5. La Caída del Olvido
El júbilo por la victoria duró muy poco.
Antes de que siquiera pudiesen terminar de celebrar, un nuevo estruendo sobresaltó el alma de todos los vivos y muertos presentes. Se trataba de Apofis, el cual había emergido por debajo del gigantesco cañón y lo había engullido por completo, mientras expulsaba toda la mole de su cuerpo hacia el cielo, muy por encima de las nubes. Viendo su incalculable longitud al descubierto, resultaba posible compararlo con el más alto de los rascacielos sin caer en una exageración. El gusano se agitó como una gran y monstruosa cinta en el firmamento y cayó a una gran distancia del campamento, volviendo a sumergirse en la arena.
Por su parte, Saif, consciente de que su plan había fracasado por completo, dio la señal a sus hombres para que abordaran los vehículos que aún quedaban en pie y huyeran a toda prisa. El hombre de la cicatriz hizo lo propio ingresando a su tanque insignia y enrumbó al centro del desierto sin perder más tiempo.
Por otro lado, Abdul ya había ensillado a su camello desde el preciso instante en que Apofis había caído por el disparo, ya que había sospechado que las cosas no serían tan simples. Ahora cabalgaba en el lomo de su fiel Zamir, mientras que Anubis sacaba la cabeza de su refugio de tela y miraba a todos lados con nerviosismo.
Abdul percibía cómo el pequeño ser, telepáticamente, no dejaba de exclamar que Noc-Ethek los devoraría si no conseguían llegar cuanto antes a la Pirámide Negra. Dado que no tenía tiempo para preocuparse de los delirios mentales que transmitía su minúsculo compañero, prefirió ignorar sus enigmáticos mensajes. Toda su concentración estaba dirigida a mantener el paso del vehículo insignia de Saif, aunque este era demasiado veloz para el camello y se alejaba cada vez más. Luego de un corto lapso de tiempo, Abdul logró divisar algo que le brindó un rayo de esperanza.
En el horizonte surgió una punta negra que se elevó hasta dejar al descubierto a la majestuosa y ciclópea Pirámide Negra en todo su terrible esplendor. Abdul lanzó una exclamación de asombro y apuró a Zamir para llegar a su destino lo más rápidamente posible. Sin embargo, su felicidad estaba condenada a durar poco ya que, casi al instante de tener la pirámide a la vista, la arena tembló y un nuevo estruendo, mucho más fuerte que los anteriores, se esparció a lo largo y ancho del desierto.
La causa había sido una nueva aparición de Apofis, el cual emergió justo por debajo del vehículo insignia en el que iba Saif. En un santiamén, atrapó al enorme coche con su orificio bucal y, mientras salía disparado al cielo, lo destrozó sin piedad con sus descomunales fauces, produciendo una gran explosión. Al ver aquello, Abdul solo atinó a persignarse, implorando al cielo que Saif por fin pudiera descansar en paz luego de tantos años envenenando su alma con la sed de venganza.
Aún con todo el impacto emocional sufrido hasta el momento, Abdul era consciente de que no había tiempo para dudar ni descansar. Zamir resollaba y berreaba con los ojos desorbitados, pero al igual que su amo, presentía que la vida de todos dependía de su velocidad y resistencia, de modo que se impuso a la fatiga y apuró el paso. El veloz avance continuó por unos minutos hasta que, cuando solo faltaban unos pocos metros para alcanzar la pirámide, Apofis brotó ferozmente por debajo del camello, elevándolo por los aires.
Debido a la potencia del impacto, Abdul fue separado de Zamir y terminó chocando de espaldas contra la dura superficie negra de la pirámide, por la cual se deslizo hasta caer amortiguado por la arena. Se demoró tan solo unos segundos en reponerse del golpe y observó a su alrededor con desesperación. No podía distinguir a Zamir por ningún lado, y las arenas se revolvían constantemente por el incansable movimiento subterráneo del gusano.
Afligido y aterrorizado, Abdul volteó y observó la siniestra silueta de la Pirámide Negra, cuya superficie reflejaba algunas luces doradas anunciando el pronto amanecer. Mientras Abdul contemplaba ensimismado aquel apoteósico monumento, Anubis tembló dentro de su refugio de tela y emitió un lúgubre y largo aullido, tal como si de un ancestral conjuro se tratara.
El gemido de la minúscula criatura hizo volver a Abdul a la realidad, quien se percató que frente a sí había aparecido una gran entrada que, un segundo atrás, no había estado allí. Sin perder más tiempo, el hombre corrió a grandes trancos hacia dicha abertura y se lanzó al interior. Fue recibido por la luminosidad dorada emitida por incontables objetos dorados que se repartían por todos lados. Si bien no estaban ordenados de manera armoniosa, conformaban un círculo alrededor de una especie de altar de piedra tan negra como la de la pirámide. Lo más impactante era que aquella estructura servía de base para una estatua descomunal con la forma de un ser canino similar a su compañero Anubis.
No obstante, Abdul ni siquiera tuvo un instante para admirar las inconmensurables riquezas almacenadas desde hace eones en aquel enigmático emplazamiento. Apenas llegó cerca del altar negro, toda la estructura exterior de la pirámide tembló y fue destruida con violencia, dejando aquella inmensa sala al aire libre. El causante de aquel espectáculo de demolición había sido el atroz gusano de arena quien, con un colosal golpe de su cola, había devastado casi por completo aquella milenaria edificación.
Tras ello, Apofis dirigió su horroroso orificio bucal hacia el punto exacto donde se encontraba Abdul, quien no podía mover un solo músculo debido al terror primigenio que embargaba su cuerpo y su alma. El monstruoso gusano formó una horripilante mueca con su bizarro rostro y emitió unos sonidos guturales que formaron las siguientes palabras:
-Recita tus oraciones Hijo de Adán, porque aquí y ahora, tú y el Vástago de la Suerte Amón-Set serán despojados de la existencia para dar gloria al Caos Absoluto.
Al oír esa voz cavernosa, un horror indescriptible se apoderó de Abdul desde lo más profundo de su ser. Era un miedo tan puro que parecía haber sido heredado de las primeras criaturas vivas que habían poblado el planeta al inicio de los tiempos.
Instintivamente, como si una fuerza exterior estuviera obrando, Abdul fue capaz de introducir una mano en sus ropajes para extraer una pequeña cruz de plata, herencia familiar que había pertenecido a la dinastía Al-Zinab desde la época de las Cruzadas, antes incluso del Primer Gran Cataclismo. Aquella cruz le pertenecía completamente a Abdul, último heredero de los Al-Zinab, y además de ser una simple reliquia, venía acompañada por una antigua leyenda la cual afirmaba que había sido forjada por seres celestiales bajo las órdenes de San Pedro.
Abdul elevó la mano para sostener la cruz de plata en alto y concentró en ella toda su Fe y esperanza. Apofis emitió un sonido gutural incluso más atroz que el anterior, a modo de aberrante imitación de risa, y se lanzó violentamente contra su presa.
Lo que siguió a continuación resultó sumamente confuso e inenarrable. Abdul sintió cómo el impacto del monstruo caótico lo empujó varios metros, sacándolo del área de la pirámide a la vez que le producía un dolor indescriptible en el brazo con el cual había estado sujetando la cruz.
El golpe lo dejó sumamente mareado y sin capacidad para controlar sus cinco sentidos. Creyó ver que Apofis parecía ser mucho más pequeño que antes, mientras se retorcía frenéticamente en la arena. Luego, al dirigir su mirada hacia su brazo, descubrió que este ya no estaba en su lugar. Al parecer, el gusano lo había devorado sin piedad. Abdul se apresuró a desenvolver a Anubis y, con la tela del refugio, amarró fuertemente la mortal herida, luego de lo cual perdió el conocimiento.
Al despertar, pocas horas después, Abdul agradeció que la hemorragia se hubiera detenido. Anubis estaba a su lado, lamiendo las telas sangrantes con las que había envuelto el miembro amputado. Al parecer la saliva del cachorro tenía propiedades curativas y había causado una cicatrización apresurada de la herida. Abdul acarició a su pequeño compañero, lo recogió con el brazo que le quedaba, y se dirigió al punto donde recordaba haber visto a Apofis retorciéndose.
No encontró ni rastro del engendro ni de la Pirámide Negra, pero, al apartar un poco la arena, vislumbró la cruz de plata que el gusano había engullido junto con su brazo. Abdul dejó a Anubis en el suelo y tomó su cruz, revisándola y agradeciendo profundamente a quien dicha reliquia simbolizaba, ya que solamente un milagro le había permitido continuar con vida. Guardó la cruz y recogió a Anubis, deteniéndose a pensar qué haría para conseguir salir de aquel desierto.
Estaba cavilando sumamente concentrado, cuando un túmulo de arena empezó a zarandearse y abrirse. Abdul palideció, temiendo que se tratara de una nueva aparición de Apofis, pero emitió un gran y largo suspiro de alivio al notar que se trataba de su fiel camello Zamir, el cual solo mostraba algunas heridas leves y un labio sangrante.
El animal trotó eufórico hacia su amo al verlo y frotó su cabeza en él. Abdul agradeció al cielo por aquellos milagros encadenados y montó al camello enseguida. Zamir aún tenía el rifle y la cimitarra de Abdul colgados a un lado del lomo, y una gran cantidad de provisiones comestibles y bebibles al otro. Ahora, lo único que quedaba era lograr escapar de aquel Infierno de Arena.
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