ponerme las gafas por esa noche.

A las nueve pasadas, Clare tocó mi puerta. Ella iba como una auténtica diosa griega; un vestido blanco abierto por la espalda, por la que caía en cascada su cabello rizado. Los tacones negros hacían que me sacara una cabeza, y llevaba tanto maquillaje como pudo aplicarse.

—La próxima sí te elijo yo la ropa —dijo mirándome de arriba a abajo.

—Prefiero ir discreta esta vez, después de lo que pasó el miércoles —sonreí—. Además, jirafa, voy a una pelea, no a una pasarela de moda.

—Nunca sabes si hasta el presidente de Estados Unidos puede estar allí esperando para recibir a una flamante y bella acompañante —me guiñó un ojo y reí.

Salimos juntas de la residencia femenina, y caminamos hasta el aparcamiento, donde se encontraba Dylan. Él también se había arreglado un poco más esa vez, con unos jeans ajustados negros y una camisa roja con dos botones desabrochados. Al ver a Clare, se quedó estático y con la boca abierta, y no pude evitar sonreír. Me encantaba el efecto que tenía mi amiga en ese chico, que la miraba como si fuera una joya de gran valor.

—Estás bellísima, Clare —dijo al fin cuando mi amiga depositó un pequeño beso en su mejilla—. Y tú también, Iria, vais preciosas las dos.

Sonreí en agradecimiento.

—¿Vamos a cenar? Me muero de hambre. —La finura de mi amiga por la comida era maravillosa.

Dylan asintió y ayudó a Clare a montarse en el coche. Yo fui atrás, revisando las redes sociales, hasta que llegamos a un restaurante italiano.

—Chicas, esta noche os invito yo a cenar —dijo abriendo las puertas del establecimiento—. ¡Mamma!

Una mujer alta, delgada, con el cabello castaño recogido en un moño apretado, y un vestido en forma de tubo de color vino, acudió a la puerta a recibirnos. Tenía unos cuantos años, pero los disimulaba perfectamente.

Ciao, bambino —respondió la mujer, mirando de forma extraña a Dylan—. ¿Vienes a cenar?

—Sí, mamá —afirmó el joven—, y he traído un par de amigas, si no te importa.

La mujer nos examinó a Clare y a mí con los ojos entrecerrados. Pareció centrar mucho más la atención en mi amiga que en mí.

Buona sera —saludó cordialmente—, soy la madre de Dylan, Danniella.

—Un placer, yo soy Clare Montero —dijo mi amiga, saludando a la mujer con dos besos en las mejillas.

No pareció agradarle mucho el gesto; sus ojos caramelo parecían echar chispas, pero no dijo nada. Dylan aguantaba una sonrisa por detrás de su madre, y yo me presenté algo más respetuosamente.

—Yo soy Iria, encantada.

Va bene —musitó—, os acompaño a vuestra mesa.

Seguimos a Danniella hasta una mesita decorada con velas y rodeada por tres sillas. Acto seguido, se marchó, no sin antes sonreír a su hijo de una forma que se me antojó estricta. Fue entonces cuando Dylan habló, sonriendo:

—Eso ha sido muy atrevido.

Clare lo miró sin comprender.

—¿Qué hice mal?

—Los italianos son muy cerrados al principio —comenté—. Dar dos besos a alguien que no conoces de nada es una osadía.

—Madre mía, lo siento...

—No tienes por qué disculparte, Clare —rio Dylan—. No podía aguantarme más la risa, su cara era un poema.

—Tus costumbres son diferentes a las suyas, Clare —sonreí—, solo has hecho lo que creías correcto.

Ella trató de sonreír, pero el gesto no le llegó a los ojos. Parecía avergonzada y algo triste, y traté de animarla intentando leer con la pronunciación italiana los platos del menú. Lo cierto es que nos reímos mucho tratando de adivinar lo que era, hasta que Dylan nos decía entre risas si habíamos acertado o no. Finalmente, Dylan y yo pedimos pasta y mi amiga una pizza margarita y una ensalada.

—¿La ensalada es para compensar? —preguntó Dylan, mirándola divertido.

Ella asintió mientras devoraba a mordiscos de ratón un trozo de su pizza. Mis papilas gustativas amaron cada trocito de pasta que me llevaba a la boca, y no pude evitar pensar que la comida italiana era maravillosa.

—Esto está para morirse —comenté.

—Mi tierra natal tiene grandes platos —dijo Dylan.

—¿Naciste en Italia? —cuestionó Clare con la boca llena.

—Sí, así es, pero me vine a vivir a Nueva York con apenas un añito. —El joven sonrió nostálgico—. Ojalá pudiera volver...

—¿Qué te retiene? ¿La uni?

Dylan negó con la cabeza.

—Una disputa familiar, entre mi madre y mi tío, por los derechos de este restaurante. Ya sabéis quién ganó.

Trató de reír, pero fue muy forzado. Estaba claro que era una situación difícil para él; no poder ir a su tierra natal para evitar conflictos. Debía de ser duro.

—Podrías ir de viaje —sugerí—, ya sabes, a visitar los lugares y monumentos históricos, y no tienes por qué encontrarte con tu familia de allí si te sientes incómodo.

—El problema no es mi familia de Italia —suspiró—, es mi madre. No quiere que les vea, ni tampoco que ellos me vean a mí.

—Eres mayor de edad, no puede seguir diciéndote lo que debes o no hacer —comentó Clare.

—Lo sé, tienes razón, pero es... complicado.

La comida se estaba enfriando en su plato, y con una mirada entre los tres, decidimos acabar ahí la conversación. De postre, la madre de Dylan en persona nos trajo una mousse de chocolate blanco, y nos fuimos del restaurante complacidos con la comida.

—Ha sido una cena increíble —murmuró Clare, ya en el coche—, deberíamos repetir.

—¿Acabamos de terminar de cenar y ya quieres volver? Dale un respiro a tu estómago, Clare —bromeé.

—Nunca se come suficiente en esta vida.

El resto del camino fue en un silencio interrumpido por la música de la radio. Reconocí el camino por el que nos estaba llevando Dylan casi en seguida: rumbo a la fábrica abandonada. Puse una mueca; ese día y en ese lugar pasaron tantas cosas ahí, y todas tan malas, que pensé que jamás volvería a poner un pie. Pero no, ahí estaba yo, sin razón aparente, para ver la pelea de un boxeador que me resultaba tan misterioso y embaucador como estúpido.

Dylan aparcó en el primer hueco que vio, y nos bajamos del coche con cuidado. Miré a ambos lados, asegurándome de que no había nadie, cuando en realidad solo me cercioraba de que aquel asqueroso tipo no estuviera merodeando por allí. Nos acercamos a la entrada de la fábrica, y el mismo chico de la noche pasada abrió y nos dejó pasar. Parecía el portero fijo de la fábrica, vaya.

Ocupamos nuestros respectivos asientos, en la primera fila, e intenté no pensar en lo contaminado que estaba el aire que respiraba. Había alcohol, sexo y drogas en cada esquina de ese putrefacto lugar, y a nadie más que a mí parecía importarle.

Pasó algo inesperado; de un momento a otro, el voluminoso cuerpo de Lucas apareció ante nosotros. Tenía los guantes alrededor del cuello, y me sostenía la mirada solo a mí, ignorando el saludo de Dylan y Clare.

—¿Puedo hablar contigo un segundo? En privado.

Abrí la boca para responder, pero Lucas me cogió de la muñeca y tiró de mí, sin darme tiempo a reaccionar. Le seguía a trompicones, esquivando a las personas que nos miraban como si fuéramos payasos del circo, hasta llegar a un pasillo oscuro. Abrió una puerta de metal, que dejaba salir la poca luz que había en el interior, y me aprisionó contra la puerta, poniendo sus manos a ambos lados de mi cabeza.

Me sentí enana; él con su metro noventa y su profunda mirada, parecía estar por encima de mí y todo lo que le rodeaba en esa habitación, y sentí que pretendía leer todos y cada uno de los pensamientos de mi cabeza.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Yo... —Rápido, ¡piensa!—. Vine por la fiesta de después.

—Ya te dije en tu habitación que eres una pésima mentirosa —sonrió cínico—. Te lo repito, ¿qué haces aquí?

—He venido a ver si ganabas, solo eso —solté, rendida—. No quiero que cierren el café de tu madre...

—¡Tú no tendrías que preocuparte por eso!

Un golpe seco sonó en la puerta metálica, a centímetros de mi rostro. Me fijé en que sus ojos echaban chispas de ira, pero lo ignoré.

—Nada de esto es tu puto problema, Iria —dijo—, no tienes que estar aquí para vigilarme, ni para preocuparte por los problemas de mi madre. Tu puto trabajo es hacer café y atender clientes, nada más que eso.

—Ya te he dicho que no estoy aquí por ti —escupí con desagrado ante su vulgar comentario—, no vengo a ver cómo le revientas la cara a tu contrincante, vengo a ver si eres capaz de hacer que a tu madre no le quiten algo que le pertenece. ¡Claro que me tengo que preocupar, es el lugar en el que trabajo! Tú decidiste que esta era la forma de resolver tu problema, así que yo quiero ver si eso es verdad.

—No te voy a pedir que confíes en mí porque ese no es mi maldito problema —soltó—, pero ahora te voy a pedir una cosa y quiero que me hagas caso si no quieres salir muy mal de aquí. Vete.

—Será si quiero.

—Si quieres como si no, te tienes que ir. —Su mirada me advertía de que no siguiera por el camino que estaba tomando.

—No tengo por qué hacerte caso, no eres mi padre, ¿te enteras? —gruñí—. Y ahora, voy a salir ahí, tú vas a pelear y a ganar el dinero que necesita tu madre, y yo me voy a ir contenta de que mañana tendré un trabajo al que ir. ¿Me has entendido?

Su mirada me indicó que estaba a punto de estallar como un globo lleno de pólvora, pero no pudo ser. El árbitro llamó a su puerta, diciéndole que era hora de salir a pelear, y fue cuando aproveché para empujarle, abrir la puerta e irme. Caminaba rápidamente, pero sentí su mano agarrar mi muñeca de nuevo.

—Suéltame —exigí.

—No sabes el error que estás cometiendo.

Fue lo último que dijo antes de soltarme. Corrí hasta mi asiento, donde vi a Clare y Dylan mirarme atentos, con preocupación.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde has ido?

—Nada, Lucas quería que le hiciera una prueba de reflejos, eso es todo —mentí.

Me crucé de brazos, negándome a dar más detalles, cuando el árbitro subió al ring, presentando a los boxeadores. El Demonio salió con el rostro serio y una arruga en su frente. Daba más miedo que nunca, y su contrincante pareció notar que estaba cabreado.

La pelea comenzó normal, excepto porque Lucas no propinó ni un solo golpe a su rival. Parecía estar conteniendo las ganas de masacrarle, pero se dejaba golpear a ratos, aunque parecía estar bien. Fruncí el ceño; ¿qué estaba haciendo?

Miré a Dylan, que miraba la pelea un poco confuso, y después a Clare, que luchaba por mantener los ojos abiertos. Devolví mi atención al ring, y unos gritos en la entrada me distrajeron. La gente gritaba y todo el mundo corría, atravesando los escalones entre butaca y butaca como si la vida les fuera en ello. En tres segundos, que parecieron pasar a cámara lenta, supe por qué:

—¡Alto, policía!

Wow ;) No olvidéis votar y comentar :D

Abrazo de oso, Vero~~

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