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CAPÍTULO 41

Me despierto con los párpados pesados. Me enjuago los ojos y enfoco mi vista. Estoy en una habitación que no conozco. Me entra el pánico de repente y empiezo a sudar. ¿Dónde demonios estoy?

Entonces los recuerdos de anoche vienen a mi cabeza y respiro aliviada. Damiano estuvo conduciendo hasta que me quedé dormida y supongo que ha sido él quien me ha traído a esta casa. Sonrío como estúpida al recordar que me preguntó si quería ser su mujer y yo le dije que sí. Aunque después de eso ya no hablamos más.

La puerta se abre y aparece Damiano sin camiseta con una bandeja. Se arrodilla a mi lado y sin decir nada me pone la bandeja encima. Me llega un rico olor a tortitas con caramelo. Me ha preparado unas cuantas, un zumo de naranja, unas magdalenas y un tazón con fruta troceada. Mi estómago ruge.

También me fijo que en un lado de la bandeja hay una rosa fresca. Damiano me mira con expectación, como si estuviera esperando a que pase algo. Noto un pequeño destello desde el corazón de la rosa y veo que hay algo brillante dentro. Damiano se relame los labios y no pierde detalle de mis movimientos. Yo introduzco los dedos en el interior suave de la rosa y saco un anillo.

Me quedo sin aliento. No es un anillo cualquiera...¡es un anillo de compromiso! Lleva un enorme diamante que le tiene que haber costado una fortuna.

— ¿Quieres casarte conmigo, Amalia?

Yo intercambio la mirada entre Damiano y el anillo, incapaz de creer que este momento esté realmente sucediendo. Pero está pasando.

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Se lo repito hasta la saciedad. Estoy segura de mi respuesta. Damiano me coloca el anillo con una sonrisa que no le había visto nunca. Yo alejo la bandeja y me tiro al cuello de Damiano. Ambos nos caemos al suelo entre risas y yo reparto besos por toda su cara. Un par de lágrimas ruedan por mis mejillas, pero son de pura felicidad.

— Nos casamos esta tarde — me dice Damiano.

Yo abro los ojos como platos.

— ¿Qué? — me aparto para que él pueda levantarse — ¿Y dónde estamos?

— En las afueras de Venecia, cerca de la playa — me explica — Esta casa es de mis padres. Y le he pedido al cura de la zona que nos case, pero resulta que tiene que ser hoy sí o sí.

— Entonces, ¿esta noche vas a ser mi marido?

— Ya sé que suena excitante.

Damiano se ríe.

Yo le doy un golpe en el brazo para que vuelva a ponerse serio y nos sentamos en la cama. Desayuno mientras él me dice cómo ha organizado el día. Él va a comprarse un traje y me va a dar dinero para que yo me compre el vestido y después nos casaremos en la iglesia. Por la noche nos quedaremos en un hotel.

— ¿Para pasar nuestra noche de bodas?

— Sí, amor, sí — me coge las manos — ¿Tienes ganas de nuestra noche de bodas?

— Muchas — confieso.

— Yo también — concuerda — He pensado que podríamos jugar a las cartas toda la noche.

— ¡Damiano!

Él suelta una risa ronca.

— ¿Y qué querías hacer en nuestra noche de bodas?

— Nada, Damiano, nada.

— Venga, dímelo.

Me empieza a hacer cosquillas en los costados y yo chillo, acostándome. Él se tumba encima de mí.

— Dímelo, Amalia, dímelo.

No se rinde y sigue haciéndome cosquillas, hasta que le pido una tregua.

— Quiero esto.

Levanto la rodilla hasta chocar con su entrepierna. A él le tiembla la mandíbula. Me coge las manos y me las pone por encima de la cabeza.

— ¿Cómo lo quieres?

Siento el calor llegar a mis mejillas.

— Ya lo sabes.

— No, no lo sé.

— Dentro de mí, Damiano — le concreto.

Su mirada se oscurece. Él baja su peso sobre mí y noto su erección contra mi vientre. Está enorme.

— Hazme tuya ahora, Damiano.

Estoy bien desesperada y él está aprovechándose de eso. Se acerca a mi oído y me susurra con voz sensual.

— Eso lo haré cuando seas mi mujer.

— No, hazlo ahora.

Forcejeo para que libere mis manos.

— No me tientes.

— Sí lo hago.

Mi respiración se acelera mientras él acerca sus labios a los míos. Me besa con delicadeza y luego me suelta, dejándome con ganas de más, mucho más.

— Será mejor que nos vayamos preparando — pronuncia como un consejo.

Yo hago un puchero y le toco la espalda con el pie, abriendo un poco las piernas.

— No me insistas, Amalia.

Se levanta de la cama como si las sábanas fueran fuego y no pudiera estar ahí ni un minuto más. Sale de la habitación y yo voy detrás de él. La casa es pequeña y tiene un estilo un poco rústico. En la encimera de la cocina hay un fajo de billetes apilados y Damiano se pone a contarlos en voz baja.

— Cincuenta, cien, ciento cincuenta, doscientos...

Yo me pongo a su lado.

— ¿Para qué tanto dinero?

Él mueve una cantidad de billetes hacia mi lado.

— Esto es para que te compres el vestido que quieras. La tienda está dos calles más abajo, cerca de la iglesia.

Hace un montoncito de dinero que reserva para comprarse él su traje. Y luego hace otro más grande que llama mi atención y le pregunto.

— Este dinero es para el padre Matías — menciona el nombre de un sacerdote — He tenido que tener una dura negociación con él para que nos casara y me ha sacado el dinero.

— ¿Y qué piensas de eso?

Me mira con perspicacia.

— Yo creo que el padre Matías trabaja para el diablo y se hizo cura solo para obtener información de Dios y dársela a su verdad amo — se mete el dinero en el bolsillo — Seguro que escucha Judas de Lady Gaga antes de dar misa.

— No, me refería a qué piensas sobre gastarte tanto dinero en nuestra boda.

— Oh, era eso — se ríe entre dientes — Merece la pena gastar dinero en nuestra boda. Solo vamos a tener una.

Coge las llaves y me dice que va a salir a concretar varias cosas de la boda y a comprar algo de comida.

— ¿Necesitas que te traiga algo?

— ¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí?

Él remolonea.

— Quizá un par de días.

— ¿Entonces me podrías traer condo...— sacudo la cabeza — Ósea tampones.

Él frunce el ceño.

— Me preocupa lo salida que estás.

Mira quién fue a hablar, pienso.

— Tú tráeme eso que te he pedido.

Si nos quedamos aquí un par de días, quizá mañana o pasado me venga el periodo y tengo que estar preparada.

Él se va a comprar y yo voy a la tienda de los vestidos. Espero encontrar algo que me guste. Aunque lo de casarnos está siendo tan precipitado, estoy segura de que después no me voy a arrepentir. Y tampoco me importa que no vayamos a tener una ceremonia con invitados, que sea algo íntimo me gusta.

La tienda de vestidos de novia es pequeña y estrecha. Una señora mayor es la dueña y la que me ayuda a decidir finalmente. Me pruebo tres vestidos solamente, los que más me han entrado por los ojos, y me decanto por el segundo: un vestido con cola, una sola manga y una abertura en la pierna izquierda.

Me veo guapa frente al espejo y eso me hace ganar confianza. Miro el anillo de compromiso en mi dedo y le doy un beso al diamante.

Las cosas están saliendo muy bien.

— Se ve divina — me dice la dueña.

Yo le sonrío y seguidamente se lo pago. Es más caro de lo que esperaba, pero con el dinero que me ha prestado Damiano me alcanza de sobra. Voy por la calle con mi vestido más feliz que en toda mi vida. En mi cabeza le voy dando vueltas a los peinados que podría hacerme para mi boda.

Mi boda...¿Qué bien suena, no?

Estoy en una especie de nube en la que todo es dulce y sale bien. Pero yo sé que en la vida real siempre hay fallos. Siempre. Por eso estoy nerviosa. Quiero que hoy salga todo perfecto. ¡Todo! Me acuerdo de mis amigos y pienso que podría escribirles al menos para que sepan de mí, pero a mi móvil se le acabó anoche la batería y se me olvidó coger el cargador.

Y luego también está Matteo. O sea, imagina que tu novia desaparece sin dejar rastro y vuelve después de unos días casada con otro tío. Qué locura. Me da pena Matteo, esto que le estoy haciendo no está bien.

Pero tampoco me voy a amargar por eso que me caso.

Cuando llego a la casa, Damiano ya está aquí y me dice que ya tiene su traje y está todo listo. Me ha traído los tampones y ha comprado comida como para alimentar a un regimiento.

— También te he comprado esto — me entrega una bolsa.

Tiene una sonrisilla pícara que no me transmite buenas intenciones y cuando meto la mano en la bolsa saco varios conjuntos de lencería de encaje.

— Con estos sujetadores se me van a ver los pezones — me quejo yo.

— Si esa es la gracia.

También me ha comprado unos tacones de aguja. En el fondo de la bolsa hay lubricante y un par de preservativos.

— ¿Qué te parece?

— Bueno, me pensaba que serían juguetes sexuales como vibradores o cadenas o algo así — me muerdo el labio inferior bajo su atenta mirada — Así que esto está mejor.

— Los juguetes sexuales los tengo en mi piso, pero he pensado que quizá eso era pedirte demasiado — me dice él.

Abro los ojos exageradamente.

— ¿Por qué nunca los habías utilizado conmigo?

— A ver, cuando te conocí eras muy inocente y eso y no quería asustarte pidiéndote que utilizaremos esos objetos.

— No me habría asustado.

— Créeme que sí.

Yo dejo la bolsa y paso por su lado para ver qué hay para comer.

— ¿Te has enfadado?

No respondo.

Él me abraza por detrás y pega su mejilla a mi espalda.

— No te enfades, por favor. Si quieres que utilicemos esos juguetes, los utilizaremos, aunque créeme que puede que no te gusten. Hay algunos que duelen un poco.

— Bueno, pero yo quiero saber qué le gusta a mi marido.

— Vuelve a decir eso.

— Bueno, pero yo...

— No, lo último.

Él me da la vuelta y nos quedamos mirándonos cara a cara.

— Mi marido.

Sonríe y me pide que vuelva a decirlo otra vez.

— Mi marido, mi marido, mi marido...

Lo repito varias veces. Me sale una sonrisa al ver que él está sonriendo.

— ¿Sabes que podría correrme escuchándote decir eso?

— ¡Damiano!

Le doy un golpe en el pecho. Él suelta una risa ronca.

Rebusco entre las bolsas de comida y saco una tarrina de helado. Encuentro las cucharillas en los cajones. Damiano revolotea echándome una ojeada de vez en cuando. Se me ocurre una pequeña idea. Me meto la cuchara en la boca del revés con un poco de helado y empiezo a metérmela y sacármela de la boca muy despacio. A Damiano se le salen los ojos de las órbitas cuando el helado se derrite en mi boca y comienza a chorrear por mi labio. No me extraña que Damiano esté así de sorprendido, al final el helado es de nata y creo que la escena es bastante insinuante. Se me escapa un gemido y Damiano pierde la paciencia.

— Voy al baño — exclama.

Creo que está intentando ocultar algo en sus pantalones.

— ¿Quieres que te acompañe?

— Vete a la mierda, provocadora.

Yo me río a carcajadas.

Dejo de comer helado y voy a por algo salado. Damiano vuelve unos minutos después.

— No me puedo creer que hayas preferido ir al baño antes que solucionarlo aquí conmigo.

— Ya te he dicho que hasta esta noche no te toco, soy un caballero, así que respétame, por favor.

Pongo los ojos en blanco.

— Y si vuelve a hacer cualquier cosa con ese maldito helado, te juro que no respondo por mis actos.

Yo extiendo la mano para alcanzar la tarrina rápidamente, pero él es más rápido y me la aleja. Yo me fastidio mientras él se pone a comer a mi lado.

Después de comer, yo me levanto del taburete. Él enseguida capta mi movimiento y se coloca detrás de mí para pararme. Me da un par de besos por el hombro y luego me agarra del cuello y me gira un poco la cabeza para que me encuentre con sus húmedos labios. Me masajea un poco el culo antes de darme un azote.

— ¡Ah!

— Perdón, perdón...

— Vuelve a hacerlo.

Damiano se queda paralizado.

— ¿Te ha gustado?

— No lo sé.

Él vuelve a azotarme y noto de nuevo esa sensación de escozor y dolor, pero cuando Damiano masajea la zona golpeada se siente un poco mejor.

— No sabía que a mi mujer le gustaba que le peguen.

Damiano sonríe mientras me vuelve a besar.

Luego me pone la mano en la parte baja la espalda y me inclina sobre la fría encimera. Separa mis piernas y se coloca entre ellas y por un momento pienso que me va a tomar aquí mismo. Agarra la cinturilla de mi pantalón junto con el elástico de mis bragas y lo baja todo hasta mis tobillos. Sus palmas frías tocan mi trasero y luego cuela su mano hasta llegar a mi epicentro.

— Oh, Damiano — gimoteo.

Hacía tanto tiempo que no sentía algo de atención ahí. Primero solo acaricia mis hinchados labios, pero después los separa y empieza a meterme un dedo dentro. La sensación me irrita porque estoy lo suficientemente mojada como para que me lo meta entero de un solo movimiento. Me cojo a los bordes de la encimera mientras Damiano sigue haciendo su trabajo.

Mi centro se abre más cuando Damiano introduce otro dedo de imprevisto y me arranca un gemido. El ritmo cada vez sube más. Dentro y fuera. Fuera y dentro.

Cuando creo que estoy a punto de llegar a ese punto en el que me voy a romper en pedazos, Damiano saca sus dedos y me vuelve a subir los pantalones.

— ¿Qué mierda te crees que haces?

— Te acabo de dar un pequeño spoiler de esta noche — me da unos golpecitos en el trasero — ¿No pensarías que iba a dejarte llegar después de haberme provocado tan descaradamente, verdad?

¡Ajá! Esta ha sido su venganza personal por lo de antes. Yo noto la insatisfacción por todo mi cuerpo, pero no le doy el placer de demostrarlo.

— Ve a cambiarte, nos casamos en una hora.

Asiento con la cabeza.

De repente me acuerdo de Alessandra. Hoy habría sido su boda con Damiano. ¿Cómo estará ella? ¿Qué sentirá?

En fin, ella estaba tan confiada de su amor con Damiano y él me ha acabado eligiendo a mí.

— ¿Irás tú primero, no? — le pregunto a Damiano.

— Yo pensaba que fuéramos los dos juntos a la iglesia.

Yo sacudo la cabeza.

— No, que da mala suerte que el novio vea a la novia antes de la boda.

— ¿Crees en esas tonterías?

Le saco el dedo.

— No son tonterías, Damiano.

Él sigue insistiendo, pero se rinde al ver que no se va a salir con la suya.

— Qué cabezona eres — él masculla.

Le doy un beso en la mejilla y voy a la habitación para empezar a cambiarme.

Tengo que buscarme la vida yo sola con la cremallera del vestido para subirla. Cuando ya voy a ponerme manos a la obra para hacerme un peinado, escucho el tono de llamada de Damiano. Su móvil está en la mesita de noche. Lo cojo sin siquiera mirar quién le llama.

— ¡Damiano, maldito cabrón! ¿Dónde demonios estás?

Reconozco perfectamente la voz.

— Alessandra.

— Tú...— dice con tono de haber empezado a atar cabos — ¿Está contigo, verdad? ¡Maldita puta entrometida!

Ella me insulta y se desahoga. Tiene un gran vocabulario, con un amplio repertorio de insultos de todo tipo. No es hasta unos quince minutos después que empieza a hablar con más calma.

— Te arrepentirás de esto — me dice amenazante — Ojalá te mueras, sucia víbora de los infiernos.

La escucho lloriquear e instantáneamente le cuelgo.

Damiano viene unos minutos después y le entrego el teléfono, abriendo solo un poco la puerta para que no me pueda ver. Él me comunica que ya va a ir hacia la iglesia y que no tarde mucho en llegar.

— ¡Enseguida voy! — le prometo.

Me recojo el pelo en un moño alto y voy al baño a ver si hay un poco de maquillaje. Para mi suerte sí lo hay. Supongo que será de la madre de Damiano, ya que esta casa es de sus padres.

Echo un vistazo al resto de habitaciones. Una tiene una cama de matrimonio y la otra dos camas individuales. Mi atención es atraída hacia los marcos de la pared. Hay varias fotos en las que aparece un chico moreno y alto vistiendo en su mayoría camisas. Tardo en darme cuenta de que es Damiano.

¿Cómo puede haber cambiado tanto desde que era adolescente?

En una de las fotos sale con un equipo de baloncesto y en otra jugando al fútbol.

— Mierda — maldigo al ver la hora.

La boda empieza en cinco minutos y aún tengo que llegar a la iglesia. Esta zona de Venecia parecía casi desierta cuando he salido antes a comprar el vestido.

Salgo de la casa y me sujeto la cola del vestido para que no vaya arrastrando. Noto una sombra detrás de mí, pero cuando me giro no hay nadie. Veo una bandada de palomas encapotando el cielo y echo a andar rápido. Solo me faltaba que me caguen encima.

De pronto oigo unos pasos detrás de mí y me doy la vuelta. No hay nadie.

Respira, Amalia, solo son los nervios de la boda.

Camino todo lo rápido que mis tacones me permiten.

Y, entonces, sucede.

Alguien me empuja por detrás y yo caigo al suelo, en mitad de la calzada. Mi mejilla toca el asfalto y doy un grito de dolor cuando intento moverme. Oigo unos pasos acelerados, como si alguien estuviera corriendo.

El sonido del motor de un coche se hace presente. Un automóvil viene directo hacia mí, a toda velocidad. Yo doy un grito de dolor al notar que una de mis piernas no responde. Quizá esté rota.

Cuanto más cerca escucho el motor, más fuerte late mi corazón.

— ¡Amalia!

Miro hacia la calle y no muy lejos está Damiano. Empiezo a llorar por la impotencia de no poder levantarme. Él viene corriendo calle abajo a por mí. En ese momento el coche pasa al carril contrario.

— ¡Damiano! ¡Para!

Intento levantarme y clavo mis manos en el asfalto rugoso y caliente.

— ¡Para! — vuelvo a gritar.

Damiano llega a la calzada y el coche va aún más rápido, cada vez más cerca de Damiano.

— ¡Muévete!

En ese momento me clavo una piedra puntiaguda en la palma de la mano y mi espalda cae hacia atrás.

— ¡Damiano!

Es lo último que grito antes de que mi cabeza impacte contra el suelo y caigo en los brazos de la amarga oscuridad, únicamente deseando que a Damiano no le pase nada.

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