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CAPÍTULO 56

Fabio ya ha hecho las maletas para que nos vayamos mañana a otro país. Ha estado tan enzarzado en su tarea que apenas le he visto el pelo. Su cara está hecha un cuadro: tiene el labio partido, un ojo morado y varios cardenales en distintas partes de su cuerpo. La paliza de Damiano fue bastante brutal. Lástima que los vecinos llamaran a la policía y Alessandra me metiera dentro de la casa.

De ella no sé mucho más, ayer no se pasó por aquí. Creo que Fabio la llamó ayer, pero ella no respondió. ¿Quizá sepa definitivamente que su hija está muerta? Espero que sea así. Se lo conté porque aún guardo un ápice de esperanza de que haya algo de bondad dentro de ella y me ayude a destrozar a Fabio, pero no solo por mí, también por su hija que apenas había podido ni aprender a caminar.

Fabio entra a la cocina y veo cómo su rostro se pone serio al percatarse de que el plato de mi desayuno está sin tocar, no he comido nada. Pero enseguida le sale una sonrisa cuando rodea la encimera y se agacha para hablarle a mi vientre.

— Hijo mío, ¿cómo estás? — posa su mano en mi tripa y arqueo la espalda — ¿Muerto de hambre, verdad? — me mira a mí — Es que parece que mamá quiere matarte. Pero, tranquilo, pequeño, yo lo soluciono.

Fabio da un golpe en la mesa que me hace contener un grito y me obliga a comer mientras me acusa de no estar cuidando de su bebé. Esto es el colmo.

Él me viste con un vestido largo color magenta y me habla de que ya ha pensado en nuestra vida en Reikiavik. Comprará una pequeña casa a las afueras y buscará un trabajo para mantenernos a mí y al niño porque no quiere que yo trabaje, lo cual no me sorprende viviendo de un hombre como él.

— Me gustaría que nuestro hijo se llamara Fabio.

— ¿Sabes que puede ser una niña?

Sus ojos se oscurecen y yo me encojo.

— De ser así, nos deshaceremos de ella e intentaremos buscar un niño — zanja — Entonces, ¿te gusta el nombre que he dicho para el bebé, no?

— Lo que quieras.

Es mejor no llevarle la contraria.

Después me coge de la mano y me lleva hasta el salón. Allí pone una película romántica y la vemos abrazados. Todo súper empalagoso. Me molesta hasta su aroma. Él tiene las manos sobre mi vientre en todo momento. Como si se fuera a escapar el niño de mí.

Una vez termina la película a la que no he prestado nada de atención, él me lleva a la habitación y cierra la puerta.

— Desnúdate — me dice exigente.

Yo trago grueso. Hace mucho que no ha intentado sobrepasarse conmigo en el terreno sexual.

Me quito el vestido, con la ingenua idea de que con eso bastará, pero por su cara sé que quiere más. Me deshago de mi ropa interior y bajo la mirada con vergüenza y miedo. Él se acerca a mi con pasos lentos, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo y me sube la barbilla.

— Ahora desnúdame — me pide con una sonrisa.

Ante mi indecisión, él me coge del brazo y siento que me lo podría partir en cualquier momento, así que cojo el dobladillo de su camiseta y se la quito por la cabeza (la cual me gustaría quitarle de cuajo). Siguen sus pantalones y miro hacia arriba cuando bajo sus boxers. En un movimiento decidido, él me empuja los hombros y caigo de rodillas frente él.

— Chúpamela — esta vez suena autoritario.

Yo cierro los ojos y niego con la cabeza. Él presiona su punta contra mis secos labios y me aparto. Acabo de sacar a su bestia interior de la cueva. Él me agarra del pelo y me tira a la cama. Él se coloca a mi lado y yo jadeo por el dolor en mi cuero cabelludo.

— Escucha, ya me estoy hartando de tu comportamiento de niñata — maldice seguidamente — Si te digo que me la chupes, lo haces. Eres mía y me debes satisfacer sexualmente.

Dios mío, ¿en qué siglo vive?

— Llevas a mi hijo dentro de ti, así que por él no te haré daño.

Vaya, parece que hasta espera que le dé las gracias por eso.

Se inclina hasta mi vientre y lo llena de besos mientras le hace promesas al niño. Me pregunto si en verdad le estará escuchando el bebé.

Probablemente se esté tapando los oídos ahora mismo.

Fabio lame y toca mi cuerpo cuidadosamente. Yo solo estoy rígida como una tabla esperando que termine pronto. Él es tan... bipolar.

Cuando termina, yo solo me giro y me tapo con la sábana. Él se queda en la cama un rato más. No veo la hora de que se vaya para poder llorar tranquilamente. Hacerlo delante de él solo sería mostrarme débil.

— Amalia — pega su caliente torso a mi espalda — Lo siento por haberte hecho daño tantas veces, de verdad. Es que a mí nunca me ha querido nadie. Por eso yo no sabía amarte, pero ahora sí sé. Estoy completamente enamorado de ti.

A veces prefiero que esté callado a que hable.

— Nunca pensé que me enamoraría de ti porque físicamente eres muy del montón, pero lo hice. Tu personalidad me conquistó, nena. Y además del amor de mi vida, también vas a ser la madre de mi hijo. No sabes lo feliz que estoy.

Él me da besos por el cuello.

— ¿Tú también estás enamorada de mí, cierto?

— Lamento confesarte que el síndrome de Estocolmo no ha llamado a mi puerta.

Él se ríe.

— Adoro tu sentido del humor — me abraza.

¿Por qué actúa como si fuéramos novios? Casi prefiero que esté modo loco a modo empalagoso.

— Dime que me quieres, Amalia.

Yo solo tomo una profunda respiración y me imagino que es Damiano.

— Te quiero.

— Sabía que sí — me da un beso en los labios — Estaba claro por la forma en la que me miras.

¿De qué habla? Si le miro con asco.

Acaricia mi vientre y me dice al oído que cuando nazca el niño no me va a faltar de nada. Me promete que nos casaremos y que será un buen padre para el bebé, que le comprara todo lo que quiera y le enseñará a convertirse en un hombre.

Yo me quedo dormida mientras él aún sigue contándome una película sobre la vida que vamos a tener juntos. Me aburre muchísimo lo repetitivo que es.

Me despierta poco después el rayo de luz que entra al cuarto cuando alguien abre la puerta. Fabio me tiene abrazada muy fuerte. Ni dormido me va a dejar escapar.

Alessandra entra en el cuarto de forma sigilosa, con incertidumbre. Me llama la atención su estado, lleva el pelo recogido en una coleta baja y un chándal gris que da pena solo de mirarlo. Tiene los ojos hinchados como si hubiera estado llorando durante horas. Es raro verla así, con lo arreglada y egocéntrica que ella suele ir por la vida.

Rodea la cama y va por el lado de Fabio. Yo ladeo la cabeza para seguirla con mis ojos. Me pilla enseguida mirándola y solo se lleva un deda los labios, indicándome que mantenga la boca cerrada. De detrás de ella veo cómo saca un cuchillo que he visto un montón de veces muerto de risa en la cocina. Flexiona las rodillas e inclina su tronco para acercar el cuchillo lentamente al cuello de Fabio. Mi respiración casi se detiene mientras la hoja del cuchillo va hacia la piel de Fabio. No veo el momento en que el acero toque su cuello. Alessandra parece que aún tiene dudas en lo que está haciendo, no va con decisión. Probablemente esta idea de matar a Fabio se le haya ocurrido en un impulso y ahora se esté dando cuenta de que se ha precipitado.

En lo más profundo de mí, deseo que lo haga. Si lo hace, podría salvarme. Eso si a ella no se le ocurre matarme a mí también. Su rostro está pálido y la mano que sostiene el cuchillo le empieza a temblar.

Cuando pienso que está a punto de hacerlo, susurra algo muy bajito, se da la vuelta y sale del cuarto. Todo se queda sumido en un silencio muy incómodo. Fabio sigue durmiendo plácidamente, como si nadie hubiera estado a punto de rajarle el cuello.

Abajo se escuchan cristales rompiéndose, como si Alessandra hubiera perdido el norte y lo estuviera destrozando todo. El ruido interrumpe el sueño de Fabio, quien se levanta con cara de pocos amigos y se viste para ver lo que pasa. Yo también me visto y salgo al pasillo para poder escuchar.

— ¿Te has vuelto loca? ¿Qué mierda te crees que haces?

Fabio le grita eso varias veces, pero ella no hace caso y sigue tirando cosas.

— ¡Ya está bien! — Alessandra jadea como si la estuviera agarrando — Las malditas mujeres no servís para nada.

Ellos discuten. Pero es una discusión tonta. ¿Es que Alessandra no va a decirle nada de la niña? ¿A qué viene su comportamiento si no es por eso?

De repente, se escucha el sonido de un beso. Típico de ellos lo de pelearse y luego reconciliarse con sexo incluido.

— Salgamos fuera, ¿sí? — le propone Alessandra con voz seductora.

— Aquí estamos bien — le responde Fabio.

— Por favor, me apetece tomar el aire.

Me asomo un poco y los veo abrazados y besándose.

— Está bien — accede él al fin.

Ambos salen de la casa por la puerta trasera. Yo bajo seguidamente y me tropiezo con la mesa que estaba tirada en el suelo. Llevo cuidado con los cristales rotos y voy a revisar las puertas, las cuales están todas cerradas con llave.

Maldita sea.

Oigo un grito femenino que juraría que ha venido directamente de la garganta de Alessandra. ¿Qué le estará haciendo Fabio? Yo empiezo a golpear los cristales de las ventanas para llamar la atención de alguien, quien quiera que esté ahí fuera. Puede que esta sea mi última oportunidad para escapar, así que debo aprovecharla.

Durante quince minutos, hago ruido y grito por auxilio, pero no tengo éxito. Pasada media hora empiezo a preguntarme qué estarán haciendo esos dos tarados ahí fuera. Voy al cuarto de Fabio y me quedo ojiplática con mi hallazgo. Tiene fotos mías colgadas en la pared, pero mi sorpresa es que no son recientes. Muchas son de hace meses. Es como si llevara muchísimo tiempo vigilándome, siguiendo mis pasos de cerca.

Ahora más que nunca debo hallar el modo de salir.

Rebusco entre los cajones y tiro lejos de mí su ropa interior. En el fondo de uno tiene un sobre con dinero en efectivo. Levanto el colchón por si acaso hay algo debajo y encuentro una de las bragas que he utilizado en las últimas semanas cubiertas de semen seco. Se me revuelve el estómago y sigo mirando por las mesitas, que están vacías.

Pero es en el armario donde encuentro un teléfono que tengo que conectar al enchufe para que se encienda. Cuando creo que todo va hacia la luz, me topo con el obstáculo de que el teléfono necesita que se introduzca la contraseña para funcionar. ¿Y ahora qué?

Escribo su nombre en el primer intento, pero fallo. En el segundo intento escribo Reikiavik, que es el lugar al que Fabio quiere que me vaya con él. De nuevo, la contraseña es incorrecta. Solo tenía tres intentos y ya he gastado dos. Si el último no es, entonces el móvil se bloqueará y no funcionará.

Vamos, Amalia, piensa.

Tiene que haber algo que sea significante para Fabio. ¿Quizá una fecha? ¿Pero cuál? No sé cuándo es su cumpleaños ni nada importante para él. Entonces, me arriesgo a escribir una palabra de seis letras que acaba dándome acceso al aparato.

— Amalia — pronuncio la contraseña en voz alta.

En la galería hay cientos de fotos mías. En muchas estoy durmiendo y son recientes. Qué enfermo.

Llamo a Damiano y casi rompo a llorar cuando escucho su voz.

— Damiano, tienes que venir a por mí — le ruego.

— ¿Estás bien?

— Sí, sí. Pero ven ya.

— ¿Dónde está el puto Fabio? — me pregunta.

Oigo el sonido de la puerta de su coche y el motor arrancando.

— No sé.

— ¿Cómo que no sabes?

— Estoy sola ahora.

— Vale, enseguida estaré allí. No te muevas.

Damiano cuelga y yo llamo a la policía. Se necesitan refuerzos aquí. Ya ha pasado más de una hora desde que Fabio y Alessandra se fueron.

El primero en llegar es Damiano. Me dice desde fuera que me aparte de la puerta y la acaba echando abajo. Yo me lanzo encima de Damiano en cuanto lo veo y él me mira preocupado. Creo que tengo muy mal aspecto.

— Ya pasó, ¿sí? — me dice — Ya no te volveré a dejar sola.

Yo me dejo llevar por las emociones y lloro entre los brazos de Damiano. Se siente irreal que por fin estemos juntos.

La policía viene en cinco minutos y revisan la casa y una patrulla va a buscar a Fabio y a Alessandra. Damiano me acompaña a la comisaría, donde tengo que denunciar a Fabio por todo lo que me ha hecho. Según los policías, lo más probable es que vaya a la cárcel. Aunque todavía tiene que aparecer.

Cuando terminamos, me monto en el coche de Damiano y nos miramos el uno al otro unos segundos antes de abalanzarnos y besarnos. Se siente como nuestro primer beso.

— Pensaba que te había perdido para siempre — Damiano llora.

Nunca lo había visto así de afligido.

Nos volvemos a besar de nuevo y yo le agarro la mano a Damiano para pedirle lo que llevo tanto tiempo soñando.

— Llévame a casa, Damiano.

~~~~

Hay algo peludo restregándose contra mi brazo. Yo me despierto agitado después de haber tenido una pesadilla en la que Fabio era el protagonista. Bidet me mira y coloca su pata sobre mi brazo.

Estoy en mi casa. En mi cama. Con mi gato.

Lloro solo de la sensación de bienestar de estar segura aquí. Abrazo a Bidet con todo mi ser puesto en ello y después la dejo en la cama otra vez. Es aún temprano.

Damiano y yo volvimos muy tarde a casa y cuando estuvimos aquí lo único que hicimos fue llorar, abrazarnos y besarnos. Estuve a punto de decirle lo del bebé, pero no sé cómo se lo hubiera tomado.

Aún no sé de quién es mi hijo.

Tengo que salir de dudas.

Damiano entra a la habitación y se sienta conmigo. Tiene unas ojeras negras debajo de los ojos que no me gustan nada. Habrá estado tan preocupado por mí que no habrá dormido. Yo busco sus labios y lo beso. Mi mano viaja por sus pectorales sin que me dé cuenta. Cuando siento la suya en mi vientre doy un respingo.

— Lo siento, lo siento. Tú me estabas tocando y yo he pensado que tú querías que...

— No, no te disculpes. En verdad sí que me apetece que me toques.

Solo me he asustado porque estoy embarazada y Damiano me estaba tocando la tripa sin saberlo.

— ¿Se sabe algo de Fabio y Alessandra?

Damiano aprieta la mandíbula.

— No, la policía no ha llamado, así que supongo que aún no los han encontrado.

Se me hace un nudo en el estómago solo de pensar que quizá Fabio esté por ahí pensando en volver a por mí. Pero ahora estoy con Damiano.

Aunque bueno, quien dice Damiano dice mi guardaespaldas. Me he levantado para hacer pis y me ha seguido. Y he bajado a desayunar e igual.

— Cariño, no tienes por qué ir pegado a mí como un tatuaje — bromeo yo.

— No voy a separarme de ti.

— Pues ahora después había pensado ir al médico.

— ¿Por qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha hecho ese bastardo? ¿Te ha hecho daño, no? ¿Te encuentras mal? ¿Dónde te duele?

Le cojo la cara a Damiano y niego con la cabeza. Él está a punto de entrar en un colapso.

— No pasa nada. Pero aún así quiero ir.

— Iré contigo.

— No — él me mira con las cejas arqueadas — O sea, que me puedes llevar y eso, pero no tienes por qué entrar conmigo.

Le dedico una pequeña sonrisa y lo beso.

Sé que Damiano no es tonto, sabe que oculto algo. En realidad quiero ir a ver a la matrona para hablar del embarazo.

Desayuno como un oso, acabando con toda la comida del frigorífico y dejando a Damiano con la boca abierta. Hace como un siglo que no como comida tan decente.

— Oye, Amalia, ¿quieres hablar de algo?

— Me apetece bizcocho.

— Después te compraré — me responde — Pero yo me refería a hablar de lo que ha pasado durante estas semanas.

— Oh, ah...

Miro a Damiano y me quedo en blanco. No me siento preparada para hablarle sobre el infierno que he pasado. De hecho, yo ni siquiera quiero pensar en ello.

— Si no quieres hablar, está bien. Pero si quieres hacerlo en algún momento, yo estoy aquí.

Asiento.

Es bueno saber que tengo un apoyo tan grande como Damiano. Eso me hace sentir comprendida y arropada en cierto modo.

Un rato después nos montamos en su coche. Yo por fin voy a salir con ropa mía y no con esos vestidos horteras que parecían sacados de la basura por Fabio.

De repente recuerdo algo muy importante.

— Damiano, me apetece helado.

— ¿Te apetece ya?

Asiento con la cabeza y Damiano me lleva a una heladería en la que tienen más de cincuenta sabores de helado. A Damiano no le apetece, pero se sienta conmigo mientras yo me como cuatro tarrinas.

— ¿Acaso él no te daba de comer? — me pregunta Damiano mirándome engullir.

Yo me encojo de hombros.

— A veces, aunque me daba poco y casi siempre la comida estaba mala.

Damiano aprieta su puño encima de la mesa y yo pongo mi mano encima.

— Amor, ya ha pasado.

— ¿Y si vuelve? — Damiano dice con una preocupación sobrecogedora — A ese mierdecilla se le cayó una tuerca de la cabeza cuando era pequeño y nunca se la volvieron a arroscar.

— Tranquilo, Damiano.

La chica de la heladería se nos acerca y le habla a Damiano, como si yo no existiera.

— ¿Quieres algo, guapo?

— Ya me lo has preguntado cuatro veces — le dice Damiano un poco molesto — Así que por cuarta vez, no quiero nada.

— ¿Seguro?

La morena lo mira con una sonrisa tonta. ¿Cuándo piensa dejar de tontear con mi marido? Ya se ha acercado cuatro veces solo para hablar con él.

Me termino el helado y salgo con Damiano, quien me rodea por la cintura. Yo le bajo un poco la mano para que la tenga en mi trasero y giro la cabeza para ver a la joven de la heladería mirándome con envidia.

Damiano me deja en el hospital y consigo que se quede esperándome en el coche. Yo voy a encontrar a la matrona y estoy aquí dentro durante un buen rato. Al final mi charla con la matrona es corta y directa. Ahora ya sé quién es el padre del bebé.

Cuando bajo, Damiano me da un beso y me pregunta si todo está bien, a lo que yo simplemente asiento. Vamos al supermercado a por comida para repoblar nuestro frigorífico y como estoy tan callada, Damiano se preocupa. Me compra todo lo que le pido, sin ponerle pegas a nada. Se gasta casi trescientos euros por saciar mis antojos.

Una vez en casa, mientras Damiano prepara unos espaguetis con almejas para comer yo me como medio bote de crema de cacao. No sé cómo le voy a decir lo del niño, estoy de los nervios. ¿Cómo va a reaccionar a tal noticia?

— Mira, Amalia, prueba — Damiano me acerca un plato de espaguetis.

Enrolla unos cuantos en el tenedor e intenta metérmelo en la boca, entonces me congelo recordando cómo Fabio me daba así justamente de comer.

Damiano parece entender que algo va mal y se detiene, dejando el plato en la encimera. Me abraza y yo sin querer le mancho la camiseta con la crema de cacao.

— Oh, lo siento, Damiano, tu camiseta...

— ¿Crees que me importa la puta camiseta justo ahora? — ni mira la mancha.

Me acaricia el cabello y me quedo en silencio. Damiano con una mano prepara la mesa y con otra coge la mía, moviéndome con él. Ha comprado un vino y lo acaba de abrir. Él se sirve una copa y a mí me ofrece una.

— No quiero.

— ¿No te gusta? — alza una ceja.

— Sí, pero es que no puedo tomar.

A ver si pilla la indirecta.

— ¿Te lo ha dicho el médico?

— Más o menos.

Él bebé un poco del líquido rojo y no le da mayor importancia a lo que le he dicho sobre el vino.

— Oye, te tengo que decir algo — le cojo del brazo.

Él hace un gesto para que hable.

— Damiano, es que yo...

Es ahora o nunca.

— Estoy esperando un hijo y...

Damiano me suelta y retrocede varios pasos. No entiendo muy bien a qué viene esto, pero por su siguiente intervención lo tengo claro.

— ¿Es del puto Fabio, no?

Escupe las palabras con dolor. La copa se le cae de la mano y el líquido rojo parece sangre, como si acabara de desangrarse ahí alguien.

— Damiano, es que...

— No, no, yo...

Le falta el aire. Sale escopetado hacia la parte trasera de la casa.

— Hay que deshacerse de esa cosa — habla con asco.

Desaparece de mi vista y es entonces cuando me muevo.

— ¡Es tu bebé, Damiano! — corro para alcanzarlo — ¡Es tu bebé!

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