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Capítulo X: "Héctor"

Las aspas giratorias en el techo de losa me hacen recordar las manos de Héctor sobre el volante, nunca me había tomado el tiempo de prestar atención hasta el día de hoy que se ofreció a traerme al consultorio. Al salir de casa él estaba de pie en el jardín ignorando el camino de piedra que se colocó especialmente para que el césped no fuese pisado, llevaba un termo para café colgando sobre el cuello, una chaqueta marrón, el cabello despeinado y sus lentes a medio acomodar en el bolsillo delantero de los pantaloncillos. Sus manos son incluso más claras que su rostro y esa pequeña vena que inicia desde su muñeca y termina en su dedo ondular me ínsita a acariciarla, es una sensación incontrolable, tan parecida al ver un fila de lápices en perfecto orden excepto uno y solo no te puedes resistir a colocarlo en simetría con los demás. Estaba desesperada por sentir ese borde desde el inicio hasta su final, girar su mano y con mis dedos recorrer cada pliegue de su palma y para terminar, como cualquier obra de teatro exitosa en donde son inevitables los aplausos: entrelazar nuestros miedos, besarlo y apreciar a la audiencia de pie, recorrer su cuello con mis labios y sentir el calor que su piel no puede dar. Calor que dejo de mostrarme hace tanto tiempo, calor que necesitaba para sobrevivir. La medicina adecuada para mí.

— Siento la tardanza — entrando de puntillas con una carpeta de cuero sostenida por su mano y su pecho—. Puedes creer que esta mañana salí de mi casa con un saco de capucha, el viento me cortaba la cara. ¡Mira el sol! — señalándomelo a través de la ventana—. Me estaba asando dentro del coche, el tráfico es un espanto. Ocurrió un accidente en la carretera junto al puente, esa que siempre esta solitaria e inundada. Falleció una persona joven. Nadie debería morir antes de los 18.

— Maldito padecimiento. — respondo con indiferencia a la innecesaria explicación de su tardanza.

— Vi a Héctor en su coche, justo en la entrada del consultorio. Me alegra ver que de nuevo quedan juntos.

— No estamos juntos. Al menos no de la forma en la que usted cree.

— Bueno. Por algo se empieza.

— Sí. Él volverá a quedarse a esperar fuera durante dos horas sin nada que hacer, salvo jugar Candy Crush y beber el contenido de una botella de Perrier que esconde disimuladamente en su termo porque el vidrio le provoca recelo, ni siquiera sé por qué lo hace, no le gusta el agua de burbujas. ¡No!, siendo sincera si lo sé, le recuerda a ese pintor que murió de neumonía y utilizó a Lise Tréhot como su Mona Lisa.

— ¡Vaya!. Sí que lo conoces bien.

El día que fui detectada Héctor empezó a actuar como si el diagnóstico hubiese sido cáncer terminal. No me dejaba sola ni medio segundo, se aseguraba de que me alimentará correctamente y cambio su horario para estar conmigo en gimnasia. Investigaba en libros y asistía a conferencias sobre el tema, casi siempre corría a mi casa cuando no respondía sus mensajes y por las tardes me mostraba algunos ejercicios de psicoterapia (ejercicios que por su cuenta había analizado, comprendido y memorizado). Luego. Con el tiempo, resulto que no solo estaba triste, sino que también pensaba mucho en las cosas, él y mis padres se preocupaban más por la montaña rusa de mi ritmo cardiaco que por las ganas que tenía de morderme la lengua y sentirla sangrar. Héctor me aseguraba que se encontraba bien pero yo sabía que no era así, estaba segura de que no estaba durmiendo y que ya no salía con nadie, había dejado de pagar sus clases de acordeón y en su casa cada vez se le veía menos. Durante todo ese tiempo cumplía con mi tarea y la suya, se ofrecía a llevarme a todos lados y solo se quedaba esperando, me exigía una llamada cada dos horas los fines de semana y con el paso del tiempo sus ojos dejaron de brillar. Estaba enferma y mi enfermedad lo estaba enfermando.

— Enah. ¿Me estas escuchando?.

— No. Discúlpeme.

Fijó su mirada en mí sin decir palabra alguna, casi podía oír sus pensamientos. Estar distraída es una mala señal, tal vez una de las más preocupantes y la que más me cuesta disimular.

— Te estaba invitando a poner la siguiente pieza de rompecabezas — me recuerda sin dejar de mirarme.

Observe cada una de las piezas, analizando mi mejor opción para el recuerdo que tenía en mente confesar. Empezaba a sentir un poco de odio por aquellas piezas que solo estaban cubiertas de un azul cielo, claramente serían las ultimas en colocar y no quería que mis recuerdos más traumatizantes estuvieran postrados a una pieza de un solo color. Así que posicione en el centro de la mesa la mejor elección y con prisa la corone como la pieza más extraña de todas, era obvio que tenía que ir ahí. Era el tipo de pieza sin sentido que al final terminaría siendo el centro de atención a la vista. Como la primera gota de lluvia que cae en la hoja, tan diminuta que es feliz de esparcirse en pequeñas partículas solo para hacerla lucir hermosa. O en el lado contrario. Como las células procariotas, que según Héctor son todas en una. Igual que el rompecabezas, aunque no sé si en un futuro este sea un organismo final completo.

— Que pieza tan más interesante.

— No es que mi vida se encuentre llena de experiencias interesantes pero si no le molesta me gustaría hablar sobre Héctor.

— No. Claro que no. Me sorprende que quieras hablar de él tan pronto. — amoldándose al sillón como si fuera a presenciar una batalla entre gladiadores.

— Al pensar en él me vienen mil recuerdos a la mente, empezaré por el día en que me di cuenta que aunque tenía todo para ser perfecto él solo se esmeró por ser esa pequeña parte que faltaba en mi vida. Eso que no necesitaba, que no tenía nombre y temía perder. Él llego a darle nombre. — Cierro los ojos y con un suspiro intento recordar cada detalle—. Fue a recogerme sorpresivamente a la academia, me emocioné tanto al verlo en la entrada que no espere a cambiarme, salí corriendo a su alcance con mi yeahdor cruzado de una pieza y mis medias de rejilla, no nos habíamos visto en tres días ya que tuvo que salir de la ciudad para competir en las nacionales de matemáticas. Me aferre a su cuello mientras acariciaba el flequillo que caía como cascada sobre su frente. Al tener sus manos en mi cintura creía que lo único que me faltaba era dominar el método Vaganova para empezar a gritar como chiquilla con vestido nuevo.

— ¿Ganaste? — Cuestionó ansiosa.

— Primer lugar — intentando guiñar un ojo.

— ¡Wow!, debo de ser muy afortunada para tener como novio a alguien tan inteligente.

— Lo debo de ser yo, mírate lo guapa que eres.

Éramos novios, o al menos manteníamos una relación. Héctor no llego un día con una docena de rosas rojas y me lo propuso formalmente frente a mis padres, tampoco era como si me hiciera falta, detestaba la escrupulosidad en las acciones, aunque no lo expresáramos ambos sabíamos que no era esencial. Además, no es como si mis relaciones pasadas fueran muy serías, todos los que consideraba mis novios resultaba que un día solo dejaban de llamar y ni siquiera le tomaba importancia. Recuerdo que Gabrielle había llorado con la misma intensidad con cada una de sus rupturas, todos eran importantes y a todos amaba. Conmigo era diferente, los olvidaba tan pronto como ellos a mí. De lado contrario, él según sus prédicas había sostenido solo una relación, me pregunto si con ella fue más formal o bien, si ella fue la causante de que dejara de serlo.

Mientras conducía me hablaba sobre los mareos que sintió en el avión y la mirada de la gente al verlo respirar con ayuda del oxígeno cuando todavía ni se elevaban, no podía entender la insistencia de la escuela al mandarlo a competir y mucho menos la amenidad con la que él aceptaba. Se hacía el valiente pero muchas cosas lo ponían ridícula pero tiernamente irritable, como los aviones, los gansos, cualquier animal marino, mis coqueteos, sacar 9.9 en un examen, las redomas, jugar al bilboquet y el claxon en la bicicleta del pequeño que vive a dos cuadras de su casa.

— Hubieras visto a la chica que quedo en segundo lugar, casi llora al saber los resultados de las numerologías. Resulta que ni siquiera tuvo idea de cómo sacar la suma de los divisores de 187 — haciendo una mueca—. El representante del colegio que se encuentra enfrente de la casa de tu abuela no consiguió decir los números primos del 1 al 200, ¡¿puedes creerlo?! — no respondí, sabía que era una pregunta retórica—. ¡Pues yo no!, no puedo creer que ese chico sea el más sobresaliente de ese lugar, gracias a Dios que tus padres cambiaron de opinión y no te matricularon en esa escuela desde un inicio. Puedo asegurar que ninguno de mis contrincantes fue al jardín de infantes, ¡no sabían contar!. Fue muy fácil ganar ese primer lugar.

Llevábamos apenas unas semanas saliendo y aún seguía averiguando como alguien que mencionaba números en cada oración me provocaba sonreír cada que lo hacía. Además, no tenía idea de dónde provenía su engreimiento, a decir verdad ni yo era consciente de los números primos que hay del 1 al 200. Se algo sobre los divisores porque en una de sus competencias le pidieron que obtuviera los posibles divisores de un número mayor a mil, se tardaron horas pero Héctor fue el que obtuvo el resultado correcto. Después de eso no volví acompañarlo a otra competencia.

— Y... ¿Era bonita?.

— ¿Quién?.

— La chica que quedo en segundo lugar. ¿Era bonita?.

Se lo piensa un momento antes de responder: — Era más alta que yo, llevaba el cabello recogido con mucho fijador y al hablar se le podía ver el aro en la lengua.

— Todo el mundo es más alto que tú — me burlo.

— Tú no lo eres.

— Supongo que no se puede ser bonita, saber el divisor de todos los números y a la vez ser alta.

— Lycaenah Alizée Duchamp. ¿Estas celosa?.

— ¡Por supuesto que no!.

— ¡Ey!, eso es nuevo — acariciando mi mejilla—. Te toca. ¿Cómo la pasaste estos días?, ¿qué fue lo que me perdí?. Oye y dime, ¿encargaron mucha tarea?.

— Bueno, en verdad intente hacer las tareas para pasártelas cuando regresaras pero tú déjalo como un acuerdo mitad y mitad. Lo que si te perdiste fue la caída de Céline en las escaleras del segundo piso, lo peor fue que llevaba el balón volumétrico consigo, ¡casi se saca un ojo!. Y antes de que digas cualquier cosa me arrepentí de reírme cuando la vi llorar en la enfermería.

— Lo que en verdad me sorprende es que no le llames "Pipa de cristal" al balón volumétrico.

— Te juro que después de esto nunca más se me olvidará su nombre.

— ¡Estupendo!, ya nada más te falta aprender el nombre de los otros 22 instrumentos.

— ¿Se tendrán que caer otras 22 personas?.

— Siempre está la opción de memorizar.

— ¿A sí?, creo que mejor no. Oye, necesito que hables con Isaías.

— ¿Qué sucede?.

— Fue a mi casa ayer por la noche, me pidió que lo encubriera de nuevo. Ya no puedo seguir diciéndole a Gabrielle que todas las mañanas almuerza en mi casa, imagínate lo que piensa al ver que su novio pasa más tiempo conmigo que con ella en sí. Quise saber la razón de su ausencia pero solo dijo que le estaba planeando una sorpresa.

— A la mejor y así es — responde con indiferencia.

— Es la misma escusa que me ha dado los últimos días y mira que de la mentada sorpresa yo no he sabido nada.

— Mira, esto es lo que sé. Sé que Isaías está en un trabajo sin horario fijo y no quiere que Gabrielle se entere.

— Pero, ¿por qué mentir?.

— Tal vez es porque no quiere preocuparla. Tú la conoces, si lo sabe se pondrá histérica, haciendo pregunta tras pregunta sin espacio para respuestas. Las mentiras evitan ese tipo de explicaciones, sobre todo en personas como Gabrielle que a todo le encuentran peligro.

— ¿Y las explicaciones las tengo que dar yo?, Gabrielle no es tonta Héctor.

— Está bien, yo hablare con Isaías. Tú no te preocupes por eso, solo está trabajando, no está pasando nada malo.

Que equivocados estábamos.

— ¿A dónde demonios me llevas? — cuestiono con una mueca.

— Es una sorpresa y no maldigas en el auto.

— ¿Debería de llamar a la policía?.

— Cuando lleguemos lo decides.

A los pocos minutos llegamos a su casa. Cualquiera se sentiría intimidada porque un extranjero que conoce hace apenas unas semanas la invita a ver una película. Pero Héctor era diferente, con creencias tan antiguas como un museo. Yo no lo demostraba pero estaba agonizando, mi estómago rugía y no sabía cómo controlar las ganas de abrazarlo por la espalda.

Héctor, caminar apresurado, diente premolar ligeramente salido, crucifijo en el cuello y pestañas pobladas. Él, que no habla sin que se lo pidan, quien confía más en expresiones corporales que en las palabras mismas, solo él tiene una copia diminuta del libro más odiado y reconocido de Aurelio Baldor, él es quien prefiere ver películas y leer sobre historia antes que soportar el tráfico en las calles. Él que come cereal de avena con mermelada y chocolate, Héctor y su mirada fija cuando la tuya se desvía, quien se avergüenza por demostrar afecto en público. Nadie más que él sabe lo que es estarse congelando.

— ¿Una película? — cuestionó desconcertada.

— Sí, ¿no era lo que esperabas? — saliendo de la cocina con un plato hondo lleno de frituras.

— Esperaba que me llevaras a saltar en paracaídas de nuevo, además el carro de tus papás no está... — guardo silencio un momento—. Creo que terminaré por hablarle a la policía.

— Okey. Me descubriste. La verdad es que te traje aquí para abusar de ti y vender tus órganos.

— Puedo preguntar si eres de los que mutilan y abusan o de los que abusan y luego mutilan. Digo, sería interesante saber si la conciencia me ayudará a sentir cualquier cosa que hagas primero.

— Mi hermana está arriba, Enah — rascándose la parte superior de la ceja—. La película te encantará, lo prometo. Es una de mis favoritas, la primera que vi cuanto me mude aquí. — Golpeando el televisor antes de encenderlo—. El viaje me termino cansando más de lo que imaginaba. Mis papás salieron a visitar a las gemelas.

— Tranquilo, solo bromeaba. — En realidad no lo hacía pero no quería parecer una maldita—. ¿Qué película veremos?.

— Amélie.

El sillón grande de la pequeña sala de su casa tenía la tela rasgada y aun así se veía bien conservado, todos los muebles olían a tarta de manzana y detergente. El girasol en la mesa rustica a medio marchitar, las cajas de la mudanza apiladas debajo de las escaleras, la pintura de un columpio sujeto por la rama de un árbol, al lado de la foto de Héctor y Susette con atuendos similares hace que una pequeña risa escape desde lo más profundo de mi garganta, la que tuve que sofocar llevándome un churro de fécula de maíz y obligarme a mirar por primera vez el televisor desde que empezó la película, solo para apreciar los ojos de loca de Amélie al meter los dedos en un costal de semillas.

A veces muy, muy disimuladamente acariciaba su tobillo con mi pierna y él, no tan disimuladamente fingía mirar hacia otro lado a la par que estiraba su brazo para dejarlo caer sobre mi hombro. Nuestras miradas se cruzaban, él arqueaba las cejas y yo parpadeaba un par de veces antes de elevar la vista. Por supuesto, muy disimuladamente.

Conforme avanzaba la película he de admitir que me gustó, amé sus colores y en cierta forma a cada uno de los personajes. Amélie era una mesera con corte estilo Bob y flequillo, dispuesta a ayudar a los demás (algo idiota en boca de mi padre si estuviera en este sillón). Una noche escucha por el televisor el fallecimiento de Lady Di. A decir verdad y si me lo llegaran a preguntar, con la tortura con la que vivía la princesa de no haber ocurrido el accidente igual hubiera decidido saltar de lo más alto de un barranco, como el pez suicida de la película. Pero el mensaje de la trama no es eso, aunque es muy bello que después de encontrar la caja de recuerdos se propusiera buscar al dueño, ¡ya nadie hace eso!. En fin, esa no es la verdadera enseñanza, ni la ayuda que le ofreció a cupido, ni las innecesarias escenas de sexo o la venganza bien estructurada contra su vecino, ni siquiera lo es la extraña muerte de su madre. Todo el mundo debería de ser como Amélie a la que nunca le importo parecer una ridícula para conquistar.

Justo 10 minutos antes de que acabará la película, cuando Nino fue a buscarla a su casa y terminarán paseando en bicicleta por toda la ciudad. Héctor bebió con una pajilla un poco de su soda sin azúcar y decidió hablar:

— Te amo — dijo sin ningún aviso, como la explosión de una bomba.

— ¿Qué?.

— Te amo y no espero una respuesta semejante de tus labios. Ni siquiera espero que finjas que sientes lo mismo o que seas sincera y digas que es un sentimiento estúpido y vacío, porque sé que lo dirás. Lo único que espero es que entiendas que solo tengo este breve momento para decirlo y toda una vida para arrepentirme de mí acelerado comentario y no lo desperdiciaré pensando en por qué no lo dije hoy. Te amo. ¡Santo cielo!, te amo. Te amo.

Me puse tan tensa como una escultura de yeso, sin poder pronunciar una sola palabra o por lo menos las dos que él quería escuchar. Así que, solo le sonreí, tome el cruce de botones de su camisa y uní mis labios con los suyos. Cada beso sabía a una combinación de Krachitos y pasta dental, estaba por terminar el contacto cuando su mano acaricio mi espalda y el espasmo fue inevitable. Nunca me había besado así y como una adición no me conforme con poco, empecé a desabotonar su camisa con desesperación pero se apartó al instante, quedando en la orilla del sillón como si en mi rostro hubiese visto lo más aterrador del universo.

— ¿Qué sucede? — quise saber aún con la respiración agitada—. ¿Por qué te detienes?

— Deberíamos de terminar de ver la película.

— O deberíamos subir a tu habitación — lo contradije y me arrepentí al ver la confusión en sus ojos.

— No sé si este bien.

— Escucha. Ahora no tengo la intensión de que termine, igual que tú no deseo arrepentirme solo por no ambicionar con ímpetu lo que tanto quiero. Así que me arriesgaré. Subiré a cambiarme el yeahdor y bajaré en unos minutos.

Pensé que no subiría, sin embargo lo hizo y en ese momento fui amada de la única forma en la que alguien como él puede amar. Con la misma sensación en la que el hielo quema la piel, con la intensidad sanadora y el efecto de olvidar las caricias carnales y los pensamientos mal efectuados, solo para postrar en mi memoria este momento y volverlo perdurable. Estaba enamorada y solo admitirlo me provocaba una euforia que recorría todo mi cuerpo y lo hacía acalambrarse, yo suspiraba solo con escuchar su nombre, verlo era una panel de colores que era imposible no ambicionar. Él estaba enamorado y al estarlo yo le pertenecía por completo.

— Ahora ya no siento nada, ni por él, ni por nadie.

— Esta noche quiero que duermas bien — me dice con los ojos vacíos y llenos de la indulgencia que no puede dominar.

Con solo media hora para que terminará la sesión, me levante del asiento y camine hacía la puerta, vi su sombra en la esquina del estacionamiento pero por primera vez decidí ignorarlo. Camine hasta casa y dormí en los brazos de mi madre.

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