3. Inexistencia y Muerte
Al día siguiente, Abdul despertó cuando el sol recién estaba cubriendo perezosamente al pueblo con sus débiles rayos matutinos. Lo primero que hizo tras salir de la posada fue ordenar las provisiones y objetos que habría de llevar durante el viaje, los cuales guardó en las alforjas que Zamir cargaba a ambos lados del lomo. Luego colocó a Anubis dentro de un cómodo refugio de tela que llevaba atado a un hombro, donde el pequeño ser podía protegerse de los inclementes rayos solares y también de miradas indiscretas.
Luego de terminar con los preparativos, Abdul tomó las riendas de Zamir y lo condujo a pie hasta la taberna del día anterior. Tal como lo suponía, cerca de la entrada del local se hallaba Saif, esperando con un leve aire de impaciencia. Abdul le dedicó un saludo cordial, pero el hombre de la cicatriz obvió aquellas trivialidades y le ordenó que lo siguiera sin perder tiempo.
Mientras caminaban, soportando el despiadado clima, Abdul exigió conocer el destino al cual se dirigían. Saif se limitó a contestar que iban a un campamento donde se encontrarían con los demás miembros del grupo, quienes ya deberían estar preparando los vehículos. Dicho campamento se ubicaba en un punto estratégico, a una gran distancia del pueblo, casi a un paso de la frontera del Desierto Olvidado. Abdul intentó conseguir más información, pero su interlocutor finalizó diciendo que en el campamento le contaría lo que sabía.
Finalmente, luego de un par de descansos y muchas horas de insufrible caminata, consiguieron arribar a su destino. Se trataba de una especie de campamento militar, levantado al interior de un círculo formado por diversos vehículos. La gente, en su mayoría hombres adultos de piel aceitunada, iban de un lado a otro transportando cajas de madera, armas de fuego, y otros objetos de extraño aspecto que Abdul no pudo identificar.
En cuando a los vehículos, el más impresionante de todos estaba oculto por una gigantesca lona que solo dejaba al descubierto su base, cuya forma era muy similar a la oruga de un tanque. Cuando Abdul le preguntó a Saif acerca de ese misterioso vehículo, el hombre de la cicatriz contestó de que se trataba de su carta del triunfo, por la que había pagado millones, tanto para conseguir sus piezas como para sobornar a incontables autoridades a nivel internacional.
Ante la nueva duda de Abdul de por qué había estado dispuesto a gastar tanto, Saif respondió que podría verlo con sus propios ojos cuando llegara el momento adecuado. Con un fuerte suspiro, Abdul afirmó que le gustaría partir cuanto antes, pero Saif se negó rotundamente, aduciendo que el sol estaba por morir y que la noche se encontraba peligrosamente cerca. Abdul no encontró sentido a aquellas palabras, por lo que el hombre de la cicatriz le indicó que lo siguiera a la hoguera que el grupo había formado, para poder contarle toda la historia.
El hombre de la cicatriz, en el centro mismo del círculo de vehículos, empezó a narrar todo lo que sabía sobre el temido Desierto Olvidado. Empezó indicando que aquella no era la primera vez que tenía la osadía de adentrarse en aquel peligroso Infierno de Arena. La primera vez, hace ya más de una década, había estado junto a su esposa y a sus dos hijos, que en aquel momento conformaban la totalidad de su familia. Ellos se caracterizaban por seguir la tradición de sus ancestros dedicándose a la búsqueda de tesoros y demás descubrimientos arqueológicos. Saif había estudiado, a lo largo de su vida profesional, toda la información que diversos cronistas habían escrito sobre el fascinante tesoro que el desierto escondía en medio de sus arenas, al interior de una Pirámide Negra más antigua que la propia humanidad.
Al escuchar aquella parte del relato, Abdul no pudo evitar lanzar una exclamación de asombro, pero al recibir la mirada exasperada de Saif, se calló y le pidió que continuara. El hombre carraspeó y prosiguió narrando que, gracias a sus continuas investigaciones, pudo hacerse con un mapa dibujado en una remota época durante la cual, se suponía, la humanidad no pasaba de estar compuesta por monos antropoides. Dicho mapa contenía la posible ubicación de la Pirámide Negra y, más importante aún, el punto exacto de aquel tesoro inigualable que anhelaba.
Luego de decir aquello, Saif se mantuvo silencioso durante unos instantes y, lanzando un largo suspiro, emitió una terrible advertencia. Contó cómo, en el viaje que había realizado hace una década, ni él ni su familia habían logrado siquiera ver un atisbo de la Pirámide Negra. Lo único que encontró fue a la Atrocidad de la Noche y, con esto, la muerte de su esposa e hijos.
Todos los hombres allí presentes, exceptuando a Abdul, parecían ya haber escuchado aquella dramática historia y no mostraban el menor signo de sorpresa. Saif continuó indicando que no recordaba con claridad qué había sucedido exactamente. En su memoria tan solo estaba grabada una larga silueta que emergió de entre las arenas del desierto, y cuya sombra impedía que la luz de la luna alcanzara la superficie arenosa. Además, aún más atroz que aquello, recordaba los gritos desgarradores de su familia, junto a otros alaridos que no pudo reconocer cuando despertó al día siguiente, internado en el hospital de una ciudad cercana al desierto. Nunca supo cómo había logrado sobrevivir aquella noche, ni por qué había sido capaz de salir de aquel infierno.
Durante los últimos diez años se había dedicado enteramente a investigar a profundidad aquel desierto maldito, a la vez que iba recordado pequeños retazos de lo sucedido. Sus esfuerzos lo llevaron a descubrir que aquel desierto era el funesto hogar de un ser monstruosamente indescriptible, similar a un horrendo y repulsivo gusano escamoso con millones de dientes dentro de su pútrida boca. Aquel anélido poseía la extraña capacidad de borrar de la existencia todo aquello que conseguía engullir y almacenar dentro de su colosal cuerpo, para luego expulsarlo al interior de las arenas olvidadas.
Así, Saif supuso que en su primer viaje había contado con una diligencia que lo acompañó durante el recorrido, pero a la cual no recordaba porque todos sus miembros habían sido devorados por la demoniaca criatura. En cuanto a los miembros de su familia, resultaba probable que hubiesen hallado la muerte al ser aplastados por la ciclópea masa de aquella bestia de arena, por lo que su existencia no había sido borrada.
Saif finalizó su relato afirmando que aquel lugar recibía el nombre de Desierto Olvidado debido al accionar de aquel titánico gusano, encargado de borrar de la existencia a todos aquellos que, durante más de seis siglos, se habían atrevido a pasar la noche en su territorio. Aquel gusano, rey de la noche y amo del desierto, fue bautizado por Saif como Apofis, y juró que él sería quien acabara con la vida de aquel detestable monstruo para vengar a su familia y a todas sus otras inocentes víctimas.
Mucho antes de que Saif diera punto final a su increíble discurso, Abdul se había puesto de pie, completamente aterrorizado por las atrocidades que oía. De forma muy extraña, los demás hombres del campamento no habían demostrado reacción alguna y, cuando Abdul los analizó mejor, se percató de que sus inhumanos ojos no parecían denotar ninguna emoción.
Abdul, incapaz de contener su temor, exigió a Saif que le explicara de qué iba todo eso y de donde había sacado todo aquello que acababa de contar. El hombre de la cicatriz respondió que durante la última década había conseguido amasar una gran fortuna mediante métodos más que oscuros. Además, había estudiado a profundidad temas ocultistas y mágicos, uniéndose a diversos grupos relacionados a tales cuestiones. Había ganado influencia a nivel mundial y había podido acceder a documentos e información clasificada guardados por las naciones más poderosas del planeta.
Sin embargo, su mayor y más confiable fuente de información habían sido los muertos. Y es que, luego de adquirir una cantidad exorbitante de atroz conocimiento sobre la muerte durante muchos años, había regresado al Desierto Olvidado durante el día a desenterrar a cada uno de los hombres allí presentes para devolverlos a la vida. De esa forma, su ejército de muertos era alimentado por el gran odio que aquellas cáscaras sin vida sentían contra aquella cosa que les había arrebatado su existencia. Saif se había encargado de que la propia Muerte le ayudara a encarar a Apofis en aquel Infierno de Arena.
Abdul, ante todas las absurdas atrocidades que oía, solo atinó a retroceder con suma lentitud. Saif se acercó a grandes zancadas y le exigió que, ya que él le había contado todo lo que sabía, era turno de Abdul revelar lo que ocultaba. Abdul continuó retrocediendo con dirección a su camello, mientras afirmaba que no sabía a lo que se refería. El hombre de la cicatriz le dirigió una mirada inquisidora y le señaló el bulto de tela que le colgaba del hombro.
Abdul, con resignación, desenvolvió levemente las telas, de forma que Anubis asomó tímidamente su cabeza canina y olisqueó el aire con curiosidad. Saif colocó el rostro al nivel de la criatura y la observó atentamente durante unos segundos. Luego, sin dar más explicaciones, señaló una tienda de campaña y le dijo a Abdul que descansara ya que saldrían apenas los primeros rayos del sol iluminaran la arena. Abdul, aún muy anonadado, obedeció y condujo a Zamir para amarrarlo cerca de la tienda. Antes de ingresar para dormir, dirigió una mirada reprobatoria a todo ese ejército de muertos que trabajaban sin descanso ni paz.
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