Los desiertos son lugares verdaderamente inhóspitos, cuajados en una eterna, cálida y seca tranquilidad. La vida común y corriente parece huir desesperadamente de estos peculiares territorios, y los pocos animales que tienen la osadía de enfrentar las crueles inclemencias de los desiertos, por lo general, poseen fuertes espinas o corazas impenetrables que los destacan de entre los demás. Sin lugar a dudas, es imposible negar que los desiertos son lugares en donde los débiles y los cobardes no tienen la más mínima esperanza de sobrevivir. Solo la fuerza desmesurada y la fría astucia pueden salvaguardar la vida en aquellos infiernos de sol y arena.

Sin embargo, los perversos desiertos también poseen otra cara, mucho más oscura y gélida. Y es que cuando el tórrido sol cae derrotado por la oscuridad, y la luna emerge triunfante acompañada de un séquito de estrellas, estos infiernos repletos de arena pierden de manera radical su poder incinerador. Así, como es bien sabido por las mentes cuerdas, los desiertos pueden llegar a ser lugares increíblemente ardientes, pero su verdadero instrumento de muerte se revela al caer la noche, cuando el calor sucumbe y un espíritu álgido se apropia de aquellas inconmensurables extensiones de arena.

De todas aquellas inenarrables vicisitudes trata esta retorcida y apoteósica historia. De un desierto que, durante el día, incineraba hasta las más ínfimas esperanzas para traer muerte y desesperación; pero era al caer la noche cuando se encargaba de erradicar por completo cualquier vestigio de la existencia de aquellos seres vivientes que, de manera ingenua, se atrevían a confrontar los caóticos misterios que guardaba bajo sus infernales arenas.

Bienvenidos sean, queridos viajeros, al Desierto Olvidado.