3. La visita
El ruido del motor ascendiendo por las pronunciadas cuestas se entremezclaba con los sonidos característicos del bosque; las luces del auto creaban siluetas tétricas sobre la base de los árboles que se apostaban a cada lado de la calzada.
Kilómetros de vía se extendían en curvas y rectas ceñidas. Aún faltaba bastante para llegar a su destino.
Gavriel estiró el brazo para deshacerse de la ceniza del cigarrillo, con la otra mano mantenía el volante, dio una última calada y arrojó la colilla por la ventana; pensamientos iban y venían, cada cuestión lo dejaba con más preguntas que respuestas.
Atribuyó la falta de discernimiento sobre lo que experimentó al cansancio de llevar horas sin dormir. Incluso, llegó a pensar que ese extraño sujeto de blanco no fue más que una ilusión, como cuando creyó estrellarse contra el fondo del peñasco.
Estaba exhausto, fatigado física y mentalmente. Empezó a sentir calambres en las piernas, los párpados pesados cerrándose a causa del sopor. Sacudió la cabeza para alejar el sueño, no podía quedarse dormido en medio de esa carretera sinuosa; en breve estaría durmiendo sobre una confortable cama de hotel. Con esa idea en la cabeza, se dio motivación para continuar.
Observó por el parabrisas las líneas en el asfalto que delimitaban los carriles, una tras otra fueron quedando atrás. Sorteó unos cuantos baches, producto de las lluvias pasadas, cuando llegó a la parte plana dejó de preocuparse por la senda ondulante. En la radio, una canción de rock, de tonalidad suave, lo relajó.
A mitad del camino, una niebla inesperada y en extremo compacta, envolvió la atmósfera, tanta era la condensación que se vio forzado a reducir la velocidad. Encendió los neblineros, mas no fueron de gran ayuda. Sin embargo, confiando en sus instintos, avanzó, negándose a detenerse por algo que consideró pasajero. A pesar de ello, cierto temor lo invadió, de no saber qué podía haber más adelante.
Sus miedos se revelaron. La incertidumbre hacía lo desconocido se mostró ante él en la forma de un enorme perro, tan negro como la noche. El animal no se movió al ver el auto, por lo que tuvo que frenar de golpe.
Humano y bestia quedaron frente a frente.
Los latidos cardiacos de Gavriel se dispararon, la criatura descomunal venía directo a él, corriendo a toda velocidad. Quedó en shock debido a la impresión, aguardando en terrorífica calma lo que fuera a suceder.
El can saltó sobre el capó, luego subió por el techo, para finalmente perderse en la espesura del bosque.
El ruido del metal hundiéndose provocó que reaccionara; abrió los ojos justo a tiempo antes de caer en una pendiente. Giró el volante a la izquierda, las llantas rechinaron, dejando marcas en el asfalto por la maniobra brusca. Se llevó un enorme susto, pero estaba a salvo.
Se había quedado dormido.
—¡Mierda! —maldijo con la respiración agitada.
Cuando se calmó, imágenes del perro zaíno retornaron a su mente, alterándolo de nuevo. ¿Lo había imaginado?
Salió del auto, sin importarle que estaba en medio del carretero. Se disponía a verificar la parte delantera en el momento que divisó unas luces aproximarse. Subió deprisa, temiendo lo peor.
Pisó el embrague, pero al mover la palanca de cambios, esta se trabó. Lanzó maldiciones por el inoportuno percance. No le quedó de otra que bajarse y hacer señas al otro vehículo para que se detuviera.
—¡Alto! —Agitó los brazos—. ¡Deténganse!
Las señales surtieron efecto, el otro carro cesó la marcha. Un hombre de edad madura gritó desde la ventana:
—¿Todo bien, amigo?
—Sí, solo un desperfecto mecánico sin importancia.
—¿Necesita ayuda?
—No, no hace falta. Gracias por el ofrecimiento.
—De acuerdo, tenga cuidado—advirtió y prosiguió la ruta.
Gavriel agradeció al desconocido. Movió el carro al carril correspondiente, no sea que apareciera alguien más en la carretera. Después de lo ocurrido, el sueño se desvaneció. Realidad o espejismo, ese perro gigante lo perturbó.
Transcurridos algunos kilómetros, llegó a Catamayo. Estacionó en el área del hotel reservada para huéspedes. En la recepción solicitó que le llevaran la cena a la habitación y no ser molestado el resto de la noche. Aunque, a decir verdad, no esperaba que alguien en la ciudad fuera a visitarlo.
Después de cenar, Gavriel se puso a revisar su mail, esperando que la editorial, a la que envió su último manuscrito, le haya respondido. Lo embargó una efímera dicha, cuando leyó la respuesta, esta ponía: rechazado.
A pesar de que el contenido es interesante, no es el tipo de obra que estamos buscando. Vuelva a intentarlo en un par de meses...
No leyó el resto porque de inmediato entendió que era una respuesta automática que la editorial daba a los autores, cuyos manuscritos ni siquiera habían sido leídos por no ser de su interés.
Le entraron unas ganas de lanzar la portátil contra la pared, a causa de la frustración. ¿Qué demonios era lo que estaba haciendo mal?
En medio del enfado, las escenas con el hombre de traje blanco se activaron en su cabeza. Esa vez ya no lo vio como una ilusión, y si lo que le prometió fue verdad, debía cumplir con su parte del trato: un libro, le había pedido a cambio de fortuna y poder.
Cerró su mail y abrió la sección de escritura. Un nuevo documento, a la espera de ser llenado, se desplegó.
Sin embargo, al intentar escribir, no conseguía plasmar ninguna frase de forma coherente en la hoja. La noche siguió avanzando y Gavriel estaba sufriendo un inusitado impedimento, las ideas se acumulaban en la cabeza, desesperadas por salir. Parecía que algo, una fuerza extraña, le detenía la mano.
Rendido, optó por dormir. Tal vez al día siguiente, relajado, podría tener mejor suerte.
El reloj marcaba las 01:49 de la madrugada cuando el ruido del teléfono del hotel lo despertó. Estiró la mano hacía la mesita de noche.
—Diga —musitó, medio dormido e irritado por la llamada.
—Buenas noches, caballero —saludó una voz amable—. Aquí está una señorita que dice tener una cita con usted.
—Pedí no ser molestado —siseó cortante.
—Lo sabemos, pero la dama pide verlo. Viene a retirar un texto, según menciona.
Gavriel se levantó, impulsado por un resorte invisible.
—¿Qué? Un... texto...—Gavriel, tartamudeó—. Dígale que venga después, estoy cansado y no... —Unos golpes en la puerta de su habitación lo sobresaltaron. Colgó y fue a ver quién era. A medida que se acercaba, un temblor lo atenazó.
Vislumbró una masa negra, viscosa y putrefacta, escurrirse bajo la puerta, que fue esparciéndose por el piso de la sala. Él se apartó, alarmado.
Dicen que el miedo es el peor enemigo, el miedo a lo desconocido, aquello que el entendimiento es incapaz de hallarle lógica. Gavriel no supo cómo reaccionar. Una cosa era escribir historias de terror con protagonistas inventados y otra ser cautivo de sus propios espantos.
—No me gusta que me hagan esperar —susurró una voz femenina al otro lado de la puerta—. Si te sigues negando a dejarme entrar, prepárate para ver cosas más espeluznantes.
Gavriel, eludiendo la mancha negruzca, quitó el seguro de la puerta, con cierta convulsión en las manos. Lo que sus ojos vieron lo dejaron sin habla, literalmente.
—Hola... —sonrió la desconocida, agarrándolo por el cuello—. Al fin nos vemos cara a cara, aunque, a decir verdad, ya te eché un vistazo en la carretera: grrrr... —Le gruñó al oído.
—El... perro, ¿fuiste... tú? —Trató de zafarse, pero ella no se lo permitió.
—No es mi estilo adoptar formas animales. —Lo dejó caer al piso sin delicadeza—. Eso es para castas inferiores. Pero me divirtió ver que estuviste a un pestañeo de morir —se carcajeó—. Eres importante para él. —Ojos oscuros lo miraron con siniestra curiosidad—. Que haya venido personalmente a pactar contigo, me intriga. Me pregunto qué puede tener de valioso un ser insignificante como tú.
La mujer lo analizó en detalle: altura promedio; cabello negro, largo y enmarañado; barba tupida y descuidada; contextura delgada, pero no fibrosa; piel blanca, demacrada y marcada por el acné.
Era un pobre infeliz en toda la extensión.
—¿No sabes que fumar y beber es malo? Tu rostro refleja una penosa vida bohemia —ironizó, torciendo el gesto—. ¿Siquiera eres consciente del deplorable aspecto que tienes? Insisto, no sé qué vio él en ti.
—¿Quién eres? —preguntó Gavriel, recuperando el aire—. Esto no es una ilusión creada por mi mente, como tampoco lo fue el hombre albo que vi en el risco. Ahora estoy seguro de ello.
—¿Ya no piensas que fue un sueño? —volvió a reír—. Tal vez sí lo es después de todo, ¿tú qué crees? ¿Estás despierto o dormido?
—¡Deja de jugar conmigo! —gritó Gavriel doblado en el suelo, agarrándose las sienes—. ¡Basta!
—Vaya, encima tu resistencia es frágil.
Gavriel levantó la vista, altivo. Pullado por las palabras.
—Él me dijo que enviaría a alguien —habló con seguridad, no perdería la objetividad de nuevo—. Eres tú, ¿cierto?
Ella asintió.
—También debes saber a lo que vine, ¿qué esperas para escribir?
—Intenté redactar algo, pero no pude transcribir las ideas que tenía en mi cabeza.
—Lógico, no era donde debías hacerlo —apuntó a la portátil—. La historia debe ser escrita en un papiro y con tu puño y letra. No hay otra forma.
—¿Por qué esas condiciones? —quiso saber Gavriel, arrugando el entrecejo. Había olvidado las cláusulas del pacto.
—¿Preocupado por el trato que hiciste? ¿No crees que es un poco tarde?
Gavriel guardó silencio. Sí, era tarde para reflexionar. Actuar impulsivamente era un defecto en él, y sumado a la acumulación de sucesos negativos, ocasionó que perdiera el raciocinio totalmente.
—No tengo un papiro ni una pluma para...
—Aquí tienes —lo interrumpió, entregándole un papel café de aspecto arcaico y una pluma estilográfica con unos extraños grabados en la base—. Te darás cuenta cómo las ideas descenderán igual que gotas de lluvia. La lámina crecerá con cada palabra y se irá enrollando a la vez, analiza lo que escribirás porque no se podrá deshacer. El pergamino tiene la extensión de un libro, así que no podrás engañarlo —advirtió.
Él los tomó y fue a sentarse en la mesa del comedor. Se arremangó las mangas del pijama antes de iniciar. En cuanto escribió la primera palabra, las demás llegaron como un aluvión y, tal como ella lo había dicho, el papel creció y creció. Las letras fueron adquiriendo un tono granate al contacto con la hoja, y a pesar de ser un encantamiento perverso, quedó fascinado por esa magia oscura.
Mientras escribía, observó a la fémina moverse por la habitación, inspeccionando los elementos que la componían, con mueca de curiosidad y desdén. Aprovechó la distracción para poner en marcha una idea que se le ocurrió al notar cierto detalle en el papiro que, para su suerte, resultó muy conveniente. Tenía que tener alguna garantía por si la necesitara en un futuro.
Tiempo después oyó la voz de la mujer tras sus espaldas, que lo estremeció.
—Tus tatuajes son ridículos —dijo mirando sus brazos desnudos—. ¿Acaso dejaste que un niño usara tu piel como lienzo para trazar garabatos?
Gavriel respiró tranquilo. Por un momento pensó que se había dado cuenta de lo que hizo.
—Lamento que no sean de tu gusto.
—No te lamentes, ya habrá tiempo para que lo hagas —esbozó una sonrisa peligrosa—. Aunque este se ve interesante... —observó con ojo clínico una especie de crismón en el antebrazo izquierdo, el símbolo era ambiguo y de trazos singulares.
—Es una marca de nacimiento —respondió Gavriel, ufano porque ella sintiera admiración por su tatuaje natural.
La extraña lo sometió a un incómodo escrutinio durante varios segundos, que a él se le hicieron eternos.
—¿Cómo te llamas? —inquirió Gavriel para romper el mutismo.
—No es de tu incumbencia —contestó en tono seco—. ¿Cuál es el tuyo?
—Gavriel —respondió, sin hacer caso a la descortesía.
—Qué nombre tan feo tienes —largó una carcajada—. Te hubieran puesto uno menos angelical.
Él la miró de soslayo, sin excederse en la evaluación. Tuvo la sensación de que si la observaba demasiado esta podría convertirlo en una pila de rocas, igual que la temida Medusa cuando alguien la miraba a los ojos. Lo poco que pudo apreciar fue a una mujer siniestramente hermosa, revestida de negro. Su maldad la comparó con las Erinias, encargadas de castigar crímenes humanos.
Ella podía encarnar a la perfección a uno de sus personajes femeninos: mujeres crueles que gustaba retratar en las páginas de sus historias, donde belleza y perversidad iban de la mano casi siempre.
El tiempo transcurrió. Por la ventana, las luces del alba anunciaron la llegada de un nuevo día. El papiro dejó de alargarse y la historia, como si hubiera tenido vida propia, se transcribió hasta llegar al final de la misma. No podía creer que en una sola noche hubiera escrito una obra de esa magnitud y de un contenido tan terrorífico. Jamás había creado algo así. Experimentó cierta preocupación por los horrores oscuros que su mente albergaba.
—Listo —informó Gavriel—. ¿Después de esto veré los frutos del trato que hice?
—Lo acabas de ver. —Tomó el papiro y lo guardó en un tubo renegrido que sacó de su gabardina.
—¿Entonces, eso quiere decir que deberé prepararme para lidiar con la fama y fortuna que caerán sobre mí? —rio complacido.
—Yo de ti me preocuparía cuando él venga a reclamar el pago —dijo maliciosa—. Nos volveremos a ver —se despidió, dejando una estela de niebla y azufre.
La sonrisa de Gavriel se esfumó. Todo en la vida tenía un precio. El suyo era de un valor desconocido.
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