Capítulo 01
Despertar
Estaba en un rincón, la oscuridad era como un manto que lo mantenía oculto. Las sombras siempre habían sido sus amigas, incluso en los mejores momentos de su existencia, siempre listas para envolverlo y darle seguridad. Ladeó la cabeza, una sonrisa escalofriante se dibujó en su rostro deforme. Contemplaba a la criatura inconsciente que yacía en el suelo, las pesadillas cambiantes hacían que se revolcara en la tierra como un animalillo huyendo de un depredador.
Nunca había encontrado víctima tan perfecta, a pesar de que sus instintos jamás se equivocaban. Sabía que esta era fuerte, como el diamante recién encontrado, como el aire derribando todo en un tornado. Era una campesina flacucha y sin chiste, que a simple vista no llamaba la atención; pero Abadón era observador, para mala fortuna de la muchacha.
Trabajaba en una panadería, la población les tenía alta estima a los miembros de su familia, los Rinzley tenían fama de ser almas caritativas y solidarias. Sabían cuándo tender una telera de pan y cuándo brindar una mano. También trabajaba en la granja familiar, donde se dedicaba a ordeñar vacas y a limpiar sus jaulas con una pala que le creaba ampollas en su pálida piel. La podías contemplar caminando en la plaza principal con las manos vendadas con unos harapos sucios.
La vio retorcerse a causa de su pesadilla, él mismo estaba sembrando las semillas de lo que tanto la torturaba. Podía verlo aunque fuera un misterio para los ojos de cualquier humano común, era el autor de su sufrimiento. Él se metía en su mente, y permanecía en el exterior para ser testigo de sus actos crueles.
Un tumulto de alacranes la envolvió en el profundo sueño del que quería salir, animales que eran ficticios y creados por el demonio; pero que para Anne se sentían reales. Los piquetes perforaron su epidermis, uno tras otro sin consideración. Gritaba pidiendo ayuda, pero decidió no parar porque nadie se había detenido cuando él rogaba perdón.
Ya no quedaba nada de ese cuerpo que había tenido alguna vez, ya no era capaz de ver las marcas en su piel; pero todavía podía escuchar las risas y al fuego consumiéndolo como si hubiera sido ayer.
Nunca regresó la llave, la llevaba tatuada en el fondo de su pecho, seguía siendo el guardián de los seres infernales, de esos espíritus que buscaban venganza, de esas criaturas que se alimentaban del sufrimiento de otros. Iba a gozar mirando cómo la más perfecta creación de Señor de los cielos era destruida. Él mismo pisaría sus cráneos y costillas.
Estaba corriendo en un bosque, las ramas y las piedras se clavaban en sus plantas, pero no le importaba, sabía que estaba huyendo de algo y no debía detenerse. Cuerpos con túnicas negras se escondían detrás de los arbustos, entre los troncos, rostros amorfos se movían de un lado a otro. Mientras corría, no podía distinguir nada con claridad, todo se veía difuso.
De pronto, no pudo moverse, sus pies no le respondían por más que lo intentara. Agachó la cabeza y vislumbró los insectos, muchas patas ascendían por sus piernas, hormigas caminaban por sus brazos y se introducían es sus cuencas oculares. Se retorcía pues sentía los piquetes adentro, muy al fondo. Y dolía.
Tenía que concentrarse para salir de aquel pozo que parecía no tener fondo, siempre era así. Justo cuando creía que iba a morir, abría los párpados, como si vivir fuera el castigo. Deseaba que su corazón dejara de latir en sus sueños, pero eso nunca pasaba.
Al despertar, Anne profirió un grito que retumbó en su bóveda craneal, sus cuerdas vocales se desgarraron. Desde que era chiquilla había tenido pesadillas que helaban su sangre, la señora Finzley la había llevado muchas veces con la bruja del pueblo, una señora gordinflona con un lunar azul en el ojo, esta había pasado hierbas por su cabeza. El cura aseguraba que eran imaginaciones de la muchacha, que debía pasar más tiempo sanando sus pecados y ofrecer su alma al Todopoderoso.
Aturdida, entrecerró los ojos, buscando algo que le indicara su localización en medio de la penumbra; pero desconocía por completo el escenario que la rodeaba. ¿Se había desmayado? ¿Cómo es que nadie la había encontrado y llevado a un lugar seguro? Hiperventiló, una gota se sudor recorrió su cuello.
El olor a putrefacción llegó a su nariz, se arrastró hasta que su espalda tocó una estructura dura; una pared, seguramente. Refugió la mitad de su cara dentro de su playera, sin embargo, la peste también la acompañaba.
Sentía cómo le temblaba el cuerpo, intentaba recordar qué había pasado, su mente estaba revuelta y no podía concentrarse. Recordaba haber salido del establo después de hacer sus labores diarias, caminar hacia su casa con una cubeta llena de leche para ayudar a su madre a preparar el desayuno; y, de pronto, sus piernas dejaron de responderle. Seguido a eso todo era un nubarrón, sonidos extraños, nada claro.
Fuera lo que fuera, le daba miedo.
Intentó ponerse de pie, cosa que no logró, una fuerza sobrehumana la tiró hacia abajo. Varias veces ocurrió lo mismo, algo la empujaba, arremetía contra ella, le impedía levantarse para buscar una salida.
—¿Alguien puede escucharme? —preguntó con la respiración entrecortada, su voz rebotó y le respondió con la misma cuestión. No consiguió respuesta, pero por algún motivo se sentía observada, se sexto sentido le decía que no estaba sola. Quiso aparentar valentía, pero los minutos pasaban y todo se ponía peor.
No sabía si estaba alucinando, escuchaba risillas siniestras que se perdían en la lejanía, ¿o venían de su interior? De vez en cuando llegaba una brisa a levantar sus poros, como si alguien estuviera rondando a su alrededor, acorralándola. Respiraciones que quiso creer que eran suyas se adentraban a sus oídos, tal vez todo era creado por su mente y en cualquier momento despertaría en su cómoda cama y escucharía los ronquidos de su padre en la habitación contigua.
—Sé que hay alguien ahí —murmuró y relamió sus labios resecos.
El silencio sepulcral provocó que mil pensamientos se precipitaran en su cabeza, ninguno era bueno, tampoco se acercaban a lo que de verdad estaba pasando. Se recostó en posición fetal y abrazó sus piernas, pues no encontró mejor forma para disipar el temor, eso hacía cuando era pequeña para poder controlar sus nervios.
No pudo dormir en toda la noche, en la siguiente tampoco. Se mantenía alerta, esperando que su secuestrador revelara su identidad, o al menos se dignara a aparecer. Su estómago rugía y su lengua suplicaba por un poco de agua; pero no podía siquiera levantarse. Por más que gritaba, su timbre no salía lo suficientemente alto y le dolía a penas abría la boca. Su cabeza comenzó a punzar, intentó rezar, sin embargo, de su mente se escapaban las oraciones, no podía crear enunciados coherentes. No se sentía ella.
Dos días después, vislumbró a la criatura retorcerse por el frío, pues la temperatura decaía con el transcurso de los segundos. Su boca estaba amoratada, emitía sollozos y gemidos de dolor, tenía ojeras y un hilillo de sangre en su comisura derecha, quizá por haberse mordido la lengua. La vio despertar y mirar alrededor con completo pánico.
El interior de la cabaña estaba más iluminado que de costumbre gracias a una ventanilla que había decidido descubrir. Era una casilla de tablones de madera, ella hubiera jurado que estaba en una especie de cueva debido a la temperatura. Aunque, siendo sincera, ya no sabía si era producto de su imaginación.
Anne buscó algo, cualquier cosa que le diera pistas. Arañitas se movían de un lado a otro, salían de la tierra para luego esconderse. Jadeó cuando unos zapatos viejos y gastados aparecieron en su campo de visión. Subió la mirada con lentitud sobre ese cuerpo inmóvil, profirió un grito afónico cuando llegó al rostro. ¿Cómo no lo había notado antes? Se apretó el cuello, tragó saliva con nerviosismo y corrió la vista, deseaba que todo fuera mentira. Sin embargo, era real, muy real.
Sus ojos se aguaron una vez más, llevó su palma hasta su boca para aplacar los sollozos, falló por completo. Sus lamentos llenaron la habitación, era demasiado para asimilar. El calzado le pertenecía a un hombre que se encontraba sentado justo frente a ella, su barba le llegaba a la altura de las clavículas, parecía un estropajo seco. Estaba pálido y los pómulos le sobresalían exageradamente, estaba muerto. Lo sabía. Lo conocía.
Era el cantinero, había desaparecido meses atrás, nunca nadie supo de él. ¿A caso Dabry la había llevado ahí para luego suicidarse? Nada tenía sentido, y el mal olor indicaba que ya llevaba varios días pudriéndose.
Ahora entendía qué era ese olor tan desagradable. ¿Ese sería su destino? ¿Quién la odiaba tanto como para torturarla de esa manera?
Si Anne hubiera levantado un poco más la mirada, se habría dado cuenta del pestañeo que dieron los párpados del cadáver conocido, y de que unos ojos negros sin pupila la observaban con hambre de dolor.
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