1. El declive de un escritor
Alaridos desesperados se elevaron en la espesura del monte. Contempló horrorizado lo que había quedado de él, viéndose convertido en un rompecabezas humano; en cómo las piedras se tintaron con su sangre. Fue consciente, entre los estertores de la muerte, de su inevitable deceso.
Varios documentos cayeron en el teclado de la portátil, interrumpiendo al escritor en su afanada escritura. Los apartó, fastidiado, mirándolos de reojo, al igual que a la persona que los depositó con visible enfado y que al novelista poco le importó. Debía aprovechar la visión que le llegó de un infeliz muriendo en algún lugar recóndito del mundo. Hace tiempo que no tenía visiones y tomó aquello como buen augurio.
—Más cuentas por pagar —siseó la mujer ante la indiferencia de él—. Las deudas nos están ahogando y tú tan fresco, ¡¿cuándo vas a hacer algo para remediar esta situación ?! —bramó colérica, creyendo que así lo haría reaccionar.
Él alzó la vista y se la quedó mirando con esa expresión que ella detestaba: sombría, diabólica. Unos ojos cetrinos capaces de transmitir calidez y terror por igual. Sintió un frío recorrerle la espina dorsal.
La reacción del aludido fue arrojar los documentos lejos, en un acto de enojo y rechazo a las exigencias de la fémina. Se irguió en pose intimidante.
—Muchas de esas deudas, por no decir todas, son tuyas, Nadia. —Levantó del suelo uno de los estados de cuenta y procedió a enumerar los gastos—: Ciento cincuenta dólares en cremas, yo veo igual tu cara; trescientos en zapatos, ¿no es suficiente con los que tienes ?; ciento ochenta en lencería, ¡y hasta ahora ni una puta tanga me has lucido!
Nadia se removió incómoda. El enojo se esfumó ante esa apabullante contestación. De primera mano conocía que fastidiar a Gavriel no traía consecuencias satisfactorias.
—¿Sabes qué? Me cansé de esta mierda, me cansé de ti. ¡Coge tus trapos y lárgate de mi casa! Suficiente tengo con mis problemas para aguantar tus pendejadas.
La oscura determinación en la voz de Gavriel no dejó posibilidad de solución al conflicto. Eventualmente ella sabía las consecuencias que ocasionarían sus reclamos. Aun así, igual que un condenado a muerte suplica un milagro que no llegará, buscó ganarse de nuevo el favor de su amante.
—Cariño, perdóname, me ofusqué. Esta situación económica me rebasa y hace que actúe sin pensar.
Gavriel dejó hablar, sin interrumpirla como otras veces. En cierta forma le divertía lo que Nadia era capaz de hacer para no verse en la calle y perder los últimos rescoldos de la vida acomodada que aún tenía. Pero cuando él se quedara sin un centavo, para lo cual no faltaba mucho, ella partiría en busca de una nueva víctima a quien drenarle las riquezas, como la sanguijuela que era.
Se recordó así mismo la razón de haber perdurado con ella tantos meses, llegando de inmediato a la conclusión: Nadia era caliente como el infierno. O al menos lo había sido al inicio de la relación. Después siguió con ella por costumbre, un desagradable defecto humano; terminar acostumbrándose a todo aquello que es nocivo para el espíritu, por miedo a quedarse solo o no conseguir algo mejor.
En ambos casos, ninguno se aplicaba a él. Si había permanecido con ella tanto tiempo fue solo por la oscura inspiración que esta le despertaba con sus continuas quejas. Lo incitaba a querer matarla de mil formas posibles, en mil escenarios posibles. Nadia era protagonista de horripilantes muertes en los libros que escribía.
—No me gusta discutir contigo —prosiguió en actitud dócil—. ¿Qué te parece si arreglamos nuestras diferencias de una forma más ... cariñosa?
Y ahí iba de nuevo, la única forma que Nadia conocía de arreglar las cosas. Se sintió asqueado por la propuesta.
—No me apetece acostarme contigo. Ya obtuve lo que quería de ti hace mucho. Si quieres congraciarte conmigo, solo márchate y no vuelvas más —zanjó con crudeza.
Ella lo contempló sorprendida unos segundos, sin creer la negativa, mas la mirada glacial de Gavriel no daba lugar a dudas.
—Eres un maldito bastardo —escupió con desprecio—, un fracasado. Nunca volverás a ser ese autor destacado que un día fuiste. Ya no tienes nada que te recuerde ese mundo de lujos, viajes y firmas —arrojó todo el veneno que pudo, a ver si en algo conseguía herir el ego de Gavriel.
Él respondió con una risa sonora, acto que molestó a Nadia. Al maldito nada le afectaba.
—Es una mala racha, nada más. Algo común en el medio, del cual ningún escritor está exento. Eres tú, Nadia, la que eres nadie —remarcó malicioso—, sin una billetera que te respalde. Dentro de poco tu belleza se marchitará y no tendrás nada con qué venderte. Ahora vete, tengo una novela que escribir y estás entorpeciendo el proceso.
Nadia quiso seguir beligerando, pero la expresión de odio de Gavriel la detuvo. Él no era como los hombres con los que había estado; era un sujeto de cuidado. No le sorprendería que fuera un asesino en sus ratos de ocio, eso explicaría el tipo de literatura que gustaba escribir.
Dio la vuelta sin chistar, minutos después retornó con maleta en mano. Gavriel escribía en la computadora, abstraído, así que no se molestó en despedirse. En su lugar aprovechó el ensimismamiento y se llevó consigo un objeto que consideró de gran valor.
Las horas pasaron desapercibidas para el autor. Ajeno a todo, continuaba sumergido escribiendo la obra que, según él, le devolvería la fama perdida. Si bien llevaba varios éxitos editoriales que le permitieron vivir de la literatura, llegó un punto comenzó a sufrir un estancamiento con los siguientes manuscritos, y por más que le daba la vuelta no comprendía el motivo para tal rechazo entre los lectores, si hasta podría asegurar que había escrito libros de mejor calidad que su primer gran éxito.
Curiosamente la influencia que ejercía en su público lector se mantenía, cualquier cosa que publicaba en sus redes sociales era celebrado por sus seguidores. Miles de comentarios, reacciones y repost, eran la tónica diaria, siempre que las publicaciones no estuvieran ligadas a la literatura, claro está. Cuando no era así, obtenía un descenso dramático de interacciones como respuesta.
Para sus seguidores, las estupideces que publicaba tenían más valor que aquellas que transmitían elocuencia.
El móvil sonó, Gavriel maldijo. Creyó que lo había puesto en silencio. Identificó el nombre en la pantalla y la expresión se suavizó.
—¿Qué noticias me tienes, petiso? —preguntó esperanzado.
—Malas ... —soltó sin rodeos—, el último manuscrito que enviaste fue rechazado, lo lamento. No conseguí que mi jefe cambiara de parecer.
—No me salgas con eso. Tú eres influyente con tu jefe, busca otro modo de convencerlo...
—Lo siento, Gavriel —lo cortó—. Es definitivo. Estás fuera.
La llamada culminó. En el ambiente se cernió un silencio abrasador, oprimiendo el pecho, fragmentando sueños.
Pasaron unos breves minutos hasta que reaccionó. Se levantó de la silla, colérico. Las palabras que no pudo decirle a su editor se las diría en persona.
Agarró las llaves del auto y se dirigió a la editorial. Cuando llegó, atravesó la puerta principal hecho una tromba de furia. Dobló a la izquierda y entró sin anunciarse en la oficina del editor.
—¡Le hice ganar a esta editorial más que ningún otro autor y a pesar de ello me desechan como a una basura! —escupió enardecido.
—Cálmate, Gavriel — pidió el editor, cauteloso—. La editorial ha invertido demasiado dinero en ti. Mi jefe se niega a renovarte el contrato, aduciendo que ya no eres un buen negocio.
—¡¿Qué ya no soy un buen negocio?! —El rostro de Gavriel adquirió una tonalidad carmín—. Yo he hecho prácticamente todo el trabajo editorial y he colaborado en muchos otros proyectos. Nunca han tenido que corregir un libro mío. Les he dado a ganar mucho dinero, y lo sabes, ¿y ahora que estoy en la inmunda me abandonan?
—¡Entiende que esto es un negocio! No te lo tomes personal. Puedes dedicarte a hacer correcciones, si quieres. Precisamente estamos requiriendo un corrector, y tú eres muy bueno. Es lo que puedo ofrecerte, dada tu situación.
—¿Correcciones? ¡No me jodas, Marcelo! —Golpeó la mesa con fuerza—. Quiero vivir de mis escritos, no de corregir textos a otros.
—¡Qué mierda quieres entonces! —Arremetió Marcelo, perdiendo la compostura—. ¡Te estoy dando una solución, carajo! Tus libros no se venden, se amontonan en las estanterías. Las librerías nos los devuelven —apuntó a una esquina donde estaban varios cartones con libros del autor.
En las cajas marcaba una palabra que fue una cuchillada: "Devolución".
Los nudillos de Gavriel se tornaron blancos de la rabia e indignación. Pateó las cajas, arrancó hojas de los libros, los cuales un día les dedicó horas de escritura y noches sin dormir. Lo rompió todo. La ira lo superó.
Marcelo observó la escena, sobresaltado. Conocía el mal humor de Gavriel, pero era la primera vez que lo veía en ese estado. Tenía todo el aspecto de un loco. Se refugió tras su escritorio, trinchera que esperaba lo mantuviera a salvo de la bestia humana que tenía en su oficina. Y considerando su baja estatura y escaso conocimiento en defensa personal, posiblemente lo derribaría en el primer envite.
Para suerte de Marcelo, que ya veía un panorama gris en su destino, llegaron trabajadores de la editorial, alertados por el escándalo. A pesar de que Gavriel opuso resistencia, consiguieron doblegarlo.
—¡Largo de aquí! —exigió Marcelo al ver el peligro esfumarse—. Si es que te quedaba alguna chance, la jodiste con lo que acabas de hacer.
—¡Cuando vuelva a estar en la cima, se van a arrepentir! —gritó Gavriel, mientras era arrastrado fuera de la oficina y de la empresa.
Desde la calle profirió otro tanto de maldiciones. Subió al vehículo y, a la vez que lo encendía, juró con intensidad hacer lo que fuera para recuperar la gloria perdida.
Las palabras susurradas por el autor, hallaron oídos. Una entidad desconocida esbozó una sonrisa maligna ante el advenimiento de un pacto.
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