(Canción: Beautiful de Bazzi)
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A pesar del dolor punzante en la cabeza, me obligo a levantarme. La habitación me da vueltas y ahora mismo parece que un camión me ha arrollado por encima un par de veces. Siento como el cuerpo me pesa de más y cada movimiento es un esfuerzo.
Por eso mismo, lo único que me apetece es tener que salir de la habitación porque esta vez no solo estoy yo solo aquí. Bufo, molesto, cuando por el rabillo del ojo veo como se remolonea, girándose sobre sí misma, dándome la cara.
A diferencia de anoche, que no pude observar todo lo bien que me hubiese gustado sus pecas, ahora sí puedo. Es mucho más pecosa de lo que creía, y no sé por qué, pero me llama aún más la atención.
Entonces, sin previo aviso, vuelve a removerse entre las sábanas y se gira, dándome la espalda de nuevo.
«Pobrecita la persona que decida compartir cama con ella», pienso para mí mismo cuando recojo la última prenda de ropa del suelo: mi chaqueta.
Sin importarme si se despierta por el crujir del parqué o no, camino hacia la puerta para salir de allí. No sé cómo pude dormir con una completa desconocida a escasos dos metros de mí tan tranquilamente. Mucho menos cuando su primera reacción al verme fue apuntarme con la lámpara que le regaló la Nana a mamá hace cinco años y que, al parecer, es una reliquia familiar sumamente cara.
Salgo de la habitación, cerrando la puerta detrás de mí. Me debato en si dormir en la otra habitación o salir directamente al salón. Antes de abrir la puerta del pasillo agudizo el oído intentando captar algún sonido al otro lado, pero al no hacerlo decido que es seguro salir.
Sin embargo, no tengo en cuenta la hiperactividad mañanera de Boots y como, solo al avanzar un paso hacia el salón, escucho el trote enérgico de mi perro en la planta alta antes de que baje las escaleras a la carrera y aparezca delante de mí con la lengua fuera y moviendo el rabo de un lado a otro.
—¿Me has echado de menos? —le pregunto, acariciándole la cabeza. Boots intenta lamerme la mano libre e, inevitablemente, sonrío ante el gesto. A mi perro sería al único que le dejaría lamerme la mano—. ¿Quieres salir?
Ante la palabra «salir» se aparta de mi lado y corretea hacia la puerta. Da varias vueltas sobre el sitio antes de sentarse, con la mirada clavada en la puerta. Me restriego la mano lamida contra el pantalón y me abrigo con la chaqueta. Cojo la correa del perchero y salgo con él afuera, en busca de una distracción.
No obstante, después de los veinte minutos que hemos tardado en darle la vuelta a la manzana y jugar en el parque que hay al final de la avenida, no soy capaz de quitarme la imagen de ella en camiseta ancha y ropa interior.
«Estoy enfermo», me recrimino mentalmente mientras subo las escaleras de la entrada.
Sin necesidad de mirar al salón, tan solo con escuchar una risa aguda y la música electrónica del videojuego sé que tanto Nara como Kairi están despiertos y, por ende, mis padres también. Boots sale escopeteado en busca de mi hermana, arrastrando la correa por el salón sin importarle en absoluto.
Papá está cocinando algo en la sartén mientras que mamá está apoyada en la isla, observándole cocinar.
El único motivo por el que la idea del amor no me parece del todo absurda es gracias a mis padres.
Se conocieron en el instituto, mamá salía con un amigo español de papá porque habían caído en la misma clase y cuando él la introdujo al grupo, papá la conoció.
Según él, no fue para tanto, sin embargo, mamá siempre dice que lo pillaba mirando hacia ella todo el tiempo y papá siempre dice que si lo pillaba era porque ella también miraba en su dirección. Pero no fue hasta el último verano en que el grupo estuvo completo que dio el paso.
Tuvieron sus idas y venidas, mamá estudió varios años en Madrid y papá se mudó a Londres. Aunque eso no evitó que en una de las quedadas que organizaba Sebas, el padre de Saoirse, empezasen a hablar de nuevo hasta ahora.
Papá es el primero en percatarse de mi presencia, aunque por la forma en que me mira hubiera preferido que no lo hubiese hecho.
—Te ducharás, ¿no? —cuestiona, mirando de nuevo hacia la sartén—. No te escucho subiendo las escaleras.
Pongo los ojos en blanco al ver que sonríe y mamá rompe a reír. Mirando a los dos mal, subo a mi habitación, cojo una sudadera y un pantalón de chándal junto a unos calzoncillos antes de entrar al baño y ducharme. Al salir espero escuchar algo diferente a lo que estoy habituado, pero todo sigue igual.
Al bajar me fijo en que papá ya se marchó al bufete de abogados y solo está Kairi jugando mientras que Nara no deja de ir de un lado al otro pegando saltitos, emocionada por conocerla.
Según he escuchado a mamá con papá, llegó muy cansada y se fue directamente a dormir.
«Pobrecita», pienso con burla.
Me acerco a mamá, que es quien está ahora entre los fogones, le beso una mejilla y abro el armario que hay sobre su cabeza, sacando la caja de cereales. Lo único que recibo es una mirada reprobatoria.
—¿Qué? —pregunto, irritado.
—Tienes entrenamiento mañana y un partido dentro de dos semanas, no puedes estar comiendo porquerías de esas —farfulla. Sonrío angelicalmente y haciendo oídos sordos beso su otra mejilla y alcanzo una taza de la encimera junto a la leche—. Eres incorregible.
—Gracias.
—Al menos cómete un plátano —pide, señalando el frutero.
A regañadientes, cojo el dichoso platanito y le doy un mordisco. Eso parece ser suficiente para mi madre, porque sonríe satisfecha y vuelve a centrar su atención en la cocina. Al terminar de comérmelo lanzo la cáscara a la papelera como si fuese un mate en medio de un partido de baloncesto y al encestar, sonrío.
Algo positivo de todo esto.
Ni siquiera me da tiempo a comenzar a comer cuando Nara aparece a mi lado, cambiando su peso de un pie al otro mientras pega saltos en su sitio haciendo que la tiara que lleva sobre la cabeza se tambalee de un lado al otro.
—¿No estás nervioso? —pregunta, abriendo mucho los ojos.
—¿Por qué?
—¡Por conocer a Esther! —grita en respuesta, zarandeándome el brazo.
Hum. Así que se llama Esther.
—¿Por qué gritas?
—¡Porque yo sí estoy nerviosa!
—Ah.
—¡Aaaaah!
Mueve el brazo incluso con más fuerza y hasta que mamá no le chista, no se calma.
—Me ha dicho un pajarito que es muy antipática —le susurro.
—Mientes —refuta, cruzándose de brazos.
Niego con la cabeza, sonriendo al ver como frunce el ceño.
—A ti todo el mundo te parece antipático —rebate.
«Ahí tengo que darle la razón».
—No todo el mundo —respondo, colocándole la tiara en su lugar.
—¿Quién no?
—Tú, por ejemplo.
Y solo así consigo que Nara deje de estar molesta conmigo y me ofrezca la única sonrisa desdentada que soporto y que me gusta ver.
Sin decir nada más, se marcha para fastidiar un rato a Kairi y los dos empiezan a pelearse por el mando. Se sube al sofá y empieza a mover el mando de un lado al otro para que la vea, al alzar el pulgar, sonríe más aún.
Sin embargo, la satisfacción de haberla hecho sonreír desaparece cuando oigo el crujido de la puerta del pasillo.
Entonces mi hermana pequeña centra su atención en Esther.
Mentiría si dijese que no esperaba verla de nuevo en ropa interior y camiseta ancha, aunque supiese que las probabilidades eran bajas.
A diferencia de ayer, hoy viste un pantalón de chándal gris ancho, que le queda un poco caído, mientras que la camiseta está oculta bajo una sudadera negra, desgastada de Star Wars. El moño deshecho desapareció en una de sus tantas vueltas en la cama y ahora lo tiene suelto. No es rizado, pero tampoco liso. Está como entremedio. Tampoco es castaño o rubio, es una mezcla rara.
Eso sí, sus ojos, que ya de por sí eran llamativos, ahora que sé que son verdes, resultan imposibles de ignorar.
Aunque ella desvíe la mirada a Nara en cuanto corre en su dirección para abrazarla por las piernas.
Tengo que reunir toda mi fuerza voluntad para no sonreír divertido al ver que se tensa y no sabe qué hacer al tenerla pegada como una sanguijuela a ella. Pero lo más difícil es aguantarme la carcajada que amenaza con escaparse cuando veo que le da un par de palmaditas en la espada.
«Definitivamente es de otro mundo».
Veo de reojo que Nara empieza a parlotear sin freno con Esther mientras que ella intenta seguirle el ritmo como puede. Echo los cereales al bol antes de verter la leche, sin ser capaz de apartar los ojos de las dos.
Es bastante cómico, si soy sincero.
Por suerte para Esther, mamá se percata rápido de la situación y acude a su rescate. Incluso Kairi ha dejado de jugar y no para de mirar por encima de su hombro.
Enarco una ceja, intrigado al ver que mi hermano pequeño se queda más tiempo del que debe observando a Esther.
Esther ha sido capaz incluso de conquistar a Kairi.
«Genial», farfullo para mis adentros. Me llevo una cucharada a la boca de mala gana, entrecerrando los ojos mientras sigo cada uno de los movimientos de las tres.
No obstante, al ver que entran a la cocina, decido prestarles un poco más de atención.
Solo por curiosidad. Nada más.
—¿Has dormido bien? —le pregunta mamá, moviéndose por la cocina en una danza sincronizada, colocando, guardando y ordenando todo lo que encuentra a su paso.
Esther tarda un par de segundos en responder. Se tensa de pies a cabeza y empieza a juguetear con la manga de la sudadera, en silencio.
Va a ser interesante lo que va a soltar.
«A lo mejor no soy tan mala compañía nocturna después de todo».
Ante el pensamiento, se me escapa una risa floja y, por idiota, me atraganto con la leche al hacerlo.
Toso un par de veces.
Por el rabillo del ojo me doy cuenta de que está mirando en mi dirección mientras que yo me ahogo por haberme reído de ella, aunque fuese mentalmente.
Entrecierra los ojos, molesta.
—Me cuesta dormir los primeros días en un sitio nuevo —responde con voz dulce.
—¡Puedes dormir conmigo si quieres! —grita entusiasmada Nara.
Esther aparta la mirada de mí y la centra en Nara al escucharla. Yo, por otro lado, no despego los ojos de ella.
—Tu cama es muy pequeña —comenta mamá.
—Eh... —Se queda un par de segundos pensativa—. Pues dormimos en tu cama, ¿puedo dormir contigo?
Esther asiente con la cabeza y Nara sonríe complacida antes de corretear hasta el sofá de nuevo al haber conseguido lo que quiere.
Al ver que mamá vuelve a hablar con ella sobre qué va a desayunar, desconecto de la conversación y me centro en terminar el resto de cereales para irme de allí.
Sin embargo, al ver de soslayo que abre varios armarios en busca de algo, no sé qué me alienta a hacerlo, pero sacudo la caja de cereales, captando su atención.
Ella gira la cabeza, aliviada al escucharme, aunque todo alivio desaparece de su rostro al darse cuenta de que soy yo.
Tampoco sé por qué, pero me es imposible ocultar la sonrisa.
Entonces, mira varias veces a mamá de reojo. Frunzo el ceño sin entender muy bien qué está haciendo cuando la respuesta llega en forma de corte manga. Amplío la sonrisa, divertido al darme cuenta de que está irritada por mi actitud.
«No va a ser tan estirada como creía».
Como si no fuese consciente de cada uno de sus movimientos, bajo la mirada de nuevo al bol y empiezo a remover los cereales, distraídamente. Escucho que arrastra la silla de mala gana y se deja caer a mi lado.
No le hace mucha gracia tenerme cerca.
Mejor. Así me deja tranquilito.
—Tienes que hacer la cama —sisea, irritada antes de quitarme la caja de cereales de la mano.
Ni siquiera me acordaba que la tenía todavía.
—¿Qué cama? —pregunto con inocencia, girándome para poder mirarla a los ojos.
—La de mi habitación —suelta, mordaz.
«O es muy valiente o muy idiota».
Arrastro la silla hasta acabar al lado suya, enarcando una ceja.
—Si es tu habitación, ¿por qué tengo que hacer yo la cama? —pregunto, reprimiendo la sonrisa—. Es tuya.
Ella aparta la mirada y la centra en los cereales.
«Ya no es tan valiente, al parecer».
—Porque has sido tú quien ha dormido en ella —masculla, sin disimular la molestia en su voz.
¿De dónde saca esta chica tantas agallas tan temprano?
—¿Tienes pruebas? —cuestiono con falsa inocencia.
Me duele la mandíbula de la fuerza que estoy empleando para no sonreír ahora mismo al ver el mohín irritado que hace con la boca.
Incluso eso tampoco es algo que sepa definir demasiado bien.
Tiene el labio superior más fino que el inferior, pero sin resultar vulgar, en realidad tampoco es tanta la diferencia.
No obstante, ante lo cerca que estamos ahora mismo, sí que se puede apreciar.
«Ryu, céntrate», me repito a mí mismo.
Sin embargo, es la propia Esther quien se encarga de que desvíe los ojos de esa parte de su anatomía cuando gira el rostro, mirándome a los ojos.
—Tu. Cama. Deshecha —enfatiza en cada palabra, como si fuese idiota.
Esta vez ya no la contengo y sonrío, divertido ante lo irritada que está.
—Podrías haber sido tú sonámbula —me defiendo.
—No soy sonámbula, idiota.
Suelto una risa corta al escuchar el insulto.
«¿De dónde ha salido esta chica?»
—Sabes que es muy inmaduro de tu parte insultar y poner motes ofensivos, ¿no?
A pesar de que ya ha soltado varias respuestas cortantes, no deja de sorprenderme.
—¿Me ves con cara de que me importe tu opinión?
Vuelve a clavar la vista en los cereales. Doy por zanjada la conversación y me levanto de mi sitio. Arrastro la silla de nuevo a su sitio y coloco el bol y la cuchara en el lavavajillas.
Y no sé por qué, de verdad que no, pero en lugar de rodear la isla y marcharme a mi apartamento, vuelvo a acercarme a la mesa, apoyando una mano junto a su bol.
Aprieta con fuerza la cuchara, pero no me devuelve la mirada.
—Inmadura —murmuro, para que solo ella me escuche antes de apartarme de su lado.
Sin esperar una respuesta, me acerco a Nara y a Kairi, colocándole la tiara a la primera y revolviéndole el pelo al segundo antes de cruzar el pasillo.
Y, al igual que las otras veces, no sé por qué, pero miro por encima de mi hombro encontrándome con Esther mirando en mi dirección, con el aura de un animal salvaje a su alrededor ante su forma de escudriñar todo lo que le rodea con ese par de ojos verdes oscuros.
Entonces, pillándome desprevenido, de nuevo, me enseña el dedo corazón.
Sacudo la cabeza, incrédulo y, aunque intento contenerla, se me escapa la carcajada.
***
El sábado Saoirse cumplió con su amenaza y apareció por casa de mis padres para conocer a Esther personalmente. Y, claramente, su descubrimiento no lo iba a dejar para ella sola, sino que iba a compartirlo con el resto, por el grupo que tenemos todos juntos.
Sin añadir que, por motivos obvios, Pheebs, Kieran y Kai están deseando conocerla hoy.
Bufo molesto al leer la retahíla de mensajes que están compartiendo.
Todos parecen decir lo mismo:
Esther esto, Esther lo otro... sabes qué Esther es tal, y hace esto, y sabe aquello y... uf.
Vale, la chica es interesante.
Al parecer no solo tiene agallas suficientes para empezar en un instituto nuevo en medio del curso en un país que no conoce, si no que encima tiene comentarios ingeniosos, buen gusto musical, hace unas fotos que te cagas y tiene un humor sarcástico que adora Kieran.
«¿Quién no quería ser su amigo?», pregunto retóricamente a mi subconsciente con ironía.
Bloqueo el teléfono y lo dejo boca abajo en la encimera antes de cruzar los brazos sobre ella y apoyar la cabeza.
—Entonces... —empieza a decir Javi, con dos tazas de café en la mano. Deja una a mi lado antes de darle un sorbo a la suya—. Esther no es tan odiosa como pensabas, ¿no?
—Sigo sin estar muy seguro todavía —farfullo, irritado.
Mi mejor amigo intenta disimular la sonrisa divertida al escucharme y acaba camuflándola cuando se acerca la taza a la boca.
—Tendrás que ir más veces a casa de tus padres para averiguarlo —comenta como quién no quiere la cosa.
—Si no queda más remedio —ironizo, sonriendo con los labios apretados.
Javi me da un codazo, ya sin disimular lo entretenido que le resulta todo este asunto.
—¿Qué? —suelto más borde de lo que pretendo.
Él ignora mi tono y sonríe abiertamente.
—Nada.
Entrecierro los ojos en su dirección y dejo de apoyar la cabeza sobre los brazos.
Me paso una mano por el pelo y rodeo la taza caliente, que me ayuda a calentarme las manos entumecidas por el frío, a pesar de llevar casi veinte minutos ya en casa con la calefacción a tope.
—¿Qué? —vuelvo a preguntar.
—No lo vas a admitir porque eres demasiado orgulloso.
—¿Qué no voy a admitir? —pregunto, enarcando una ceja.
—Que esa chica ha sido capaz de hacerte cambiar de opinión en una noche. No me quiero imaginar lo que te hará en seis meses.
—Ahora mismo estará buscando por internet formas de matarme —suelto, sin venir a cuento.
—Hay muchos tipos de muertes. Dicen que uno puede morirse con un beso.
—Sí, el beso mortífero —suelto en medio de una carcajada.
Javi enarca las cejas, sin dejar de mirarme.
—¿Qué?
—Vas a llegar tarde para recoger a tu hermana —comenta, tranquilamente.
Como si tuviese un resorte bajo el culo, me levanto del taburete, miro la hora en mi teléfono y efectivamente si no salgo ya de aquí, llegaré tarde a recoger a Nara y ahora mismo lo último que necesito es una regañina de Miss Nelson sobre la irresponsabilidad de mis padres por dejar a un punky —así me llama— bajo el cuidado de una niña, que encima no llega a la hora.
—Saluda a Esther de mi parte —añade, antes de que salga por la puerta.
Lo único que recibe en respuesta es un corte de manga.
* * *
Al final no llegué tarde a por Nara.
Aunque eso no me ha librado de una larga sesión de té, lucha de espadas, maquillaje, peleas y pintarme las uñas.
Todo un remix bastante extraño, pero entretenido.
Observo divertido lo concentrada que está al pintar los puntitos rosas sobre mis uñas negras recién pintadas. Yo no tendría tanta paciencia para hacerlo.
Cuando llega al meñique, sin embargo, toda su concentración se esfuma al escuchar que la cerradura de la puerta cede.
Boots también reacciona ante el ruido, saliendo escopeteado hacia la entrada. Sé que no es mamá porque ahora mismo está en una reunión y por eso tuve que ir yo a recoger a Nara; papá está en la oficina y Kairi está en kárate.
—Espérate aquí —le advierto a Nara, que da pequeños saltos en su sitio deseosa por salir.
Me acerco hacia el marco del pasillo, captando, por lo poco que puedo ver, a Boots sentado frente a Esther moviendo la cola de un lado al otro en respuesta ante las caricias.
Cuando le rasca por detrás de las orejas, saca la lengua y si no fuese porque tiene la otra mano ocupada por la mochila, seguramente se la habría lamido.
Es su forma de decirte que le gustas.
Y a Boots, que le gruñe a cualquiera que se cruce por su camino, le gusta Esther.
«Otro más para la lista».
—Así que es verdad que te has ganado el amor de Bootsie —comento, advirtiéndole de mi presencia al hacerlo.
Lentamente, aparta su mirada de Boots y la clava en mí.
De manera inconsciente me cruzo de brazos y enarco una ceja ante su silencio.
Ni siquiera se molesta en disimular el repaso que me hace de arriba abajo, aunque tampoco puedo recríminarselo porque yo estoy haciendo lo mismo.
En cuanto deja de acariciar a Boots y se endereza, puedo recorrer con total libertad su vestimenta.
Sorprendentemente, no va vestida con el uniforme sino que viste unos vaqueros ajustados que se amoldan a sus piernas y a sus anchos muslos que acaban ocultos a mitad del recorrido por una sudadera de un par de tallas más grande de la que en realidad lleva, con el nombre de la serie Friends descansando en el centro. Aunque la «F», la «R» y la «S» están un poco desteñidas por el uso.
Por último, tiene un abrigo blanco que es de mamá en realidad.
Teniendo en cuenta el historial de Javi, lo más probable es que hubiera salido solo con una sudadera y Saoirse hubiese improvisado en el momento.
Curvo ligeramente los labios hacia arriba, sin terminar de sonreír del todo al ver el moño deshecho del que se le escapa varios mechones, que enmarcan su rostro.
Antes de que ninguno de los dos sea capaz de decir nada, Nara aparece detrás de mis piernas, vacilando su mirada entre Esther y yo.
Solo necesito mirar a mi hermana una vez para saber que está igual de emocionada que Boots de ver a Esther.
Tanto, que me da un empujón con todas sus fuerzas para salir al encuentro con ella.
—¡Esther! —chilla con voz aguda—. ¿Me dejarás pintarte las uñas también?
Aunque no hace ningún gesto que dé por sentado que va a decirle que no, sé por la forma en que observa a Nara que no está demasiado convencida.
—Las hace bastante bien.
Descruzo los brazos y estiro una mano en su dirección para que pueda observar la pequeña obra de arte hecha uñas.
Al ver la sonrisa que se dibuja en su cara, sé que he dado en el clavo.
Ahora solo falta que suelte uno de sus comentarios. Enarco ambas cejas, expectante a que lo haga.
—Te pega con los ojos.
—¿A que sí? —pregunto, elevando la mano hasta la altura de mis ojos para compararla—. Tenemos pintura verde, por si quieres —añado, irritándola.
Lo último que espero es que me saque la lengua y sin poder remediarlo se me escapa una pequeña risa.
Nara vuelve a captar su atención y me lo tomo como mi señal para marcharme de ahí.
Me siento al otro lado de la mesa, donde antes estaba Nara y empiezo a trastear con el móvil, leyendo mensajes pendientes de Javi, que no deja de incordiarme sobre si le he dado el saludo de su parte o no, memes que me ha pasado Pheebs y un mensaje de Bri preguntándome sobre si podemos quedar hoy.
Bloqueo el teléfono automáticamente al escuchar que se acercan.
Nara arrastra a Esther por todo el salón.
Mentiría si dijese que no aprovecho para volverla a observar de arriba abajo ahora que ella está distraída para prestarme atención.
Inevitablemente —porque yo no lo quiero evitar— se me van los ojos a su culo, ahora que ya no tiene ni el abrigo ni la sudadera puesta.
Joder.
Es que parece que no he visto culos en mi vida. No sé qué cojones me pasa con el suyo, tampoco es nada del otro mundo. Ni muy grande, ni muy pequeño, ni demasiado respingón ni demasiado flácido.
En realidad, pasaría desapercibido en comparación a los culos de las del equipo de natación o a las jugadoras del equipo de rugby femenino, pero aún así es imposible que no se me vayan los ojos.
No sé qué problema tengo con su culo.
Aunque, cuando Nara la sienta en el sofá frente a mí y le sonríe con ternura ante alguna de sus infantiles ocurrencias, automáticamente clavo la mirada en sus labios.
Mierda.
Vale.
También tengo un problema con eso.
Y con el hecho de que me llamase engreído la otra noche.
Estaba deseando irritarla hoy para escuchárselo decir.
En resumen: tengo muchos problemas y todos están relacionados con Esther.
Al ver que se tensa en su sitio cuando Nara empieza a sacar varios botes de pintura, agarro el bote de pintura verde y se lo enseño. Cuando entrecierra los ojos, sonrío.
—¿Qué tal el primer día?
Tarda un par de segundos en responder.
—B-Bien —tartamudea al elevar la mirada y chocar con la mía.
No es la primera vez que titubea cuando estamos cerca. El otro día por la mañana pasó lo mismo.
Y no sé por qué, pero me gusta que reaccione así cuando la miro.
—¿Qué tal el tuyo? —pregunta sin titubear.
—No ha sido mi primer día —respondo, entre sorprendido y divertido.
Parece estar a punto de soltar una de sus contestaciones, pero se muerde el labio inferior, como si de alguna forma pudiese evitar que se escapase de su boca.
—Ya —rebate, más decidida que antes—. Quería decir: ¿qué tal tu día?
Sonrío, divertido al ver que rectifica irritada. Entrecierra los ojos de nuevo y no puedo evitar sonreír un poco más.
Eso no le hace demasiada gracia.
Apostaría los veinte euros que tengo en la cartera que ahora mismo me tiraría un bote de pintura a la cabeza si pudiese.
—Bastante bien. —Intento que no se note lo divertida que me resulta la situación ahora mismo—. Hasta que has aparecido tú, claro.
Y, para qué mentir, estaba deseando escuchar su respuesta.
—Pues lo voy a hacer durante varios meses, así que deberías empezar a acostumbrarte a que estropee tus días —suelta, irritada.
No sé qué decir.
Esther enarca una ceja, con la diversión brillando en su mirada, ante mi silenciosa derrota.
Soy capaz incluso de entrever una sonrisa dibujándose en su cara.
«Ni de coña».
Antes de saber qué estoy haciendo, me reclino sobre la mesa, acortando la distancia entre los dos sin despegar mi mirada de la suya. Ella tampoco la aparta, como si de alguna manera me estuviese diciendo que no piensa ceder.
—Lo estoy haciendo —susurro con voz ronca—. No te preocupes por eso.
Oigo un par de pasos lejanos y como cierran la puerta de un coche.
Y solo así, la burbuja extraña que nos envolvía a Esther y a mí explota.
Sin decir nada más me levanto de mi sitio, cruzo el pasillo y abro la puerta, encontrándome a Kairi temblando de pies a cabeza por el frío. Con mochila incluida y todo se abraza a mí.
Papá no tarda en subir los escalones de la entrada. Kairi corre hacia el salón, dejando la mochila en medio del pasillo y papá me da un abrazo antes de revolverme el pelo.
—¿Hoy no te ha regañado la señora Nelson? —pregunta mientras se quita la bufanda.
—He sido un punky puntual —bromeo.
Él rompe a reír ante mi ocurrencia.
Antes de marcharme al apartamento me permito mirar una última vez por encima de mi hombro, encontrándome con Esther centrada en Nara, que no deja de parlotear y sonreírle.
Ella arruga la nariz en respuesta ante algo que le ha dicho y con la mano libre le recoloca un mechón suelto de la trenza.
A lo mejor no es tan odiosa, después de todo.
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