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Capítulo II: "Espejo"

Ya es de madrugada y mis ojos aún siguen abiertos. A mi lado, Héctor quien luce tan bien con esa manta hasta el pecho y su mano aferrada a mi cintura, de vez en cuanto su subconsciente hace que sus dedos opriman con más fuerza solo para asegurarse de que sigo ahí, su respiración es tan lenta y tranquila, ni siquiera imagina que su madre ya debe estar en medio de una crisis nerviosa. Me pregunto cuántas llamadas tendrá en su buzón y cuantas maldiciones habrán terminado con mi nombre mientras presiona remarcar, sé que siempre se arrepiente pero sé también que lo hace para quedar bien con alguien a quien definitivamente no le puedes engañar.

Con hoy ya son tres días seguidos que no duermo y no puedo ir con lentes de sol y capucha a la escuela, seguramente me manosearían de pies a cabeza frente a todos buscando un arma de fuego escondida entre mi ropa interior. Pienso y mejor no hago el intento de volver, un día me presento pero dejo de hacerlo por una semana entera y según tengo entendido mis faltas ya obstaculizan cualquier intento de salir excelente en cualquier asignatura. Si tan solo pudiera dormir sería diferente y iría saltando por la entrada feliz de asistir a estudiar. Miento, no estoy de ánimo para escuchar los susurros por el pasillo sobre lo mal que se ve mi aspecto personal o lo loca que debo de estar para no recordar que toca deportes y vestir el uniforme incorrecto.

Lo siento por Héctor pero no me levantaré a tiempo. Debería despertarlo y pedirle que se vaya a casa, pero es tan bueno para identificar las señales corporales que antes de que pueda hablar ya entenderá que llevo todo este tiempo sin poder dormir. A veces me pregunto quién es el enfermo en esta relación, ni siquiera tengo idea si a esto que tenemos se le puede llamar una relación. Esa insistencia de buscarnos entre sombras y reflejos me hace pensar que, el trayecto que se mide entre dos mundos existe para nosotros. Tan igual como cuando niños arrojábamos una moneda a la fuente de deseos y la sacábamos del agua pensando que nadie nos veía, no engañábamos a la fuente. Sin embargo, creer que lo hacíamos nos hacía sentir bien y a pesar de negar la entrega que nos correspondía nos auto regalábamos esperanza para creer que ese deseo se cumpliría, creyendo obtener ambas cosas, deliberando erróneamente una victoria inexistente. Como nos encantaba incluso a esa edad jugar con el destino. No puedes tener ambas cosas, siempre una se tiene que olvidar y aunque no quieras, consciente o inconscientemente te toca elegir.

Me pongo de pie y camino lentamente hacía el baño, tan lento como si temiera que mis huesos se destrozaran con cada paso, tan enervada como si cargara el quíntuple de mi edad actual. De frente al espejo solo siento asco por mi reflejo, no es el tipo de asco que sientes al oler un animal sin vida a la orilla de la carretera, es el asco que aprecias al darte cuenta en lo que te has convertido; mi cabello azabache que alguna vez fue elogiado ahora se encuentra enredado y con una capa mocosa, mis pupilas tan irritadas que no distingo el color avellana de mis ojos y no me había dado cuenta de que mis gordos cachetes de pelota de ping pong parecen más bien un globo desinflado. Mi clavícula esta tan marcada que ya dejo de verse sexy y mis brazos y mi piel seca son un recordatorio permanente de que olvido hasta lo más insignificante. Un día en la escuela Héctor dijo que tenía la piel tan suave como un campo de algodón recién cortado, él siempre me hace sentir real pero aun así hay muchas cosas que no me agradan de mí, como los rollitos en mi abdomen, mis labios o el que mis dedos parezcan salchichas. Comemos estereotipos todos los días y aun así seguimos sin notar el sabor amargo en la garganta.

Es extraño, tener en tus pensamientos a alguien sin saber si su pensar también te pertenece, ni siquiera sé si él me pertenezca por completo, el amor es tan engañoso y yo necesito dormir antes de que se lleguen las tres de la madrugada. Nunca fui muy creyente de espectros y fantasmas pero alguien tan defectuosa mentalmente como yo debe de ser un blanco fácil, ¿no?. Mamá toma pastillas para dormir desde que yo estaba en el jardín de infantes. Podría tomar una, volver a la cama y dormir por primera vez en días, parezco el centro de atención en una función de circo, ni siquiera puedo hacerlo sin que me tiemblen las piernas y sienta el estómago como un costal de box. Así que solo me siento en la alfombra del baño y opto por lo único que se hacer. Empiezo a llorar.

— Oye, ¿estás bien?.

— Lo estoy — limpio las lágrimas de mi rostro con la maga del pijama antes de girarme y verlo a los ojos—. Es solo que...

— Otra vez no puedes dormir — me interrumpe y su respuesta es una afirmación cuando debería de ser una interrogante—. Tranquila, todo estará bien.

Me sujeta con sus brazos como si fuese ese tesoro que no quiere perder, huele a malvaviscos y a loción de urea. Sus ojos están más pequeños de lo normal cuando hace menos de un año parecían dos grandes aceitunas a través de los cristales de sus anteojos, lo que confirma que no soy la única que lleva días sin poder dormir. Cuando descansas y no solo duermes tu cerebro tiende a desconectarse o al menos lo hace una parte de este, las personas como yo no se desconectan de nada o se desconectan de todo. Cualquiera de los dos extremos es un infierno.

— Una de las cosas más espeluznantes dentro de mi habitación cuando tenía ocho o nueve años era un pequeño marinero de madera que mamá había comparado para mí, ni siquiera sé por qué razón le temía tanto; por el día era mi juguete favorito pero por la noche al verlo ahí, cerca de mi cama me provocaba temblar de miedo. Hice de todo para deshacerme de él, incluso lo fingí olvidado en una tienda de manualidades, estuve deslumbrando felicidad durante la media hora de camino a casa. Ese mismo día por la noche me di cuenta del error que había cometido. Lo quería de vuelta, Enah. Quería el maldito juguete de vuelta. Me lamente tanto por haberlo abandonado, era el primer regalo que no valía de estímulo a una buena calificación o el primer lugar en una competencia. Creo que en ese momento entendí que las cosas que temes de noche son las que amas de día. No es dependencia ni jurisdicción, es lo que te hace fuerte.

Entré a aquella habitación tan grande que siempre desee, con sus colores tenues y la gigantesca cama junto a la lámpara de lava que me gusta mirar, la hermosa estantería color ostión con la radio donde papá escuchaba las estadísticas de su equipo favorito de beisbol, ahora luce opaca y manchada por el tiempo. Enfrente, la foto familiar que nos tomamos hace algunos años en la cena de navidad, llevábamos suéteres iguales y había luces carmesí por todos lados. A la izquierda, la cortina del mismo color que el juego de cama, arrugada cubre la ventana de aluminio corrediza, mamá siempre procura tenerla cerrada para no ver las flores marchitas en invierno. La alfombra con bordes pulidos y esa colección de hongos de diferentes tamaños en la repisa debajo del televisor que mamá adora pero que papá odiaba. Todo en esa habitación me encantaba, con excepción al espejo de la época victoriana que desencajaba, pero era herencia de la abuela así que lo teníamos que conservar más que a la propia casa.

Abro la rinconera en la parte inferior del lavabo rosa vaporoso, observo el frasco de pastillas aún sin tomarlas, medito por un momento si está bien perderlo todo por un día malo pero me doy cuenta que todos los días son malos y que ya no tengo nada más que perder. Tomo el frasco y con impotencia coloco una pastilla en mi palma, al verla no puedo evitar cuestionarme como algo tan pequeño puede ocasionar tanto daño si solo le concediera la oportunidad. Mamá solo toma la mitad de una y obtiene el beneficio de dormir casi toda la noche, como anhelaba esa dicha; el placer de dormir y la conciencia de saber que lo hiciste cuando ni siquiera te diste cuenta de ello. Pero hoy por fin me repondría todas las horas de sueño que la enfermedad me ha arrebatado.

Después de casi una hora observando como desfilan mis mejores momentos, me lleno de valor y coloco la tableta en mi lengua, cierro los ojos y consigo deshacerme del arrepentimiento para dejar que viaje por mi tráquea, casi puedo sentir como se desvanece. En ese instante me doy cuenta de que no hay marcha atrás y que si sentí arrepentimiento ya es imposible retroceder, lloró pero no me siento triste. Por fin conseguiré dormir, ¿no era eso lo que él quería?, lo que yo quería. Sin pensar coloco tres pastillas más, después son cinco, luego ocho, nueve, doce, hasta que pierdo la cuenta y solo sigo repitiendo el proceso como una máquina de hacer café. Me hacía muerta antes de sentir el ardor en el estómago.

— ¡Está sufriendo un paro cardíaco!. Tengan preparado el desfibrilador.

Mi último recuerdo de aquel día fue esa mancha de colorete en la bata blanca del doctor, esperaba que fuera un descuido de su esposa que lo visitaba al trabajo para cuestionarle lo que le apetecía cenar y no porque una de las pasantes de enfermería tenía el mismo tono en sus labios, podría habérselo preguntado pero de igual manera y con más rigor quería decirle que no deseaba ser salvada, quería ir a cualquier lugar desconocido que estuviera destinado para mí. No pude hablar, mi garganta se empezó a secar mientras escuchaba el llanto de mi madre y los reclamos de mi padre. ¡Qué ironía!, pensaba. Ahora resulta que él pecador se encarga de enlistarle a Dios sus pecados. Solo deseaba dormir y admito que sentí un gran alivio cuando mis pestañas se abrazaron por primera vez en días.

— Te amo.

Estuve soñando. Abro los ojos con tanta fuerza que siento que sangran, me encuentro sola en medio de la cama con dos mantas encima y sin él a mi lado, debió de haberse ido cuando logre quedarme dormida. No comprendo la euforia hasta que estiro mis brazos y descubro esa pereza que solo unas cuantas horas de sueño alcanzan a dejar, espero y que sean suficientes para no quedarme dormida en la escuela, pero si no tengo suerte ruego que el cansancio aparezca en clase de la señorita Pied-noir, ella siempre me manda a la enfermería, el pequeño colchón de espuma es mucho más cómodo que la madera áspera de los pupitres.

— ¡Hermoso día!, ya es de mañana y tienes que ir a la escuela — hace su entrada con una pañoleta en la cabeza, danzando al ritmo de Ma Vie—. Tu padre marco esta mañana, no podrá venir hoy, pospuso su visita para tu cumpleaños.

— Eso es en cuatro días, ¿por qué cancelo esta vez?.

— Al parecer ella tuvo una complicación, irán en busca de una segunda opinión médica — suspira y coloca la bandeja con comida en la esquina de la cama—. Es apenas medio año mayor que tú, aun así tu padre se cuestiona las posibilidades sobre un problema con el crecimiento del feto. Háblale para confirmar y darle ánimos.

Una de las cosas que admiro de mi madre es su optimismo y que a pesar de que tiene infinidad de trabajo por hacer aún me sigue despertando con un beso en la mejilla y un plato de desayuno caliente, lo más probable es que antes esa muestra de interés era parte de su compromiso maternal, hoy estoy segura que es un hábito incesante para asegurarse de que sigo viva. Como sea, sigue siendo la única vez durante día que la veo sonreír. Me levanto de la cama justo después de que ella sale de la habitación, el espejo me muestra las marcas de la almohada y mis ojos abollados, me conformo porque al menos dormí un poco y mi rostro pudiera haber tenido un aspecto mucho peor si no hubiese sido así.

— ¡Héctor acaba de llegar! — escucho el estruendo de un sartén caer al suelo e intento disimular mi risilla burlesca a pesar de que estoy sola en mi habitación.

Siempre fui lenta, pero hoy tenía que apresurarme o todos en la escuela me verían llegar y el temor de sentir ojos en la espalda no había desaparecido solo por unas cuantas horas de sueño por la noche. Me colocó la falda grisácea y el jersey rojo, no sujeto mi cabello y no limpio mis zapatos. Al observarme nuevamente en el espejo ya no me agrada tanto que la falda sea tan corta, no le tomo mucha importancia y me apresuro a bajar las escaleras para poder verlo, tan radiante y sin ninguna señal de desvelo, hablando con mi madre sobre vegetales mientras bebe con elegancia una taza con café; Héctor definitivamente esta echo para otra época. Al notar mi presencia sostiene su vista en mí, no me mira como lo ha estado haciendo los últimos meses, hoy es una mirada diferente, una nueva y al no poder descifrar el motivo hago girar mi cabeza hacía otra dirección.

— ¿Estás lista? — cuestiona mientras limpia sus lentillas con el borde inferior de la camisa.

— Sí. ¡Espera!. Creo que se me quedo el pin en la habitación, deja subo por él.

— Te acompaño.

— Puerta abierta, Enah — dictamina sonriente mi madre.

No entiendo si lo dice por el hecho de que Héctor y yo pudiéramos tener un encuentro cercano antes de ir a la escuela o por la gran posibilidad de cometer suicidio colectivo al estilo Romeo y Julieta. Esta noche él ha salido de mi casa de madrugada y ella ni cuenta se ha dado, su comentario está un poco fuera de lugar.

Agarro el pin y me dirijo detrás del armario para poder quitarme el jersey y colocarlo en el cuello de la camiseta. Mientras me hallaba concentrada en que la punta de fierro no me pinchara los dedos Héctor estaba por ahí tocando y viendo cualquier cosa que estaba a su alcance, no me gustaba que la gente toque mis cosas y no es que sienta desconfianza o algo parecido, más bien es porque me cuesta recordar donde las coloco y me pone ansiosa no encontrarlas cuando las necesito.

— ¿A qué hora saliste de mi casa? — cuestionó con la intención de que aleje sus manos de la caja con discos.

— Iban a ser las cuatro de la madrugada. Te he dejado durmiendo mientras me las ingeniaba para que el motor no hiciera su escandalo habitual.

— Mamá duerme como un oso, igual no te hubiera escuchado. Pudiste haber atravesado la habitación con ese motor y ella apenas movería una oreja.

— ¡Oye, mujer. Hasta hoy me lo dices!. Ayer casi me sale una hernia por empujar el coche cuadra y media antes de encenderlo.

— Te lo compensare. Mañana escalare el muro de tu casa como Robin Hood. Cambiare el arco y las flechas por el licor clandestino que vende la señora sin dientes que va a tu iglesia.

— Bien. Hay que ayudar a esa pobre señora. Un arco le vendría bien.

— ¡Efectivamente! — coincido.

Antes de irnos mamá se despide con un beso y me recuerda que la llame si sucede cualquier inconveniente. Tomo la mochila y salgo junto con Héctor hombro a hombro y sin decir nada; su coche es un mustang 67 que arreglo con gran perspicacia después de que su tío se lo regalará a su padre como piezas para el taller mecánico. Ahora luce como si fuera uno de esos coches de colección que los cantantes de Hip-Hop compran como si fueran golosinas.

Entro en él y procuro controlar la respiración pero el cuero de los asientos del auto me marea tan rápido que prefiero no otorgar ese gran privilegio a mis pulmones, en cambio y para evitar pensar en el olor sujeto la esquina de mi falda y la empiezo a ensortijar con tanta fuerza que olvido el sonido del motor y cundo por fin lo escucho me sobresalto. Héctor tiene la idea de que si finge no prestarme mucha atención el malestar solo desaparecerá como la varicela; no lo hace muy bien, siento su mirar por el rabillo del ojo.

Duramos cerca de medio camino sin decir nada, hasta que él decidió hablar al detenerse en un semáforo:

— Tranquila, todo saldrá bien, yo estaré contigo.

Sus palabras no ayudan demasiado pero fue mucho mejor a no decir nada. Coloca su mano en mi rodilla evitando que continúe arrugando la tela y me mira de la misma manera como lo hizo al esperarme debajo de las escaleras; sé que le molestan estos ataques que me dan pero no era necesario que situara su mano en mi pierna para que pensara lo contrario, su contacto me puso tan tensa que estoy a un respiro de vomitar.

— Gracias, Héctor — lo observo y con cobardía retiro su mano de mi rodilla.

Al llegar a la escuela dudo en bajarme del coche, lo que provoca que esas manchas oscuras aparezcan dentro de mis ojos, la sensación es aterradora y lamentablemente apenas comienza. Todo se mueve como gelatina, yo estando dentro de una masa pegajosa que solo evita mis torpes movimientos, como si en verdad tuviera fuerzas para salir corriendo, si pudiera me dejaría hundir pero nunca pasa; es como el depredador que malvadamente no está dispuesto a matar a su presa por completo. Intento cerrar los ojos y tragar saliva para calmarme, sé que nunca funciona pero siempre tengo esperanzas, al abrirlos el temblor del asiento hace que empiece a hiperventilar. Quería escapar pero el hormigueo en los brazos me impide quitarme el cinturón de seguridad, que lejos de mantenerme segura justo en este instante me obliga a permanecer en el peligro. La presión en el pecho cada vez es mayor, hasta el punto de sentir la tira de tela ennegrecida estrangular mi cuello. Podía gritar, pedir auxilio, ¿dónde estaba Héctor?. << ¡Por favor ayuda!. >> Ni siquiera balbucee la primera vocal cuando de mi boca sale una sustancia obscura parecida al petróleo pero con hedor a aceite para autos. Ahora mismo necesitaba con más penuria un espejo que aire para mis pulmones.

Su voz. Esa que me envuelve entre lo esponjoso de las nubes es la misma que me hace volver.

— Vamos a hacer algo — me sugiere—. Cada que sientas que tu respiración se acelera vas a parpadear tres veces, si sientes que tus manos empiezan a temblar masajearas tu cuello. Si sientes la necesidad de morderte las uñas dibujaras una mariposa en tu libreta de historia, pero si sientes que el aire te falta contaras hasta tres e inhalas, tres y exhalas. ¿Correcto?, ¿puedes memorizarlo por mí?.

— Sí — respondo dudosa—. Intentare hacerlo.

— Escucha. En caso de que lo anterior no funcione, — abre su mochila y me entrega una botella con agua—. Aquí hay una capsula de clonazepam con medio litro de agua. Solo es una capsula disuelta, Enah. Una capsula con una gran cantidad de agua. Prométeme que la beberás si lo sientes necesario.

— Te lo prometo.

Héctor sabia mejor que nadie mi opinión sobre los medicamentos, pero cuando su voz se tornaba a recitar instrucciones con la misma modulación en que un general muestra el plan de huida a su pelotón, yo me quedaba sin armas.

Al entrar a la escuela él caminó a mi lado con su mano adherida a mi espalda, pienso que si no lo hubiera hecho me hubiese desmayado en cualquier momento, además tanto parpadear me hacía ver extraña y no podía solo sacar mi libreta de historia y dibujar la mariposa frente a todos. No soy buena dibujando, solo sería un gusano con alas parecidas a manchas de tinta. Al cruzar por el pasillo las cabezas aumentan y el espacio se encoje, todos nos miran sin ningún disimulo y es fácil distinguir cada mirar: están esas que solo se lamentaban por mi pesar, las que critican con leves cuchicheos, las que se burlan y las que disimulan pero aun así miran. Quería gritarles que era suficiente, que sus miradas no me ayudaban en nada, que sentir lástima no me haría mejorar, su programa de televisión favorito era ver cómo me hacía garras solo con caminar unos cuantos metros, quería ponerme en cuclillas y decirles cuanto los odio por ello. En cambio, decidí caminar con la cabeza agachada e imaginar cómo hace menos de un año danzaba por estos pasillos con seguridad y gallardía. Igual nunca sabré como hubieran reaccionado de haber decidido ser más valiente y dar a conocer mi furor, tal vez a partir de ese día hubieran sido más discretos o quizás se hubieran reído de mí. Yo le apuesto más a las risas incontrolables de mis muy irónicamente amados compañeros.

— Lycaenah Duchamp, que gusto contar con su presencia de nuevo.

— Muchas gracias, profesor.

— Dígame, ¿qué tal estuvieron sus vacaciones?.

El comentario más forzado y el intento de sarcasmo más torpe que he escuchado en mi vida, digno del típico profesor de clase de lengua, nieto del director que presume haber ganado su lugar en la institución por sus esfuerzos. Si cómo no. Él es medio calvo y aun así se siente con todo el derecho de molestarme como si fuera un vil adolescente. No me permití darle tal gusto y aunque su comentario fue lo suficientemente estúpido para dañarme me las arreglé para contestar con más ingenio que él.

— Estuvieron maravillosas, gracias por preguntar — masajeo mi cuello—. Esta vez me agradó más viajar por las islas Cook que presenciar la tranquilidad y la perfección de las calles de Inglaterra, pero usted no tiene ni la menor idea de lo que habló, ¿no es verdad?. ¿Con cuánto presupuesto cuenta por año?. Supongo que sabiendo buscar y regatear algunos vuelos pueda conseguirle un viaje a su altura.

— Con permiso, voy tarde a una reunión. Me da gusto que se encuentre de vuelta señorita Duchamp — alejándose.

— Fuiste muy grosera con él — me hace saber Héctor con los ojos a medio cerrar —. Además, tú nunca has ido a Inglaterra ni mucho menos a las islas Cook.

— Tienes razón.

— Dudo mucho que tu padre quiera seguir dando boletos de avión a mitad de precio.

Seguimos caminando por los pasillos hasta entrar al salón de clases. Hay una frase que siempre especulé que era mencionada por aquellas personas que no dejan que nada malo les afecte o al menos fingen hacerlo, ese frase encaja perfectamente en uno de mis muy habituales reintegros a la escuela:

— No importa cuán mal te vaya, siempre te puede ir mucho peor.

— Es cálculo integral, créeme que nos irá mucho peor.

— ¡Perfecto!, creo que tengo que dibujar la mariposa ahora — bromeo.

Siempre es como una montaña rusa cuando debería de ser igual a la rueda de la fortuna, no solo puedo ver el paisaje y sentirme satisfecha con los poemas que recita el viento para mí; me encuentro predestinada a sentir los latidos enloquecidos del corazón y la adrenalina que encrespa la piel. No hay gran diferencia entre la luz seductora de una lámpara y aquel mosquito que cree que saldrá de la penumbra, venturoso al camino de la muerte. Un poco de felicidad enmascarada de ignorancia es lo que quiero antes de morir, ¿no es eso lo que quiere todo el mundo?.

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