Capítulo Tres
(Canción: She de Harry Styles)
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Al igual que tantas veces anteriores, tengo que ir a por Nara y a por Kairi.
La primera a casa de un amigo del colegio y el segundo justo después de que termine sus clases de karate ya que, tanto mi padre como mi madre, tienen que alargar echar horas extras en el buffet ante un caso que, según mi padre, se ha complicado más de lo que preveían.
Para que él diga algo así, debe estar bastante jodido.
Al entrar en casa, le quito la correa a Boots, que da una vuelta sobre sí mismo hasta acabar sentado delante de mí. Mueve la cola de un lado al otro, atento a cada uno de mis movimientos. Sonrío, divertido al ver que se relame el hocico cuando cierro la puerta, pero sin moverse del sitio.
—¿Qué pasa, chico? —lo llamo, acuclillándome para que él pueda apoyarse sobre mis piernas.
En menos de un segundo lo tengo encima de mí lamiéndome la mano mientras intento acariciarlo. Le rasco por detrás de las orejas, provocando que él se tumbe en el suelo, dejando caer de manera muy sutil que quiere que le acaricie la barriga.
Y para qué mentir, soy incapaz de negárselo.
Ante mis caricias se retuerce contra el suelo, moviendo la cola incluso con más fuerza. Se me escapa una risa floja al ver que empieza a mover una pata de manera inconsciente.
—¿Quieres la pelota? —pregunto, haciendo que se paralice en su sitio antes de apartarse de mis caricias y prepararse para salir corriendo en dirección al balón desinflado de rugby que usa siempre para jugar.
Lo lanzo a ras del suelo y Boots sale disparado en su busca mientras que yo subo las escaleras para ducharme. Cojo una de las pocas camisetas que todavía quedan en casa junto a unos calzoncillos de Star Wars que creía olvidados y me encierro en el cuarto de baño.
Al mirarme en el espejo me fijo en que el pelo me ha crecido bastante desde que me lo corté hace unos meses y que, a partir de ahora, o me lo cortaba o tendría que empezar a usar una de las felpas que utiliza Tommy en los entrenamientos y en los partidos para apartarse el pelo de la cara.
Me quito la camiseta con cuidado de no rozarme demasiado el moratón que tengo en las costillas ante la recepción pésima que tuve frente a un placaje y la hago una bola, para después lanzarla al suelo. Los pantalones, los calzoncillos y los calcetines sufren el mismo destino.
Antes de meterme en la ducha, recuerdo que ya no estoy solo, a pesar de que ni Nara, ni Kairi, ni mamá, ni papá están en casa... porque está ella.
Solo por precaución, cierro la puerta con pestillo y abro el grifo esperando a que el agua se caliente.
Cuando llega al punto perfecto en que está muy caliente, pero sin arder, decido dejar a un lado el estrés de los exámenes, la presión del entrenador sobre el partido de la próxima semana y el hecho de que ahora no podré deambular por mi casa con tranquilidad porque estará Esther pululando cerca.
Aunque estaría mintiendo si no admitiese que esto último no me desagrada tanto.
O al menos eso pensaba.
Hasta ahora.
El agua caliente cambia drásticamente a helada, pillándome desprevenido, haciendo que me aparte de un salto de la manguera, a punto de caerme contra el suelo de la bañera. Menos mal que tengo buenos reflejos y soy capaz de recular a tiempo antes de obtener un nuevo maratón.
Frunzo el ceño al ver que al cerrarla y abrirla sigue saliendo fría.
Hum.
Espero un par de segundos, y vuelvo a intentarlo.
Esta vez parece que funciona.
Aunque más bien es una efímera ilusión y el agua no tarda en salir congelada de nuevo, aunque lo que me sorprende no es eso sino el grito ahogado que soy capaz de escuchar proveniente de la planta de abajo.
—No me jodas —siseo, molesto.
Lo último que me faltaba es que ella también se estuviese duchando.
Normalmente, el agua caliente no escasea en casa.
Sin embargo, la primera ducha siempre es la más peliaguda de todas. Es cuando todavía el termo no ha calentado del todo y ducharse más de uno a la vez puede resultar tremendamente jodido.
Como ahora.
Refunfuñado y cagándome en el universo o quién sea que mande sobre nuestras vidas, enrollo de malas formas una toalla alrededor de las caderas y bajo las escaleras con rapidez, agradeciendo al menos el calor que desprende el suelo, pero notando el frío en el resto de mi cuerpo.
Abro la puerta de su pasillo, encontrándome con la de su baño entreabierta.
Sin pensármelo dos veces —y ojalá lo hubiera hecho—, la abro del todo y me apoyo en el marco de esta a la vez que ella cierra el grifo de malas formas.
Mi mala leche se esfuma en cuanto la escucho gruñir frustrada.
«¿Ya había dicho que tenía un problema?»
Ni siquiera me detengo al hablar, siendo consciente de que la voy a irritar.
—¿Puedes dejar de robarme agua caliente? —cuestiono, sin disimular la diversión en mi voz.
Lo último que espero escuchar en respuesta es la caída de varios botes de champús o geles, no sé, junto al golpe seco de alguien contra el grifo.
Aunque la mejor parte es, sin duda, la maldición que suelta.
Ni siquiera necesito que lo diga para saber que, a pesar de tener una cortina oscura entre los dos que deja todo a la imaginación, ella ha hecho el amago de taparse. Niego con la cabeza, intentando contener la carcajada que amenaza con escaparse.
—No hace falta que te tapes. Hay una maldita cortina entre los dos. No te mates, ¿quieres? —suelto, incrédulo.
Al oír que gruñe, la carcajada es incontrolable.
Entonces veo que arrastra un poco la cortina, asomando con precaución la cabeza, midiendo cada uno de sus movimientos en el proceso para no mostrar más de lo necesario. No obstante, eso creo que incluso peor. Porque a partir de debajo de su clavícula no puedo verla y acabaría imaginándomela.
Y lo último que necesito es eso.
—¿Qué haces en mi baño? —tartamudea, frunciendo los labios en una línea recta.
Al igual que la semana pasada, se me van los ojos a ellos, que tiene un color rosado pálido ante el frío. Asciendo la mirada por su rostro fijándome en como el pelo le cae sobre sus hombros, apelmazado al estar mojado y enmarcando perfectamente su rostro alargado.
Tiene un mechón recogido detrás de la oreja que, a diferencia de cuando está seco, se mantiene en su sitio. También tiene las mejillas sonrojadas por el calor, haciendo un contraste muy notorio con la palidez de su piel. Varias gotas de agua descienden por su cara, para después ir dibujando líneas irregulares a lo largo de su cuello.
Sigo el recorrido con los ojos hasta que desaparecen por la cortina, obligándome a apartar la mirada.
Carraspeo antes de hablar.
—Te lo he dicho antes: me estás robando agua caliente —le aclaro.
Ante mi comentario, ella parece caer en la cuenta de que yo también me estaba duchando y que, por tanto, no estoy vestido. Desvía abruptamente los ojos de mí, tras terminar su escrutinio para nada disimulado y yo no me molesto en disimular la sonrisilla divertida.
Claramente, la irrita aún más.
—Sal de mi baño.
—Deja de usar agua caliente —repito, cruzándome de brazos.
Al ver que entrecierra los ojos, ensancho mi sonrisa.
«Eso no le ha gustado».
—¡Sal de mi baño!
—¿Vas a dejar de usar agua caliente? —cuestiono, enarcando una ceja. Ella se mantiene en silencio, no sé si ignorándome o asumiendo la derrota, y me lo tomo como la segunda—. Eso pensaba.
No dice nada. En su lugar, cierra la cortina con molestia.
Durante un par de segundos el silencio inunda el cuarto de baño.
Hasta este momento no recuerdo que ahora mismo estamos rozando casi los cero grados y que yo estoy vestido simplemente con una tolla de ducha.
Aprovecho para recordárselo a ella también.
—Me estoy congelando aquí afuera, preciosa —canturreo.
Antes de entender qué está pasando y actuando por puro instinto al ver que un bote de... ¿acondicionador? Sí, acondicionador de coco vuela directamente hacia mi cabeza, giro la cabeza al lado contrario del marco y me aparto un poco de la puerta, chocando el bote contra la pared que hay detrás de mí.
—¡Sal de mi baño! —chilla, histérica.
«Esto se pone cada vez más interesante», pienso para mí mismo al ver que se sonroja por completo ante el enfado.
Estoy enfermo.
Lo tengo cada vez más claro también.
—¿Te han dicho alguna vez que tienes una puntería horrible?
Al igual que antes, no dice nada y cierra la cortina para poco después volver a abrirla con un nuevo bote en la mano.
—¿Quieres probar cómo de horrible es? —cuestiona con tono amenazador, apuntándome con el bote—. Porque estoy apuntando directamente a tu cabeza.
«Esta chica es demasiado impulsiva para su propio bien».
—¿Es una amenaza, Esther? —pregunto, volviéndome a apoyar en el marco con indiferencia.
—Una advertencia —masculla a regañadientes. Me duele la cara de sonreír durante tanto tiempo—. ¡Sal de mi baño, pesado!
Vale, está muy molesta.
La próxima vez estoy seguro de que terminará por lanzarme el cacharro de metal que hay en la ducha, al igual que el de arriba y donde Nara deja todos sus juguetes. Decido darle un poco de tregua y al ver que suspira, aliviada, pienso que va a decir algo más, pero no, en su lugar cierra de nuevo la cortina.
Aunque a diferencia de las otras veces, no tarda en aparecer de nuevo.
—¿Y si me dejas ducharme y terminar? —pregunta, suspirando—. Así puedes ducharte tú después con agua caliente.
La miro sorprendido al escucharla tan calmada. Quién diría que es la misma chica que hace un momento me había lanzado un bote de acondicionador directamente a la cara ante cuatro comentarios. Parpadeo un par de veces al ver el cansancio reflejado en su mirada y descruzo los brazos, aceptando la tregua.
—Suena lógico.
Me fijo en que intenta disimular la sonrisa triunfante que amenaza con surcarle el rostro al ver que he cedido. No sé por qué, pero me parece adorable el gesto y decido que es hora de macharme.
Sin embargo, algo dentro de mí hace que me gire sobre mí mismo, encontrándome a Esther sonriendo abiertamente.
O eso hacía hasta hace un segundo, antes de que soltase una de mis tonterías habituales que sé que la van a irritar.
—No me mires el culo al salir —le advierto, intentando disimular la burla en mi voz—. Me siento vulnerable.
La sonrisa desaparece de su rostro en tiempo récord y me tomo eso como mi señal para salir corriendo de ahí antes de que mi miedo a que me lance la estantería esa extraña de metal se haga realidad y vuele hacia mi cabeza.
—¡Engreído! —grita desde el otro lado de la puerta cerrada.
—¡Inmadura! —vocifero de vuelta.
***
Al cruzar el pasillo, veo que está apoyada sobre la isla comiéndose un trozo de bizcocho mientras que teclea algo en el móvil con energía. Las últimas veces que la he visto con el móvil siempre acaba desanimada y yo termino por preguntarme quién consigue hacerle sentir así.
Pero ahora no está desanimada, más bien parece estar a punto de carcajearse sobre algo que ha escrito. No obstante, en lugar de soltar la risotada, se muerde el labio inferior y deja el móvil a un lado, arrugando la nariz.
Al ver que se acerca a la basura, aprovecho para coger también un trozo de bizcocho y marcharme a mi habitación hasta que tenga que recoger a los dos petardos, pero obviamente, nada sale como uno lo planea.
Y no me da tiempo siquiera a coger el trozo antes de que Esther se choque conmigo.
—¿Te importa? —pregunta, apartándose de mi lado, con el enfado renovado.
«Es demasiado irritable», observo. Ella entrecierra los ojos, fulminándome con la mirada...
«Y yo soy demasiado chinchoso».
Enarco una ceja y sonrío, sabiendo que se va a molestar con ese simple gesto.
—¿El qué?
—Mover tu bonito trasero para que me pueda ir —refunfuña.
Apoyo una mano sobre mi pecho y suelto un suspiro dramático, idénticos a los que suelta Saoirse cuando me niego a hacerle de chofer.
—Creo que es lo más bonito que me has dicho hasta ahora. —Acorto la distancia entre ambos y bajo un poco la cabeza, manteniéndole la mirada—. Vas a terminar por sonrojarme.
Ella suelta un bufido, negando con la cabeza.
—No tengo tiempo para esto, Ryu.
Espera, espera... ¿cómo que Ryu?
Frunzo el ceño al ver que no tiene humor siquiera para llamarme «engreído», que, al parecer, se ha convertido en su apelativo favorito para describirme. Al igual que «gilipollas».
Es cierto que ninguno de los dos falta a la verdad, pero no soy tan gilipollas para molestarla incluso cuando sé qué no tiene ganas de ello. Me hago a un lado y ella camina con paso rápido y se encierra en su habitación.
Desvío la mirada por donde ha desaparecido y la clavo en el trozo de bizcocho que me iba a comer, pero que ya no me apetece tanto. Escucho a mis espaldas que abren una puerta y veo a Esther caminando con el mismo ritmo acelerado en dirección a la entrada.
La curiosidad mató al gato, ¿no?
Pues este gato tiene ganas de morir.
—¿Por qué tienes tantas prisas? —suelto de sopetón.
Ella me ignora deliberadamente, se agacha junto al zapatero y comienza a atarse los cordones de los botines, sin responder a mi pregunta. Frunzo el ceño otra vez, sin saber muy bien cómo tomarme eso.
«¿Querrá que me vaya?».
Hago el amago de subir las escaleras cuando su voz me detiene en mi sitio.
—Voy a llegar tarde a mi primer día de trabajo. —Se sube la cremallera del chubasquero y coge el paraguas antes de girarse y mirarme—. Y, encima, está lloviendo y tengo que coger el bus.
Estoy a punto de decirle que me ofrezco a llevarle, pero deshecho la idea.
«¿En qué momento me ofrezco voluntariamente a hacer de chofer?»
Si Saoirse lo descubriese me lo estaría echando en cara por los siglos de los siglos.
No obstante, escuchar los reproches de la Mérida moderna no es taaaaan desagradable.
Antes de saber qué estoy haciendo o siquiera preguntarle nada a ella, agarro mi abrigo y las llaves del coche antes de abrir la puerta. Estoy a punto de salir en dirección al coche, pero me detengo cuando no la escucho moverse.
Miro por encima del hombro, encontrándome a Esther estática con el abrigo desabrochado, sin despegar los ojos de mí.
—¿No ibas a llegar a tarde? —pregunto, enarcando ambas cejas—. Te acerco yo, venga.
Ella parpadea, sorprendida como si no se creyese que acabo de decir eso. Se queda un par de segundos en silencio, simplemente observándome. Yo la observo de vuelta.
Tiene el pelo recogido en una coleta, ligeramente desecha al haberse hecho, supongo, primero la coleta y luego haberse vestido con el jersey de rayas azules. Entrecierro los ojos al darme cuenta de que no es una sudadera.
La pregunta está a punto de escapárseme, pero muere cuando la escucho mascullar un gracias.
Se acerca con duda hasta mi coche y se queda parada frente a la puerta del copiloto. Ante lo silenciosa que está, decido que lo mejor es no empujarla demasiado, porque por orgullo estoy seguro de que sería capaz de irse andando bajo la lluvia.
Me monto en el coche, arranco el motor y enciendo la calefacción a tope, para que el coche se caliente lo antes posible. Al cabo de un par de segundos Esther también se sube, con la mirada clavada afuera.
Espero unos de minutos a que el coche se caliente del todo, teniéndome que quitar el abrigo que acabo lanzando a los asientos traseros de mala forma. Esther se abre de nuevo el chubasquero y se coloca el paraguas sobre su regazo.
Antes de salir del aparcamiento, la miro de reojo, esperando a que ella me mire de vuelta, pero no lo hace. Entonces el silencio es casi completo salvo por las canciones del álbum del Harol Estilos ese raro que tanto le gusta a Saoirse y que me dejó puesto hace días y que todavía no he cambiado.
She (she)
She lives in daydreams with me (she)
Siempre he creído que el silencio es mejor que las palabras.
Hablar por hablar puedes hacerlo con cualquiera, sin embargo, ser capaz de comunicarse sin decir absolutamente nada solo con unos pocos.
Mis amigos dicen que soy de pocas palabras y siempre les respondo con la misma frase: «Para decir algo que no significa nada, prefiero no decir nada en absoluto».
She's the first one that I see
And I don't know why
I don't know who she is (she)
«¿Quién iba a pensar que me molestaría el silencio en algún momento de mi vida?»
—¿Dónde te dejo? —suelto de improvisto, mientras salimos hacia la autovía.
Ni siquiera sé por qué hago la pregunta, cuando Pheebs tardó cero coma en celebrar que había encontrado a alguien que la ayudase a llevar la tienda de su abuelo y que, encima, para mejor obviamente, iba a ser Esther.
—En el instituto, —responde, cortante. Aunque parece arrepentirse un poco de su tono porque añade—: si puedes.
Asiento con la cabeza y me desvío hacia la derecha.
Esther se remueve en su asiento, sin despegar los ojos de la carretera salvo para desviarla un par de segundos a los campos que hay a los lados, manteniendo el silencio entre los dos.
—¿Por qué llevas eso? —pregunto, irrumpiéndolo.
Ella desvía la mirada de la carretera al escucharme y la baja a su jersey, frunciendo el ceño sin comprender a qué me refiero exactamente.
—Llevo un jersey. ¿No habías visto un jersey en tu vida o qué?
Sonrío sin darme cuenta al escucharla y niego con la cabeza, divertido al que está verdaderamente confundida.
—No, sí que los he visto —farfullo. Al pararnos en un semáforo en rojo aprovecho para girarme en su dirección y poder mirarle a los ojos—. Pero no te he visto a ti vistiéndolos hasta ahora.
—Para el instituto llevo jersey.
«Esta chica no se entera», pienso para mí mismo.
Centro mi atención de nuevo en la carretera cuando el color del semáforo cambia y hasta que no salgo del cruce no vuelvo a hablar.
—Eso no cuenta. Me refiero a que llevas una semana aquí y quitando el uniforme —recalco—, solo llevas sudaderas.
Mi último comentario parece molestarla. De reojo me fijo en que se recoloca en su sitio y me observa con la burla reflejada en la mirada.
—Como comprenderás, no puedo llevar una sudadera vieja de Star Wars a una entrevista de trabajo —responde con retintín.
«Mi yo de quince años le habría declarado su amor eterno solo por nombrar la mejor saga de películas de la historia».
Al fijarme en que me está mirando, hablo de nuevo, medio alelado.
—¿Entrevista?
—De trabajo. ¿Estás sordo?
«Distraído sería mejor adjetivo».
Bufo, molesto y le hago el corte manga, refunfuñando conmigo mismo al darme cuenta de lo disperso que estoy. Sin embargo, la carcajada de Esther me despierta por completo y no puedo evitar mirar en su dirección al escucharla.
Hasta el momento nunca la había escuchado reírse abiertamente.
«Está bien saber que reírse de mí le causa tanta gracia».
—¿Dónde vas a trabajar?
—En la tienda de Pheebs, estaban buscando a alguien y me he ofrecido —responde, sin disimular el nerviosismo en su voz.
Solo con eso sé que todavía no ha conocido a Jackson, porque si lo hubiera hecho no estaría nerviosa. El abuelo de Pheebs es como un gran oso de peluche, barrigón y canoso que si fuera por él se autoproclamaría abuelo de todos los irlandeses.
A Javi y a mí siempre nos sacaba del instituto cuando le llamábamos porque teníamos alguna asignatura que no nos gustaba y nos llevaba a Phoenix Park a echar las horas muerta hasta que nuestros padres nos iban a recoger.
El resto vivía envidiándonos porque al ser un curso mayores, sí que podíamos faltar sin que resultase demasiado sospechoso.
Sonrío ante el recuerdo.
Aunque al ver el miedo en su mirada a la hora de observar a su alrededor, la idea de divertirme un poco más a su costa no deja de pulular por mi cabeza.
Ella, al entrever mis intenciones, entrecierra lo ojos y se cruza de brazos, manteniéndome la mirada, en espera a que yo diga algo.
Pero no lo hago.
Espero varios segundos en silencio a que, como la curiosa que es, decida preguntarme.
«Y no falla».
—¿Qué? —cuestiona, irritada.
—¿Vas a trabajar para el viejo Jackson? —respondo como si no lo supiese ya.
—Eh... —Duda un par de segundos—. Sí
Estoy a punto de decir una completa mentira para asustarla un poquito más, pero al ver que ya hemos llegado, decido desechar la idea.
Si el pobre Jackson se enterase que iba diciendo esas cosas sobre él, me metería un copón —bien merecido—. Aparco en frente de la tienda y espero pacientemente a que se desabroche el cinturón, coja el paraguas y salga del coche sin decir nada más.
La pobre ya está lo suficiente asustada, para asustarla más.
Sin embargo, al ver de reojo a través del cristal de la tienda que Jackson se está acercando a la puerta para darle la bienvenida a Esther, le rodeo el brazo, manteniéndola en su sitio mientras que el comentario se escapa de mi boca antes de poder detenerlo.
—Suerte —susurro, guiñándole un ojo—. La vas a necesitar.
Le suelto el brazo y me acomodo de nuevo en el asiento del piloto. Ella se queda un momento en silencio, observándome fijamente. Soy capaz incluso de escuchar los engranajes de su cerebro. Enarco ambas cejas al ver que sigue sin moverse y eso parece espabilarla.
—Gracias por traerme.
Antes de que pueda decir nada más, sale del coche, cerrando la puerta con fuerza y camina con paso seguro hasta la tienda. Al ver que Jackson hace el amago de abrir la puerta me lo tomo como mi señal para salir huyendo antes de que el oso de peluche resulte tener garras.
Conduzco de nuevo por la autovía y, aprovechando que todavía queda media hora para que Kairi termine las clases de karate, decido acercarme a casa.
Aunque al ver que todavía el ascensor sigue sin funcionar cuando llego, me maldigo mentalmente y también maldigo al técnico que sigue sin venir a pesar de las quejas de todos los vecinos. Subo las escaleras hasta llegar a la quinta planta y suelto un suspiro, aliviado al acabar delante de mi puerta.
Sin embargo, el alivio no tarda en desaparecer cuando con tan solo poner un pie en el apartamento ya tengo a Javi sobre mí, con una taza de café en la mano.
Frunzo el ceño, al ver como inhala con fuerza cerca de mí.
—Apestas a colonia de tía —suelta sin disimular el reproche en la voz.
—Eso no es verdad —gruño, irritado.
En respuesta, inhala incluso con más fuerza.
—¿Qué haces? —le pregunto, cerrando la puerta.
Él, claramente, me ignora.
—¿Te has vuelto a acostar con Bri? —cuestiona, alarmado.
Parpadeo un par de veces sorprendido por la pregunta.
—¿Qué?
—Es que lo sabía —suelta y bufa, indignado—. Lo sabía, lo sabía, lo sabía —repite varias veces—. ¿Cuántas veces te he dicho que iba a pasar? —Ni siquiera me deja responderle—. Muchas, ¿verdad? Es que no se puede ser amigos de los ex, ni de los ex rollos, ni de los ex folla-amigos. Es como beber antes de un partido y pretender que la resaca del día siguiente no te afecte.
Con esa comparación, comienza a divagar en una infinidad de metáforas similares para que mi cerebro de simio comprenda la gravedad del asunto.
—Solo te pido que pienses con el cerebro y no con la polla de vez en cuando. Creo que no es pedir demasiado —refunfuña, dejando la taza de café a un lado.
Intento seguir el hilo de su monologo, pero es imposible.
Soy capaz de escucharlo maldecir en español.
—¿Quieres que el entrenador te eche del equipo? ¿Eso quieres?
—Oye, Javi... —empiezo, pero ni siquiera me deja continuar.
—Es que parece que te gusta vivir al límite. Que yo entiendo que la adrenalina y todo eso vale muchísimo la pena, pero hasta un punto, ¿sabes?
—Javi...
—Y ya no solo el entrenador, es que se va a enterar todo el equipo y con lo bocazas que es Peter se acabará enterando el resto de la universidad.
—¡Javi!
—Y los lameculos que se juntan con Jason no tardarán en irle con el cuento y el chaval ha salido de la puta prehistoria y, claro, intentará pelearse contigo otra vez.
Suelta una risita nerviosa.
—Digo intentará porque ya sabemos como acabó la última vez y eso que tuviste suerte porque al perder no dijo ni mu, pero ahora que te han nombrado capitán y estamos en la final, a lo mejor decide que no le importa quedar como un pringado y prefiere ser un soplón para joderte la temporada.
—¡Que no me he acostado con ella! —grito, zarandeándolo por los hombros.
Entonces el que parpadea sorprendido es él.
—¿No?
—No —suelto en un suspiro. Dejo de agarrarlo por los hombros y me paso una mano por el pelo—. Cuando te pones así de fatalista no hay quien te pare.
Claramente, ignora mi comentario y continúa con sus teorías.
Menos mal que es estudiante de Criminología y ser tan preguntón le valdrá para algo.
—Entonces, ¿con quién te has acostado?
—Con nadie —refunfuño, quitándome la sudadera y lanzándola hecha una bola al sofá, agradeciendo la calidez del piso, para así poder estar solo con la camiseta—. Además, ¿por qué tengo que haberme acostado con una tía para oler como ella?
—Yo qué sé, es lo que me suele pasar a mí.
—No me he acostado con nadie —repito, al ver que entrecierra los ojos, sin terminar de creerme.
—Ya me he enterado, gracias por repetirte. Aunque sigues sin responder a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
Pone los ojos en blanco, al igual que hace mamá con Kairi cuando pierde la paciencia.
—¿Por qué hueles así?
—Estaba con Esther —suelto sin más.
Pero al ver que se queda en silencio y abre mucho los ojos, me doy cuenta del error garrafal que acabo de cometer.
—¿Estabas con Esther? —repite él.
—¿Tienes sordera ahora o qué?
—No, escucho perfectamente —ironiza—. Muchas gracias por tu preocupación.
—Paso de ti.
Lo aparto de mi camino y me dirijo al pasillo, sabiendo que me está siguiendo.
—¡Eso! ¡Huye, cobarde! —chilla desde el pasillo.
Lo único que recibe en respuesta es que le haga el corte de manga y me encierre en mi habitación.
Me lanzo a la cama y saco el móvil del bolsillo del pantalón, encontrándome con varios mensajes de Pheebs.
Sin necesidad de abrirlos sé por dónde van a ir los tiros.
PHEEBS:
¿Cómo se te ocurre asustar a Esther de esa forma?
La pobre ha tartamudeado y todo cuando ha hablado con Jackson.
Encima, ha sido mejor persona que tú y ha decidido mentir por ti para encubrirte.
Ni se te ocurra reírte, Kimura. Que te conozco.
Al leer mi apellido en lugar de mi nombre, la carcajada es incontrolable.
Pheebs solo me ha llamado dos veces por mi apellido en su vida.
La primera, cuando en sexto de primaria sin querer —queriendo— le pegué un chicle al pelo al igual que otro a Saoirse en el comedor, porque ambas decían que nunca se lo cortarían y yo no quería ser el único con el pelo corto en el grupo; y la segunda... esta.
Oigo un par de golpes en la puerta.
—¿Es Esther? —pregunta Javi desde el otro lado.
—No, pesado. Búscate una vida.
—Tengo vida, pero la tuya ahora mismo es más interesante.
Dejo el móvil a un lado y fulmino con la mirada la puerta como si de alguna forma pudiese traspasarla para pasar a fulminar a Javi.
—¿Desde cuándo? —pregunto, desconfiado.
—¿Necesitas que lo diga?
No necesito verlo para saber que está sonriendo.
Decido no responderle y lo ignoro al escuchar que golpea de nuevo la puerta.
—¿En serio me estás ignorando?
No digo nada.
—¿A tu mejor amigo?
Sigo sin responderle.
Cojo el móvil de nuevo en el momento en que me llega una notificación de Javi.
EL PESADO DE TURNO:
¡Oye! Tu amigo Javier piensa que deberías escuchar esta canción: Me enculé de Duck Fizz.
Sin comprobar si el volumen lo tengo puesto o no, pincho en el enlace y los acordes de la canción llenan por completo mi habitación.
Fue hace poco que te conocí bien al fin
¿Quién lo diría?
Me enculé y me tienes así
Dejo que suene un par de segundos sin entender nada de la letra en español, pero por la carcajada de Javi, debe de ser graciosa y decido buscarla en internet traducida.
— It was not long ago that I finally got to know you well. Who'd say? I got buggered [1] and you have me like this —leo en voz alta.
La nueva carcajada que se le escapa es incluso más escandalosa. Antes de pensármelo dos veces lanzo un cojín contra la puerta y su risa en lugar de aminorarse se intensifica.
—Encularse en mexicano significa pillarse muy fuerte por alguien, no estar fastidiado —dice como puede, cuando deja de reírse—. Ahora mismo estás los dos, para tu desgracia.
Simplemente genial.
Lo último que me faltaba era tener a mi mejor amigo preocupado por mi inexistente vida romántica, mucho menos involucrando a cierta española que me saca de mis casillas cada vez que tiene ocasión.
El colmo de todo esto sería tener a Javi preocupado por si ocurre algo entre Esther y yo, cuando no va a pasar...
Ella tiene novia y yo muy malhumor.
[1] Buggered: palabra utilizada de manera coloquial para expresar disconformidad o enfado frente a una situación.
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