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Capítulo XIII: "Una gran montaña con pequeñas flores"

Héctor se apreció a media noche en bombachos y con un par de botellas de cerveza, de esas que tomaba en los cumpleaños y en compañía de mis padres por su nivel tan escaso de alcohol.

Antes de su llegada ayude a mamá a atornillar la puerta de mi habitación, ella acaricio mi mejilla y se fue a dormir. Estaba cansada, lo notaba en su caminar y en la forma que usaba sus pulgares para acariciarse la frente y evitar quedarse dormida en pie. En cambio, yo me sentía distinta, mi corazón estaba tan tranquilo que casi no escuchaba sus latidos, algo extraño para mi cuerpo que ha tenido que acostumbrarse al bombear acelerado de mis pulsaciones y a mi respiración agitada.

No tenía sueño a pesar de que me sentía tan cansada como ella y el llevar en mi rostro la primera sonrisa real desde hace años no era motivo suficiente, lo más extraño es que no sabía por qué y cómo la felicidad está enamorada de la ignorancia hacer caso omiso resultaba bien. No recordaba nada que no fuera estar sentada en la misma silla frente a la misma mesilla en el consultorio de la doctora Thérese; ese día al entrar la escuché conversar con uno de sus colegas y futuro amante, yo ya estaba a media alfombra cuando él habló sin medir sus palabras o quizás quería que lo escuchara de la manera más inelegante posible << Eso no nos corresponde a nosotros. Involucrarte así puede ser perjudicial para ella. >> no me importo lo que dijo, sabía que la doctora era muy profesional aunque es fácil para ella compadecerse por todo y por todos.

El timbre suena con la misma melodía en piano tipo caja musical. Tonada a favor de mi padre y su gusto por Kadouch.

— ¡Héctor!.

— ¿Te desperté?.

— No estaba dormida aún. ¿Quieres pasar?.

— No. No es correcto. Mejor nos quedamos aquí. — Sentándose en los escalones de ladrillo—. Te vez algo extraña. ¿Por qué?.

— Gracias, ¿siempre has sido tan encantador o solo es cuando tienes alcohol en la sangre? — sentándome a su lado.

— Dejémoslo en que los cumplidos no son lo mío.

Dejo escapar una pequeña risilla y lo veo inclinar la cabeza—. ¿Estás bien, Héctor?.

— Esta mañana recibí un correo electrónico de Melbourne.

— ¡Espera!. Esa universidad está en...

— Australia — me interrumpe—. Me están ofreciendo una beca completa en ciencias.

— Eso está a dieciocho horas de aquí.

— En realidad son veinte.

Sentí como mis mejillas cayeron hasta el suelo.

— ¿Piensas aceptar? — malamente cuestionó lo que es obvio.

— No lo sé — suspira—. Me están ofreciendo una oportunidad única. No ofrecen becas al menos que en verdad les intereses.

— Que ególatra.

— No pienso menospreciar mi intelecto. Si así lo quieres llamar, está bien.

— ¿Qué es lo que tú quieres?.

— Solo quiero verte bien — con su mirar fijo en cada uno de mis pestañeos.

— No lo voy a estar si cada decisión que pienses tomar la tomas pensando en mí.

— ¿Cómo está tu mamá? — retirándose los lentes para masajearse el dorso de la nariz.

Héctor nunca cambia de tema, incluso por más incómodo e intenso que este esté. Siempre lo escogen en la escuela para ser la voz de los debates de economía y política. Que yo recuerde nunca perdió ninguno, tiene argumentos buenos para todo tipo de conversación. Ahora se encontraba en un dilema. Esa parte del camino en la que tienes que escoger a donde ir. La única decisión en la que estás obligado a pensar solo en ti.

— No quieres presentar en esa universidad, ¿verdad?.

— ¡Esta el conservatorio de música y danza! — lo dice con la misma euforia como cuando se da cuenta de que el resultado del problema de álgebra es correcto.

— Estas insinuando, ¿qué exactamente?.

— Esa es la universidad a la que quiero entrar. Estudiar ciencias es algo que no me provoca el más mínimo interés. No me apasiona. Es decir, me gusta pero no es el talento que quiero que el mundo conozca de mí — poniéndose de pie—. Además, tú también puedes ingresar. Está a 40 minutos en coche de aquí.

— Héctor — mis pulmones son presionados por mi pecho con un ardor tajante que me obliga a respirar por la boca—. Tengo mucho que no bailo, la danza implica más que solo querer hacerlo.

— ¡Lo podemos intentar!. Dices que no tome mis decisiones pensando en ti pero lo cierto es que, ninguna decisión será correcta si no estás a mi lado.

— Yo no voy a presentar en esa universidad — intentando controlar con mis manos temblorosas el movimiento de mis piernas.

— ¿Por qué? — preguntando con más decepción que curiosidad.

— Mi papá me va a ingresar a una universidad para estudiar ingeniería en sistemas.

— No hablas en serio, ¿verdad? — encogiendo la comisura de sus labios—. Ni siquiera sabes cómo encender una computadora, Lycaenah. ¿Cómo es que piensas estudiar sistemas?.

— No me faltes al respeto. No soy una retardada.

— El que no asimilaras el sarcasmo hace unos segundos no afirma lo que dices.

— Ya tienes que irte, estas cayéndote de borracho y empiezas a decir incoherencias. — Poniéndome de pie, dispuesta a entrar a la casa.

— No — mirándome con desafío, como si en verdad hubiera algo lo cual desafiar.

— Entonces me voy yo — abriendo la puerta.

— ¡No!. No lo harás — colocando su mano en la puerta, impidiéndome entrar—. Muchas veces te deje ganar este jueguito tuyo, Enah. Pero hoy no. Dime la verdadera razón. ¡¿Qué es lo que planeas hacer?!.

— ¡No planeo hacer nada!. Y sí así fuera a ti no te incumbe lo que haga.

— Entonces. ¿Solo le pondrás fin?. ¿Quieres que me vaya a veinte horas lejos de ti?. Yo no podría soportarlo.

Su repuesta fue tan seca que pude ver como pasaba saliva para humedecer su garganta. Esta era la faceta de Héctor West que solo yo conocía, la que todos podían ver pero solo yo identificaba. Esa otra cara de la moneda que sigo odiando. No sé si Héctor tiene una inteligencia fuera de lo común capaz de descubrir fácilmente las mentiras antes de escucharlas salir por la boca, pero hoy me doy cuenta de las veces que mentí para no dañarlo o para no tener que darle una explicación. Él lo supo todo este tiempo.

— No me iré de aquí hasta escuchar una respuesta honesta — insiste con un sorbo más de cerveza.

— ¡Ya sé lo que harás!. ¡Siempre lo haces!. No necesitas ponerme sobre aviso. — a estas alturas me sentía nadando en agua salada.

— ¡¿Y qué es lo que haré?!.

— ¡Me convencerás de ir descalza por las brasas! y al final, me dejaras a mitad del camino.

— Y es fácil para ti culpar a todos, ¿no?. ¡Sola lo decides!. Decides quedarte a mitad del camino. ¡Es tú decisión!. ¡Santo Dios!, si no has terminado nada, todo lo dejas a medias.

— Perdona si mis esfuerzos no son los mejores ante tus sus ojos perfectos. ¡Hago lo que puedo sola!.

— Acaso se te olvida que lo que ocurrió fue por esa insistencia ridícula de querer resolver todo sola.

— No puedo creer que pienses así. ¡No eres nadie para culparme cuando él ni siquiera confió en ti para decirte lo que ocurría!.

— Entonces, ¿qué fue lo paso? — no respondo y no porque no quiera hacerlo, la verdad es que no lo recuerdo—. ¡ya fue suficiente!. Me canse de esperar a que mejoraras.

— Tienes que irte.

Hace tanto tiempo que no me molesto en saber el nombre del día en el que estoy viviendo. Una mañana de febrero cuando las flores adornaban las aceras con sus exagerados colores me encontraba caminando hacía la escuela, con el cielo sin nubes y el helado de vainilla derritiéndose en mi mano; recuerdo que no pude dormir en dos o tres días, luego dormí todo un día entero. Al llegar a la escuela las puertas estaban cerradas, entonces me di cuenta de que era domingo, ¡había venido a la escuela en domingo!.

Durante los últimos dos meses, seis veces por semana y dos horas al día tenía que ir con la doctora a su consultorio y colocar una pieza en el rompecabezas; su interés por el juego de mesa era tan grande que el día que me dio infección por untarme crema para ojos en las piernas ella llego con el juego en una base de cartón, solo Dios sabe cómo le hizo para pasarlo de la mesilla de herrería a la base sin que todas las piezas cayeran como chinchetas. Ya casi no quedaban piezas azules por acomodar, sugerí cambiar el método de armado y ella asedió gustosa << ¡Es lo maravilloso de la vida!, cambiar de estrategia, equivocarse y volver a intentarlo. Mi razón favorita y la que más me aterroriza de la vida. >> no dije nada y solo agache la cabeza con una sonrisa, no tenía el valor para citar la frase del libro que estaba debajo de la almohada de mi madre y que curiosamente descubrí mientras se duchaba << Lo que llamamos una razón para vivir es también una excelente razón para morir. >>

Pronto me acostumbre a pasar mis tardes en cuatro padres, con galletas de avena y zumo de mango, era divertido la mayoría de la veces. Deje de sentirme en una entrevista de trabajo donde solo hay que responder y hacer ejercicios de respiración demostrando la capacidad que tienes dominando situaciones bajo presión, me sentía segura al platicar con ella y era como si fuese otra persona, alguien completamente renovada y con interés. Por primera vez había esa pequeña llamarada de esperanza que me aseguraba mejorar con su ayuda.

Una de las piezas que coloqué hace poco la dedique al 24 de enero, cuando subí con mis padres a lo más alto de la torre Eiffel, fue maravilloso aunque era de día. También hable de su amor y como se empezó a desvanecer desde que la abuela enfermo; aún no tengo el valor para hablar de su muerte pero estoy segura que lo haré pronto. Ese día al salir y mientras subía al transporte realice una llamada telefónica al apartamento de papá. Respondió su actual esposa y solo la salude por su nombre, es extraño llamarla madrastra cuando solo es mayor que yo unos cuantos años; me invito a comer antes de que se llegara el parto. Su voz era tan melodiosa que se escuchaba como si estuviera recitando poesía, comentó que papá estaba tomando turnos extra en el trabajo y su tono fue tan quebrado que casi pude asegurar que sintió la decepción que me provoco el que él no respondiera la llamada. Me despedí y ella no colgó sin antes recordarme la invitación a comer.

Unos días después llovía a cántaros, tanto que las alcantarillas estaban tapadas y el agua en las calles hacía que cruzar sin que te mojaras las pantorrillas fuera un reto de supervivencia, igual a esos programas de televisión en donde es imposible que cruces todos los obstáculos en tres minutos. La pieza que coloque tenía cuatro orificios y era una combinación de azul con blanco, hable de las salidas que teníamos los cuatro al lago, al cine y a ese parque infantil que estaba abandonado, Isaías les pagaba a los indigentes para comprar vino y Gabrielle llevaba la comida, todos nos sorprendimos cuando preparo lasaña en vez de sus sándwiches de atún, Héctor ponía el transporte y yo los discos. Hoy ya ni siquiera recuerdo como se escuchaban nuestras risas.

Gabrielle e Isaías empezaron a pelear menos desde que inicie mi relación con Héctor, ya se podían mirar sin decirse las enfermedades de trasmisión sexual que creían que cada uno tenía. Me alegraba que se llevaran mejor que hace unos años cuando solo eran gritos y celos innecesarios. Ellos dos avanzaban y Héctor y yo los saludábamos desde la parte de atrás. Entonces, terminamos, le dimos fin a nuestra relación en el viejo parque con los columpios oxidados y los mosquitos zumbándonos en los oídos. Él no dejo de llamar o de acompañarme a la escuela, pasarme las tareas y comprarme el almuerzo, pocos sabían que ya no éramos pareja porque seguíamos tratándonos igual. Luego, un tarde en la venta de garaje de su hermana lo bese y me correspondió, una semana antes me había enterado de que andaba pretendiendo a Maveth Guichard y creo que tuve pensamientos egoístas.

No quise recordar más y ese día jure que dejaría de hablarle a la doctora sobre él, ya no quería hacerlo y además no sé si soportaría ver su cara ligeramente sonrojada con esa sonrisa de oreja a oreja y cabeza inclinada cada que mencionó su nombre.

Los días siguientes fueron recuerdos cortos pero significativos, como la vez que obtuve una calificación alta en matemáticas o el día antes de navidad que aprendí a conducir y casi mato a una pobre ave. También mencione la primera vez que me puse labial y como mamá lloró por lo hermosa que me veía, papá pensó lo contrario y me hizo prometerle que no lo usaría seguido. Incluso mencione esa vergonzosa vez cuando la abuela me compro mi primer sostén y calzoncillos a juego. El día en el campamento que se escucharon aullidos de lobos y alguien tenía que meter las provisiones a la casa de campaña y Gabrielle y yo aspiramos hacer las valientes y terminamos sollozando, muertas de frio en la rama de un árbol, papá enseñándome andar en bicicleta y esa muñeca de trapo con ondas de estambre que me encantaba. No olvide mi tiempo en la academia, sobre todo cuando por fin aprendí a elevarme en el aire (Tour an l'air) y sentí que volaba; todas las bailarinas me buscaban para que les mostrara mi técnica. Confesé el miedo que me provocaba el que me dieran protagónicos y el día que fingí tener una lesión y rechace el papel de Swanilda. Ya no solo hablaba yo, la doctora Thérese se involucraba en las conversaciones como si fuéramos un par de amigas tomando el té en la terraza, me daba su opinión diciendo: << ¡Exactamente!, yo hubiese hecho lo mismo >> o << ¡Que maravilloso!, yo no puedo ser tan valiente y tomar una iniciativa tan peligrosa >> me agradaba que no pareciera una sesión de terapia común.

Confesé tantas cosas en este par de meses que sentía que todo el mundo sabía mis secretos, me consideraba expuesta, desnuda y a veces desorientada; estaba a la defensiva todo el tiempo queriendo volver a mi habitación segura con el gran rompecabezas incompleto y quería que permaneciera así, me atemorizaba colocar más y más piezas que me obliga a recordar. Ya no tenía recuerdos agradables que contar.

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