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Capítulo 31: Extra 1

Gracias por esos maravillosos 50K ❤️

Abrazo de oso, Vero~~

Iria

El sol se adentraba por la ventana aquella mañana en la que olvidamos correr las cortinas la noche anterior. Lucas dormía plácidamente en el lado izquierdo del colchón, mientras que yo estaba acomodada sobre su pecho, con una calma inquebrantable instalada en todo mi cuerpo. Sus fuertes brazos me rodeaban y me acariciaban la crecida barriga en la que nuestro bebé crecía.

Habían pasado casi seis meses desde que supimos que íbamos a ser padres; todo el caos del principio se resumía ahora en la calma de aquella mañana de septiembre, en la que el viento mecía, bajo los cálidos rayos de sol, las hojas que se desprendían de los árboles. Me desperté recordando la visita al médico, la cuidadosa forma en la que le di la noticia a Lucas, el pánico que sentí los primeros meses, en los que un cuerpo extraño crecía en mi interior, y en la adaptación que tuvimos los dos.

Me costó mucho integrar los vómitos, los mareos y las náuseas a mi vida cotidiana, sobre todo en la universidad. Por suerte, logré terminar el curso en verano y empezar el primer semestre de mi último año hacía casi un mes. Cuando supe que estaba embarazada, temí no poder acabar mis estudios. Me aterrorizó pensar que todo el dinero que mis padres habían invertido en mí, que todo lo que había aprendido estos últimos años y que mi futuro profesional se haría añicos si traía este bebé al mundo, pero por suerte, gracias a la compañía de mi mejor amiga, Clare, de mi querido cuñado, Dylan, y del amor de mi vida, Lucas, pude afrontar con valentía la situación que se me venía encima.

En realidad, la forma en la que se lo dije a los tres fue tan sutil que, al principio, el shock les invadió y después, estallaron de alegría. Recuerdo a mi mejor amiga golpearme el brazo y decirme «¡así se hace, puta! ¡Vas a ser la mamá del año!», a Dylan abrazarme y susurrarme al oído «ese bebé va a tener al mejor tío del mundo» y a Lucas. Oh, recuerdo su expresión como si la hubiera visto ayer mismo.

Recuerdo sus ojos azules, tan profundos y oscuros como pozos, pero brillantes y en paz, llenos de lágrimas. Recuerdo sus labios curvándose en una tímida sonrisa temblorosa, y cómo se acercó a mí para abrazarme y depositar un suave beso en mis labios. Y luego, con calma y mucho cariño, murmuró unas palabras que se quedaron grabadas para siempre en mi corazón: «Gracias por salvarme. No solo me has rescatado del Infierno, sino que ahora me voy a convertir en padre por ti. Prometo... prometo que nunca dejaré de protegeros, Pepitas».

Nuestro amor crecía un poco más cada día. En cada desayuno juntos, en cada serie de televisión que devorábamos hasta la madrugada en el sofá, en cada compra que hacíamos en el supermercado, en cada visita al cine, en cada restaurante al que nos invitábamos mutuamente... En las pequeñas cosas, cotidianas y simples, en las que nuestro amor se hacía más fuerte; ahí es donde encontramos la verdadera felicidad.

Maduramos mucho con aquella experiencia. Éramos conscientes de la responsabilidad que suponía traer un bebé al mundo y en el cambio radical que sufrirían nuestros cuerpos. Lucas tuvo que buscar un trabajo temporal en una empresa de transportes y no le veía demasiado. Yo estaba ocupada con los estudios de la universidad, lidiando con los problemas que tuve con mi padre cuando se lo conté, y tratando de encontrar paz en el caótico mundo que el bebé trajo consigo. Ver mi barriga crecer, las marcas aparecer en mi piel, los dolores de espalda continuos, los múltiples antojos que a Clare y a Dylan les tocaba solucionar y mis cambios de humor constantes por las hormonas fue un chute de adrenalina para el que no estaba nada preparada. La inseguridad, el miedo, el llanto y las ganas de rendirme probablemente me hubieran ganado de no ser por mis seres queridos.

Al principio, a mi padre no le gustó mucho la idea de que fuera a ser mamá tan joven. Durante los primeros meses, no paró de repetirme que arruinaría mi juventud, que todo por lo que había luchado se echaría a perder y que no quería ver a su hija amargada antes de los treinta. Cuando comprendió (e hicieron falta varias pruebas durante varios meses) que Lucas y yo teníamos la situación bajo control, empezó a relajarse y a aceptar que este era el camino que había elegido. Quería ser madre con Lucas, y aunque era posible que no hubiéramos elegido el mejor momento para tener un bebé, estábamos preparados para su llegada.

María fue completamente al contrario de mi padre; lloraba casi siempre que me veía, tocaba mi barriga queriendo sentir las pataditas que daba el bebé, me cocinaba como si volviera de un ayuno de años, y me cuidó de una forma tan agradable y sincera, que no pude evitar pensar que mi madre hubiera sido exactamente igual que ella. Todo habría sido más fácil si ella siguiera conmigo, sobre todo la situación con mi padre. Aun así, con María, Clare y Dylan a mi lado, no fue tan difícil sobrellevar el embarazo, y aunque no veía mucho a Lucas, las llamadas telefónicas, Skype y sus visitas los fines de semana también me ayudaron muchísimo. El cansancio en su mirada, enmascarado con la ilusión de saber que estaba haciendo eso por nosotros y que iba a ser papá, me alegraba el corazón y rellenaba la vitalidad que perdía cuando se volvía a marchar.

El gran día aún no había llegado, pero no faltaba mucho. Todo el dinero que Lucas había ganado lo invertimos en nuestro bebé, comprando todo lo necesario para cuando al fin naciera. Sabíamos que era un niño, pero aún no habíamos escogido un nombre, y por eso, aquella mañana en la que me desperté entre los brazos de Lucas, un dolor extraño en mi zona íntima y una humedad similar a la que se sentía cuando, de pequeños, nos hacíamos pis en la cama, tuvimos que darnos prisa en ir al hospital y elegir uno.

Recuerdo el día del nacimiento de nuestro bebé como uno... rápido. Todo iba muy deprisa. Desperté a Lucas con calma, le expliqué la situación y a partir de ahí, todo se descontroló. Mientras yo iba al baño, me duchaba y me vestía con calma, Lucas se puso la camiseta al revés, el zapato izquierdo en el pie derecho, y al intentar hacer el desayuno, derramó la leche sobre la encimera y encima puso el tazón.

Estaba mucho más nervioso que yo, desde luego. A pesar del dolor inicial, las contracciones se mantuvieron a raya durante unas horas antes de volver a repetirse. Me dio tiempo a desayunar con tranquilidad y a ver un capítulo de Bones en la televisión. Mientras tanto, un Lucas alocado preparaba las maletas a toda prisa, dejándose cosas por aquí y por allá, y con hilos de sudor recorriendo su frente y su espalda, como si estuviera inmiscuido en una pelea y lo estuviera dando todo para ganar. Ser padre a tan pocas semanas del Campeonato Mundial no ayudaba nada; no podría entrenar como de costumbre y aunque se lo pidiera, no lo haría. Era muy consciente (y no solo por las miles de veces que me lo había repetido) de que su prioridad era y sería siempre su hijo y yo.

Llegó el momento en el que tuvimos que abandonar la comodidad de nuestra casa para ir al hospital. Lucas conducía con bastante tranquilidad para ser él; apretaba el volante con fuerza y sus nudillos estaban más blancos que el papel. Traté de tranquilizarle depositando la mano sobre la de él en el momento en el que nos quedábamos atrapados en un atasco. Gruñó como un perro salvaje, bajó la ventanilla y gritó a pleno pulmón:

—¡MI HIJO ESTÁ A PUNTO DE NACER, IMBÉCILES! ¡QUITÁOS DEL MEDIO!

Rodé los ojos y acaricié mi abultado vientre; sentía hasta el más mínimo movimiento que mi hijo realizaba en mi interior. Estaba listo para nacer, pero aún no era el momento. Durante el embarazo, establecí una conexión con el bebé que no había experimentado con nadie en mi vida. Todo lo que hacía en mi interior yo lo sentía. Sobre el latido de mi corazón escuchaba también el de él, y conocíamos todos los pensamientos que pasaban por las mentes de cada uno. Nuestro estado de ánimo era similar y esa sensación no podría olvidarla jamás.

¿Que si estaba preparada para ser mamá? La verdad, creo que nadie lo está nunca. No se puede estar listo para afrontar la inexplicable sensación de que ese ser que hay dentro de ti se convertirá en tu igual, con sus propios pensamientos, su forma de ser y sus opiniones personales, pero anatómicamente idénticos. Estaba deseando contar los deditos de sus manos y pies y ver que tenía los mismos que yo. Estaba deseando besar su frente, su nariz, sus mejillas, y comprobar que, efectivamente, también eran como los que tenía yo porque, eso es lo que nos hace humanos, ¿no? Todos a nuestra manera somos lo mismo: seres maravillosos y diferentes que encontramos el amor y la aceptación en nuestras similitudes.

Mi trabajo como madre será darle amor a este bebé, criarle y educarle para ser una buena persona y aceptarle tal y como es. Tenía clarísimo que mi objetivo no era diferente al de otras madres: lo único que quería era dar vida a un nuevo ser.

Cuando llegamos al hospital, nos instalamos en la habitación y esperamos a que las contracciones fueran más rítmicas y regulares, y cuando ese momento llegó, me llevaron en camilla hasta el paritorio. Lucas era digno de fotografiar con la bata y el gorro azul, la expresión de nerviosismo y temor en su rostro y las vueltas que daba por toda la habitación.

Las contracciones eran dolorosas y repetitivas; nuestro pequeño iba a nacer en pocos minutos. La matrona llegó justo a tiempo, saludándonos alegremente y con una hermosa sonrisa.

—¡Qué pareja tan encantadora! Vais a ser padres en unos minutos —dijo, mientras se colocaba unos guantes de látex sobre las manos y me examinaba—. Parece que todo va bien y vuestro bebé está listo para nacer. Papi, ¿qué tal si le das la mano a tu hermosa mujer para darle apoyo?

—¿Quiere que me parta la mano o qué? —respondió Lucas, que seguía igual de nervioso que al principio. Solo le faltaba morderse las uñas para que el nivel no pudiera subir más.

—Lucas...

Los dolores eran insoportables. Sentía la necesidad de empujar con todas mis fuerzas, pero eso me dolía incluso más. Al oír mi lamento, Lucas pareció luchar contra sus nervios y se situó a mi lado en la camilla. Me dio la mano y depositó un suave beso en el dorso, como si pudiera transmitirme fuerza a través de sus labios. Seguí las instrucciones de la matrona lo mejor que pude; inspira, empuja, espira, relaja. Inspira, empuja, espira, relaja. Pensé que no estaba dando resultado y mis ganas de gritarle a la matrona se multiplicaron, hasta que oí el llanto de un bebé. Ni siquiera me había percatado de mi último esfuerzo para dar a luz porque en unas décimas de segundo, mi vida había cambiado para siempre.

Lucas y yo nos quedamos completamente conmocionados cuando la matrona depositó suavemente el cuerpecito de nuestro bebé sobre mi pecho. En ese momento sentí que nuestros latidos, que anteriormente eran uno, se habían dividido en dos. No lloró mucho tiempo, solo hasta que se acostumbró a mí. Estaba envuelto en una toalla de color azul y me pareció que lo único que le faltaba era un lacito para ser un regalo de Navidad. Lucas no decía nada; solo nos miraba, completamente emocionado, mientras nos sacaba una foto. Un recuerdo que había quedado inmortalizado para siempre en un marco blanco sobre el mueble del salón.

Le observé. Lloraba como un niño, pero su sonrisa no podía ensancharse más. La felicidad que sentía su corazón se materializó en lágrimas que expresaban, sin necesidad de palabras, el orgullo que sentía. Con mucho cuidado, acarició su cabecita y dejó un besito en su frente, y a mí, sus labios se me antojaron salados como el mar cuando fue mi turno de ser felicitada.

—Lo has conseguido, Pepitas —hipó, extremadamente en calma y feliz; todos los nervios que le carcomían antes se habían evaporado y ahora solo había sitio para las sonrisas que hacían palpitar con fuerza mi corazón—. Estoy tan jodidamente orgulloso y contento... Es perfecto. No tengo palabras para describir lo precioso que es. No me puedo creer que sea nuestro...

—Lo hemos conseguido juntos, Lucas —dije, acariciando su mejilla con mi mano libre y limpiando una lágrima rebelde que resbalaba por su sonrosado pómulo—. Nuestro hijo.

***

Cuando se llevaron al bebé para bañarle, pesarle, medirle, y asegurarse de que todo estaba bien, me subieron a planta. Allí estaban todos: María, Clare, Dylan y mi padre. Habían llenado la habitación de globos azules y peluches y sus rostros mostraban el orgullo y la alegría que sentían por nosotros. Cuando nos trajeron al bebé, Clare fue la primera en cogerle en brazos. Su adoración por el pequeño fue inmediata.

—¡Pero qué bombón! —Las lágrimas se acumulaban en sus verdes ojos mientras le acunaba, y Lucas apoyó una mano en mi hombro que yo acaricié—. Tiene cara de Tyler.

A Lucas y a mí se nos iluminó el rostro.

—Tyler... —murmuró Lucas, pensativo.

—¡Me encanta! —exclamé—. Tyler O'Dell. Así se llama nuestro hijo.

—No será el nombre de alguno de tus ligues, ¿no? —cuestionó Dylan, entrecerrando los ojos en dirección a su novia.

Clare no respondió y simplemente sonrió con picardía. Luego, Tyler pasó por brazos de mi padre, que no pudo evitar pensar en mi madre cuando vio al nieto, y luego llegó a manos de María. Ponía especial cuidado en que estuviera cómodo en sus brazos y en que no se despertara. Cuando se marcharon a sus respectivos hogares, me quedé dormida un rato y, al despertar, vi a los dos hombres más importantes de mi vida juntos: Lucas acunaba a Tyler con una sonrisa llena de cariño y ternura. Acababa de darle su primer biberón y ahora dormía plácidamente entre los fuertes brazos de su padre.

Lucas y Tyler O'Dell. Las dos mejores experiencias de mi vida, unidas al fin.

¡Primer extra de Hell! Espero que os haya gustado saber la bonita experiencia de Iria al traer a Tyler al mundo 🤍

No olvidéis votar y comentar :D

P.D.: su cumpleaños es el 29 de Septiembre ;)

Abrazo de oso, Vero~~

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