Capítulo XIX: "Realidad"
Puedo asegurar con el poco respaldo que me ofrece mi memoria, esa que se encarga de desechar mis recuerdos como una máquina trituradora de papel que, el día que me llevaron a la comisaria para interrogarme, ya no recordaba nada. En el juicio el abogado sustento que no estaba acta para declarar, no me aparecí en el estrado ni un solo día y eso enfureció a todos, en especial a su madre. Fui acusada por perpetrar un delito culposo cuando claramente no fui la causante del accidente, ni siquiera yo sé lo que pasaba por mi mente ese día y aun así me lo preguntaban a todas horas como si de una anécdota escolar se tratara. No dije nada en relación con Damné, el tiempo se encargó de que se acostumbrara a las llamas del infierno cuando su foto apareció en la primera plana del periódico local. Me declararon inocente a los cuatro meses.
El policía llevaba gafas de sol y tres armas en su cinturón color piel, eso sin tomar a cuenta la navaja y el gas pimienta junto a su cartera. Me miro como si le debiera algo y no necesariamente una explicación de los hechos, luego me quito los grilletes y como si le hubiese preguntado me dio un sermón de lo irresponsables que eran mis padres al dejarme andar a tan altas horas de la noche por la ciudad como si fuera un vagabundo o una prostituta; yo no dije nada por el asco que sentí al escucharlo asegurar que no estaría sentada aquí si fuese su hija o una de sus nietas. << Apenas y dejaste de ser una niña, ¿Cómo es que puedes estar involucrada en un asesinato? >> añadió al darse cuenta de mi sobresalto al notar la sangre fresca en mis manos.
Quería que me consolaran, que me dijeran que todo estaría bien a pesar de que era una vil mentira, quería que me mintieran y quería escuchar que lo volvería a ver. El consuelo que esperaba llego y al mismo tiempo desapareció cuando mi madre entró por la puerta moqueando lágrimas y asiéndole doble nudo a la bata para que esta no se abriera y le hiciera enseñar los senos. Me abrazo pero su contacto no significo nada; el policía con anteojos tiene razón, si ella no me hubiera obligado a salir nada de esto hubiese pasado y tremenda idiota que soy al pensar en lo que pudo haber sido, nunca he aceptado la realidad. La verdad es que pocas veces me negó algo, la hora de llegada solo era un contrato para presumir con las demás madres y hacerse sentir moderna, daba igual la hora y daba igual lo que hiciera mientras no le faltará al respeto y siempre le hablará bonito. No le sorprendió cuando me quede a dormir con Héctor, ni cuando copie en los exámenes de recuperación o la vez que tome dinero de su bolsa porque mis ahorros para cerveza escasearon. No se atrevió a preguntar cuando Isaías le obsequio una plancha de vapor, seguido por unos audífonos y un bocina de 15 pulgadas; yo nunca le acepte nada pero ella lo hizo gustosa. Era una boba que se enorgullecía porque sobrepase la edad en la que ella salió embrazada y porque estudiaría la universidad y tendría un trabajo apestoso del cual me lamentaría todas las mañanas por el resto de mi vida.
Al estar abrazadas me susurra un te amo despacio, de esos que expulsan aire cálido y te estremecen la piel, acepto mis sentimientos y me justifico el culparla. Las intenciones son buenas pero las palabras no eran las correctas, si hubiera sido más como ella. Florecilla colorida que le sonríe al sol como a la mierda. Ella nunca me dijo que se arrepentía de que yo viniera a este mundo, sin embargo, sé que lo hizo cuando se divorció y sé el miedo que le provoca imaginar perderme a mí también, maldito magnetismo que nos hace ligarnos a las personas sin necesitarlas.
No podía ser tan cruel, teniendo en cuenta lo frágil y sentimental que es y cómo las mentiras a estas alturas son aceptables, le aseguró con firmeza que todo estará bien, que ambas lo estaremos.
Minutos después el policía la arrancó de mis brazos como goma de mascar en el zapato. De igual forma el gusto no le duro demasiado porque tuvo que hacer lo mismo con la señora West que apareció con un rosario en mano y con la mirada más perturbadora que le haya visto, misma que no me hizo creer en Dios pero si en el infierno. De un tirón hizo que me levantara de la silla y su bofetada fue tan fuerte que me sangro el labio y pude sentir el castañear de mis dietes como un péndulo. Antes de que mi madre dijera o hiciera cualquier cosa las sacaron a ambas por la fuerza. Me quede sola con el padre y policía excelente.
— ¿Qué sucedió luego? — cuestiona acomodando una de las piezas del rompecabezas que está ligeramente salida.
— Me pregunto lo mismo por más de dos horas. << ¿Por qué razón no fuiste por ayuda? >>.
— Y. ¿Por qué no lo hiciste?.
— Porque él no quería que lo hiciera.
La abuela se la pasaba argumentando que lo más importante sobre todas las cosas era cumplir tus sueños, siempre me lo recordaba antes de que el helado se derritiera en mi mano. También decía que las cortinas son lo más hermoso de una casa y que tenía que elegir las más vistosas y hermosas, aún no he comprado cortinas pero procuraré tenerlo en cuenta cuando lo haga. Hoy más que nunca lamento su muerte, me hubiese gustado que me lo siguiera recordando.
Era menor de edad y aun así me dejaron encerada como si fuera una nueva asesina en serie. Quería ir al hospital, estaba a punto de amanecer pero no había otra cosa en la que pensar que no fuese su rostro pálido, era como si tuviera un chip recargable en la espalda, las piernas y los brazos, cuando creía que toda yo dejaría de temblar otra vez volvía a moverme y ya no podía recostarme en la cama sin que me faltara el aire y mis dedos se empezaban a engarruñar. Cuando me canse de gritar y la tos evito que los gruñidos sustituyeran las majaderías, mis ojos arrojaron agua como una catarata. Algunas veces, en el pasado, sentí desesperación. Ese día fui testigo de que ningún sentimiento se allega a lo podrido que te sientes cuando vez el final frente a una colcha mugrienta con manchas de orines cubriendo un tentador resorte a medio salir.
— ¿Qué hiciste? — cuestiona.
— Nada. Me quede dormida en una esquina llena de pátina.
— ¿Quiénes subieron al coche, Enah?.
— Isaías y yo — respondo dudosa al ver la seriedad de su interrogatorio.
— Otra vez. ¿Quiénes subieron al coche?.
— ¡¿A dónde piensa llegar con esto?!. La loca soy yo. ¿Qué?, ¿acaso ya cambiamos papeles?.
— Quiero decir que, es extraño que Héctor siendo tu novio te dejara sola, tomando en cuenta lo protector que ha sido con tu diagnóstico y según sé, él tenía ciertas sospechas de una relación desleal entre ambos, ¿por qué dejarte ir con Isaías?, ¿Por qué hacerlo cuando sus celos alguna vez lo llevaron a golpear a su mejor amigo?.
— ¡Es una maldita!.
— Disculpa si te ofendí — responde—. Héctor más de una vez asistió a mi consultorio, no sé si lo recuerdas pero me sentía interesada por hablar con las personas más allegadas a tu vida. Ese día tenía los nudillos ensangrentados y los anteojos sin una de sus lentillas. Dijo que los vio de la mano y que Isaías estuvo a punto de besarte.
— No fue así, Héctor malinterpreto las situación — intento pensar y argumentar, pero solo recuerdo a Isaías con su mano en mi mejilla—. Nunca pasó nada, aunque él o yo lo quisiéramos. ¡No pasó nada!. No podía verlo como lo veía a él, no sentía lo mismo que siento por él, no pensé que hubiera diferencia pero las hay.
— ¿Quiénes iban en el coche, Enah?.
— Isaías y yo.
— ¿Quiénes iban en el coche? — insiste.
El agua por la ventilla me hace recordar: — Héctor y yo íbamos juntos. Isaías se quedó con Gabrielle y yo lo acompañe a él a la gasolinera por cables para hacer encender su coche. Nunca estuve con Isaías. ¡Maldita sea, nunca estuve con Isaías en el coche!.
— Bien, lo estás haciendo muy bien. Ahora, ¿qué fue lo que paso en realidad?.
¿Lo había olvidado todo o no quería recordar?. Mi psicólogo una vez mencionó que nuestro cerebro encapsula los recuerdos más traumatizantes para protegernos, algo así como el sistema inmunológico que nos previene de enfermedades; es curioso porque el cerebro hoy no me está protegiendo de absolutamente nada. Aprendí a nadar cuando tenía nueve, en una alberca pública demasiado limpia, con dos árboles y un tobogán de caracol. Mis padres creyeron que olvidaría la danza y me sentiría feliz nadando como una sirena en el mar, en pocas palabras buscaban un entretenimiento menos costoso. Cuando deje de flotar y mis brazos sincronizaron sus movimientos con mis pies, mi madre dejo de observarme en la esquina de la alberca, con el tiempo me aburrió demasiado estar sola en el agua y les pedí que me dejaran de llevar. No volví a nadar de nuevo.
— ¿Están seguros de que el terco soy yo? — arrojando la botella vacía de vino al lago—. Escuchen. Conduciré a la gasolinera y veré si pueden prestarme algunos cables. ¿Me acompañas, Enah?.
— Sí — respondo.
— ¡No! — interrumpe Héctor antes de que pueda subirme al coche—. Quédate tú con Gabrielle y yo iré con Enah a la gasolinera.
— Muy bien. Como digas, amigo.
Nos subimos al coche y él permaneció callado en todo momento, estaba molesto, lo podía sentir. ¿Qué caso tenía cuestionar?, ya sabía la causa de su molestia, nunca decía nada y nunca dijo nada. << Dilo >> lo rete a confesar pero solo colocó ambas manos en el volante. Su silencio se compenso con el mío minutos después.
— Olvídalo, ¿sí? — indica—. Mañana te tengo una sorpresa, te llevaré al acuario a ver las medusas. Pretendo que antes de que inicien las clases en la universidad pasemos el mayor tiempo posible juntos, después nos tendremos que acostumbrar a vernos una vez al mes.
— Gracias, Héctor.
— Si te ven bailar estoy seguro que de que ingresas al conservatorio al instante —comenta—. Eres maravillosa.
— Lo mismo opinión si es que llegan a escucharte cantar — agrego—. Pero no quieres ir al menos que yo no vaya.
— Correcto.
— Estaremos bien, Héctor. Mira que he aguantado el trastorno obsesivo compulsivo que te cargas y en verdad necesito un descanso.
— ¡Oye!, que no es tan malo.
Solía fingir que me ahogaba cada que mi padre me acompañaba a la alberca, él fingía preocupación y entraba a rescatarme; todos lo veían extraño pero era tan divertido para mí como para los otros niños que ni siquiera ponía atención a esas miradas. Los ojos de Héctor se tensaron al sentí el primer golpe, era como ver a un niño asustado cuando giro su cabeza para confirmar que estuviera bien. Cuando llego el segundo golpe ambos sabíamos que no se trataba de un simple accidente y al momento del tercer golpe él se atrevió a preguntar, se trataba de un error que no se podía solucionar hablando.
— ¿Quién es ese idiota?. ¿Qué se cree que el coche es mío?.
— Héctor. Esquívalo.
Pude ver su rostro por el retrovisor, él conocía el coche y me conocía a mí. Me quede en blanco pero Héctor supo al instante lo que iba a pasar, siempre estaba un paso adelante pero, ¿tenía una solución esta vez?. Todo este tiempo pensé que él estaba a mi lado porque era su coche, ahora entiendo porque no quise decirle nada a ese psicólogo, él idiota hacia comparaciones estúpidas.
— Escucha, abre la puerta cuando nos vuelva a golpear y salta — indica Héctor aún con la mirada en la carretera—. Quiero que saltes, por favor. ¡Hazlo!.
— ¿Qué?, ¡no!.
— El maldito infeliz quiere arrojarnos al lago, nos ahogaremos si no saltas.
— ¡No!, no quiero hacerlo.
Paso demasiado rápido, él abrió la ventana mientras yo gritaba e intentaba tomar su mano; caíamos como un pestañeo a medio dormir, lento y sin posibilidades de volver a despertar. Él salió por la ventana pero mi cinturón de seguridad aún seguía puesto, permanecí quieta y era una de las pocas veces en que mi respiración era tranquila, mi pecho subía y bajaba sin importar que el agua ya sobrepasaba mi cintura. En verdad que estaba loca, nadie más en esta situación podía estar en calma. Moriría y esta vez no sería por decisión propia ni por un intento inútil que me haría sentir miserable por días, podría dormir por fin; mi madre no estaría desolada y en mi funeral no tendría que explicar que tomé las suficientes pastillas como para que mis cachetes se inflaran, no tendría que cubrir las marcas del filero, llevaría flores a mi tumba y hablaría de mi con melancolía y no con decepción. Sería su hija quien murió ahogada y no porque decidió suicidarse poniendo en duda ante todos la forma en la que me educó.
Estaba lista para morir pero él regreso y al verlo puede llorar, como decirle que me dejara aquí, como explicar que me sentía feliz con el agua rodeando mi cuello. Tomo las llaves y logro sacarme con dificultad. Nade hasta la orilla pero Héctor no salió a pesar de los gritos que salían de mi boca pronunciando su nombre.
— Deja de gritar o ese loco nos volverá a encontrar — logro articular mientras tosía a la orilla del lago—. Necesito que me ayudes a ponerme en pie.
— ¡Héctor! — tenía frente a mí el motivo principal de cada uno de mis respiros pero aun así quería volver a sentirme atrapada entre el cinturón de seguridad y el agua helada—. ¿Por qué no saliste?, estaba tan asustada.
— Me desmaye y caí hasta el fondo, la presión del auto al caer hizo que me sumergiera hasta el fondo. Hay que buscar ayuda.
— ¿Puedes caminar?.
— No. siento un dolor muy fuerte en mi espalda.
— Voy a revisarte.
Tenía dos vidrios incrustados en su espalda, mis labios temblaron al ver su camisa manchada de sangre, no le dije nada. Caminamos unos cuantos pasos pero su rostro de dolor y las quejas que intentaba disimular hicieron que fingiera una lección en la pierna. Nos quedamos a medio camino a la entrada del bosque.
— Tienes que quedarte aquí, yo iré a pedir ayuda — le indicó— no puedes avanzar más sin que el dolor te haga parar.
— No. no, Enah. Tengo miedo. Quédate aquí.
— No, Héctor. Estas herido.
— Por favor — suplica—. Tengo mucho frío.
— Bien. Pero me quedare solo unos cuantos minutos mientras nos aseguramos que ese loco ya está lejos de aquí.
No quiso que me quitará nada y conforme avanzaban las horas la noche se volvía más fría y sus labios se agrietaban, le sugerí pedir ayuda tres veces más pero su respuesta era la misma. Tenía miedo de quedarse solo, ¿cómo podía dejarlo ahí?, ¿con que fuerzas podía irme?. Intente varias veces encender el celular y pulsaba el botón a pesar de que ya no tenía esperanzas de que encendiera. Estaba sentada a su lado mientras él se encontraba recostado de lado, seguía mojado y podía escuchar sus dientes rechinar. No sabía la gravedad de mi error hasta que lo escuché hablar.
— Enah, tengo mucho frío.
— Por favor, déjame ir por ayuda.
— No, no volverás a tiempo.
— ¿Qué estás diciendo?, puedo ir y cruzar el puente. Ya no han pasado coches, Héctor. Déjame ir.
Entonces entendí que para morir no solo debes dejar de respirar...
— Padre nuestro que estas en los cielos, abraza mi alma y aléjala del infierno. Perdona mis pecados y hazme merecedor de la vida eterna y la apreciación del mundo futuro. Amen.
— ¡Héctor!, ¡Héctor!, por favor. Responde, ¡Héctor!.
Lo perdí ese día.
— ¿Qué hiciste?.
— ¿Qué se imagina usted?, corrí por ayuda. Hice lo que debía de haber hecho desde un inicio. Ya no tenía caso, él llego muerto al hospital. No quería quedarse solo y yo solo me fui.
— Fue muy valiente de tu parte.
— Yo lo deje morir.
— No. respetaste su decisión. No sabemos, quizá el resultado hubiese sido el mismo.
— Lo hubiera salvado.
— Estuviste con él siempre.
— Y lo perdí.
Hoy era la última vez que terminaba viendo las algas verdosas del lago desde la sima de ese puente.
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