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Capítulo 04

POSEER

Se puso de pie y se tambaleó, dio pasos cortos como si no pudiera caminar. Quería huir. ¡Qué ingenua era! ¡Todavía pensaba que podía escapar! No se daba cuenta que el trato estaba a punto de finalizar, le entregaría su cuerpo y Abadón entraría para nunca salir a menos que ya no le sirviera. Para eso la había creado, para eso le regaló su sangre y su esencia, por ello había esperado tanto. A sus veinte años estaba lista, al igual que un fruta madura. Gracias a su aspecto sería más sencillo todo, despues de todo, ¿quién se alertaría por una muchachilla ñanga y sin chiste?

Cumpliría su promesa de vengarse del Señor y Amo de los cielos, le mostraría que con él no se podía jugar sin sufrir las consecuencias.

Su primer error había sido darle poder, el segundo robarle lo que con tanto esfuerzo y cariño construyó, y el último fue subestimarlo al lanzarlo al infierno, creyendo que jamás encontraría la forma para demostrar quién era. Volvería al paraíso por la puerta y obligaría a toda esa bola de seres celestiales que lo recibieran con tangos y flores; pero lo más importante, mataría al causante del apocalipsis.

Al final no fue tan perfecto como todos pensaban.

La vio retorcerse e intentar arrancarse los alacranes que no cedían ni un poco. No podría hacerlo por más que se esforzara, estaban asegurados, encadenados. Ya eran parte de sus poros, se estaban fundiendo.

Anne quiso caminar, pero la obligó a retroceder. Hizo que se arrodillara, entretanto ella suplicaba y le pedía perdón, rogaba clemencia. No podía levantarse por más fuerza que aplicara, sus rodillas estaban pegadas en el centro de un triángulo formado por grietas. No sabía nada de demonología, pero eso era una clase extraña de pentagrama con símbolos y runas.

Lanzó un alarido de terror cuando el cadáver en la habitación se prendió, el fuego comenzó a consumirlo. Las llamas incandescentes bailaban a su alrededor y se aferraban a la tela de sus ropas, creaban una danza hipnótica que le dejó la mente en blanco. Solo era capaz de mirar ese punto.

El algodón y la mezclilla se achicharraban y se volvían de un tono oscuro. No quería concentrarse en su piel, pero cuando lo hizo quiso cerrar los parpados. Su epidermis burbujeaba como el agua de un caldo hirviendo. Las burbujas se inflaban y explotaban creando un ruidito que le erizó los vellos.

Y, a pesar de que luchaba por no mirar o voltear la cabeza, su anatomía no le respondía. Sintió los globos oculares secos, deseó toser y taparse la nariz para que el olor a quemado no nublara sus sentidos. No obstante, no podía, estaba inmovilizada, completamente controlada por una magia oscura que no conocía. O quizá sí y no quería reconocerlo.

De algo estaba segura, le pertenecía a Abadón aunque no quisiera, aunque necesitara mantenerlo lejos con cada fibra, con cada órgano de su sistema. Él quería destruir y empezaría con ella.

¿Cómo esconderse? Necesitaba un milagro, sin embargo, había entendido que nadie acudiría a rescatarla. Tal vez porque nadie escuchaba, quizá porque le tenían pavor o porque estaba maldita. Toda su vida fue un engaño, alguien la llevaba de la mano para que viviera las cosas que quería, su existencia fue meticulosamente planeada, cada caída, cada lágrima, cada pesadilla. Todo fue puesto ante ella para que llegara el día.

Ahora entendía, aunque dolía.

Le dolía el cuerpo por todos los golpes y los huesos rotos, le calaba el alma porque se estaba perdiendo a sí misma, le dolían los pensamientos porque sabía que tendría que entregarse y tarde o temprano desaparecería. Nada quedaría de la Anne Finzley que creyó que era. Y le dolió su madre por no advertirle, por no confesarle que había cometido un pecado grave y ella pagaría las consecuencias.

Pero ¿qué podía hacer? No tenía muchas opciones, ni siquiera tendría un lugar junto a Dios al morir porque llevaba la sangre del demonio, sus moléculas estaban invadidas por el mal y lo tenebroso. Pertenecía al infierno.

Dabry cayó a un par de metros, revolcándose en el fulgor. Ratas, o eso quiso creer que eran, salieron de cualquier parte y, venciendo las reglas de la naturaleza, empezaron a comer cada centímetro del pobre hombre. Dejó de luchar con las ganas de quitarle la vista de encima pues ya estaba más que agotada.

Estaba exhausta de toda la función, parecía un circo creado especialmente para debilitarla, y estaba funcionando a la perfección. Si le hubieran puesto un acantilado, se hubiera lanzando sin pensarlo, le hubiera gustado lanzarse al vacío y olvidar lo que estaba viviendo, las imágenes que llevaría tatuadas hasta su último aliento, la tortura a la que había sido sometida; pero no tendría tiempo.

Un roedor se aproximó, entrando en la figura que la mantenía en su sitio, apenas ingresó, las grietas se encendieron del color de lava ardiente. Anne miró los ojos rojos brillantes que la enfrentaban. Era un pequeño animalillo que le pareció conocido. Entonces lo reconoció, había al menos una docena de ellos en el establo de su hogar. Junto a las vacas, Anne había tomado algunos ratones del pescuezo para arrojarlos al campo.

Siempre la vigilaba, conocía sus temores, y los había usado a su favor.

—Déjame entrar, linda Anne, prometo matarte de una forma menos dramática.

No tuvo opción, lo quisiera o no, ni siquiera intentó poner resistencia. No podía más. Un halo negro de humo la atravesó, cruzó las capas musculares hasta refugiarse en su interior. El veneno negro se adentró a sus capilares y corrió por su torrente sanguíneo.

Cayó rendida, casi como si de verdad lo hubiera deseado.

Su alma estaría encadenada al abismo por el resto de la eternidad. Ahí viviría, en su hogar, regresaría justo a su lugar de origen.

Colapsó y quedó inconsciente.

El silencio de la noche se precipitó, cubriendo la nada de lo mucho que había pasado. Los animales regresaron a su pozo y los restos del viejo se mantenían inmóviles. Ya el fuego había menguado, ya la tierra se había cerrado. Solo estaba el cuerpo de una muchacha peliblanca tendido en el suelo, yacía serena, como si estuviera durmiendo.

Los minutos transcurrieron, la madrugada llegó pronto. Primero movió los dedos, despues los brazos y las piernas. Cuando la chiquilla se levantó estaba lejos de ser ella, era alguien totalmente diferente, no había rastro de lo que fue alguna vez.

Nadie la recordaría, y cuando lo hicieran, la odiarían.

La detestarían porque serían sus manos las que le iban a ayudar a llegar a los rincones. Los humanos verían, esos que fueron testigos de sus primeros pasos, esos que la saludaban con sonrisas en la plaza del pueblo, todos le rogarían a una Anne muerta, sin saber que ella ya no era parte del mundo ni de ningún lugar cercano.

La pobre muchacha estaba en el fondo, las cadenas la obligaban a estar quieta, el fuego y los guardianes la mantenían encarcelada.

Su cuerpo le pertenecía a otro, a Abadón, el guardián del infierno. 


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