Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo Cinco


(Canción: Sweather Weather de The Neighbourhood)

<< 5 >>

Repiqueteo los dedos sobre la mesa del comedor, mirando de soslayo la puerta de su pasillo de vez en cuando.

Más de las que admitiría en voz alta.

Más de las que me gustaría.

Al menos, tengo el consuelo de que no soy el único que lo hace.

Nara se gira cada vez que escucha algún ruido a su alrededor, perdiendo momentáneamente el ritmo del juego, provocando que muera el muñequito que tiene que controlar. Aún así, no deja de hacer ninguna de las dos cosas. Kairi, que está tumbado en el sofá a su lado, la observa divertido, a lo que ella parece molesta. Mi hermano no es el mejor en disimular las risitas.

—¿De qué te ríes? —le pregunta enfadada, consiguiendo que su voz suene más aguda de lo normal.

En respuesta, Kairi suelta otra risita de las suyas y Nara frunce el ceño, cruzándose de brazos. No puedo verle la cara entera, pero apostaría el triste billete de diez euros que tengo en el bolsillo de que está sacando ligeramente el labio de abajo y que le está temblando, porque es lo que ocurre siempre antes de que haga una rabieta.

No ocurre demasiado a menudo, menos mal.

Mamá, por suerte, estando de espaldas y centrada en hacer las tortitas que Nara ha insistido tanto en desayunar, les llama a ambos la atención con un chasquido de lengua. Tengo que reprimir como puedo la sonrisa cuando Kairi automáticamente esconde el móvil y se endereza sobre el sofá con torpeza mientras que Nara frunce aún más el ceño y la mira de vuelta con los ojos de cachorro abandonado al que es imposible negarle nada.

—Kairi deja de meterte con tu hermana —dictamina, enarcando una ceja.

Nara sonríe al instante que la escucha, pero tan rápido como ocurre, borra la sonrisa cuando la atención de nuestra madre recae sobre ella.

—No sonrías tan rápido, señorita —añade, señalándole con la espátula—. Dile a Ryu que te ayude a poner la mesa.

La miro de golpe al escucharla.

—Oye —me quejo—. Que no soy invisible.

—A veces, hijo, lo pareces —comenta con pesar.

—Yo también te quiero —refunfuño, levantándome de la silla.

Lo único que recibo en contestación es una sonrisa de boca cerrada antes de que me vuelva a dar la espalda, concentrada en que las tortitas no queden poco hechas, pero tampoco tostadas, ni muy gordas ni demasiado finas y, por supuesto, que sean lo más circulares posible.

Oigo los pasos suaves de cierta personita a mi espalda y no necesito girarme para saber que tengo a Nara pisándome los talones, así que al sacar el mantel del cajón se lo entrego mientras que yo me encargo de coger las tazas del armario de arriba junto a los platos.

Nara, por razones obvias, intenta estirar el mantel sobre la mesa, pero no lo consigue demasiado bien. Así que tengo que dejar toda la vajilla sobre la encimera y estirar la bola de tela que hay sobre la mesa del comedor antes de colocarla.

Los cubiertos, por otro lado, los acerca Kairi que ha sido capaz de pillar la indirecta, aunque tiene el móvil con él mientras coloca un cuchillo y un tenedor en cada lado del plato sin despegar los ojos del vídeo que se está reproduciendo.

—Cuando duermes... ¿cómo lo haces? —pregunto al volver a sentarme.

Kairi levanta la cabeza de golpe al escucharme, pero vuelve a centrar su atención sobre el cachivache en cuanto quien sea que esté viendo empieza a gritar con energía.

—¿Qué? —murmura, sin dirigirme la mirada.

Niego con la cabeza y vuelvo a repiquetear los dedos contra la mesa, clavando los ojos de nuevo en el trozo de madera blanca.

Sinceramente, no sé qué me pasa.

Tampoco es como si hubieran pasado días sin que la haya visto.

No ha pasado ni siquiera uno.

Ante el bufido, desvío la vista de la puerta y me encuentro con Nara tumbada parcialmente sobre la mesa, mirando también hacia el pasillo con aire aburrido.

—¿Sabes qué podrías hacer? —murmuro con aire sugerente.

Con esa simple pregunta soy capaz de captar al segundo el interés de mi hermana pequeña, que me observa con la duda clara en su mirada.

—Podrías ir a despertarla.

—Mamá dice que no podemos entrar ahí —refunfuña con molestia.

—Si no la despiertas, se va a quedar sin tortitas.

Ella abre mucho los ojos, preocupada.

—No se van a acabar las tortitas—responde, entrecerrando los ojos.

—¿Segura?

Asiente con la cabeza con determinación.

—Pues yo hoy tengo muuuucha hambre.

—¡Y yo también! —añade Kairi, tirado de nuevo en el sofá.

—¿Sabes quién es el Monstruo de las galletas? —le pregunto a Nara, captando su atención de nuevo.

—El señor peludo de color azul —responde, sonriendo.

Aunque intento mantener el aire misterioso y serio en nuestra conversación, la sonrisa me sale inconscientemente al ver el tono emocionado de su voz.

—Ese, justo. ¿Sabes qué más?

—¿Qué?

Me arrastro por la mesa hasta acabar los dos muy cerca.

—Lo que te voy a decir no puede descubrirlo nadie —murmuro, enarcando una ceja.

—¿Conoces al Monstruo de las galletas?

Amplío la sonrisa al escucharla.

—Mejor —digo, dejando un par de segundos el silencio llene nuestra conversación para generar más dramatismo—. Yo soy el Monstruo de las tortitas.

—No lo eres —responde, negando con la cabeza.

La pequeña tiara que tiene sobre ella se desliza por su pelo hacia un lado, a punto de caerse. Sin decir absolutamente nada, se la coloco de nuevo en el centro, aunque resulte inservible porque en apenas cinco minutos volverá a estar colgada de un lado.

—¿Qué hace el Monstruo de las galletas? —susurro sin disimular el tono divertido.

—Comerse todas las galletas —responde como si fuera tonto.

—Pues yo me como todos las tortitas.

Lo último que espero, es tener a Kairi también pendiente de esta conversación.

—Entonces, Esther no va a tener —objeta, frunciendo el ceño.

—Por eso tenéis que avisarla.

Ambos intercambian una mirada entre ellos. A la vez —y miento si no digo que dan un poco de miedo cuando lo hacen— clavan los ojos en mí antes de centrar su atención en la puerta cerrada. Lanzándoles varias miradas de reojo a nuestra madre, que sigue inmersa en el arte culinario, la mermelada, la nata y las fresas, empiezan a avanzar hacia el pasillo.

Cuando Nara mira por encima de su hombro antes de abrir la puerta, le alzo el pulgar en respuesta.

Parece ser el último empujoncito que necesita para girar el pomo y desaparecer de mi campo de visión. Kairi no tarda en seguirla.

Y al igual que antes, tamborileo con los dedos sobre la mesa, más pendiente incluso que antes de la dichosa puerta.

Al cabo de varios minutos, decido acercarme para saber qué está pasando y por qué ninguno de los tres ha cruzado el marco.

Por asegurarme de que nada ha pasado, no por otra cosa.

Sin embargo, me detengo al llegar frente al marco de mi antigua habitación post-fiesta, y ahora la habitación de Esther, cuando escucho la voz de Kairi hablando con genuina preocupación.

—Si no te levantas ya, lo más probable es que Ryu se los acabe —anuncia, haciendo gestos con las manos.

Esther tarda un par de segundos en responderle.

Desde donde estoy y por culpa de la dichosa columna, no puedo verla.

Solo un resquicio de las coletitas de Nara y el edredón de Esther. Aunque sí que la escucho agradecerle la advertencia y como, además, Nara le pregunta de qué los va a querer.

No obstante, no me atrevo a advertir de mi presencia hasta que Kairi y Nara salen correteando de su habitación con una nueva misión que llevar a cabo.

—Buenos días. ¿Me has echado de menos esta noche? —pregunto, avanzando un poco más hasta apoyarme en el marco de la puerta de forma que pueda verla a ella también.

Lo último que espero recibir en respuesta es un gruñido.

Mucho menos un cojín volador.

Aunque, a estas alturas, debería saber ya que con ella lo más inesperado es lo que más probable puede suceder.

Observo al pobre e inocente cojín volar hacia mí, que atrapo en un rápido movimiento que, en comparación al balón de rugby, es un juego de niños. Lo pego al pecho como si fuera el regalo más preciado, siendo consciente de que eso va a irritarla más,  y centro mi atención de nuevo en la bola de edredón y pelo enmarañado que sigue con la cara hundida contra su almohada.

—¿He mencionado ya tu pésima puntería? —cuestiono, en busca de recibir alguna respuesta mordaz o una imitación irritante, pero nada de eso sucede.

Sin decir absolutamente nada, se levanta de la cama, enrollándose el edredón alrededor de su cadera, dejando a la vista solo la camiseta vieja y arrugada de otro grupo de música. Varios mechones ondulados caen sobre sus hombros, aunque otros están apuntando a cualquier dirección, pareciendo que, en lugar de dormir en una cama, haya metido el dedo en un enchufe.

Sigo cada uno de sus movimientos con la mirada.

Se agacha frente a la maleta, sujetando con fuerza el edredón a su alrededor y empieza a rebuscar entre los montones de ropa doblada.

Esther parece percatarse de que tiene mi atención, porque aparta los ojos un momento y me observa con su familiar molestia.

—¿Qué?

—¿Qué haces? —pregunto, ligeramente divertido ante el tono irritado en su voz.

—¿Qué hago de qué? —cuestiona en respuesta, confundida.

Le señalo de pies a cabeza como si fuera obvio. Esther baja la mirada al edredón, frunciendo el ceño y vuelve a elevarla, observándome incluso más perdida que antes.

—¿Por qué tienes el edredón así, Esther?

—Porque estoy en bragas —suelta de sopetón.

Una carcajada está a punto de escaparse de mis labios, pero soy capaz de reprimirla a tiempo.

La sonrisa, por otro lado, es mucho más difícil de disimular y ante su mal humor mañanero no quiero incentivarla a lanzarme otra cosa que no sea un cojín o un bote de acondicionador de coco e intento contenerla lo mejor que puedo.

Aunque estoy seguro de que me ha salido una mueca extraña.

—Ya te las vi, no sé si lo recuerdas —comento, divertido.

Puede que un objeto volador lanzado hacia mi persona no esté tan mal después de todo.

—No son las mismas —masculla entre dientes, irritada.

«Esta chica no se entera nunca»

—No hace falta que me generes más ganas de verlas.

Esta vez, no dice nada.

En su lugar, pone los ojos en blanco y se recoloca el edredón, agarrándolo con fuerzas antes de alcanzar un pantalón de chándal. Sé que podría ofrecerme y decirle que me puedo marchar de aquí, que puedo darme la vuelta y darle intimidad o, al menos, hacer el amago de que voy a taparme los ojos, pero es mucho más entretenido ver cómo se las ingenia para vestirse con él, manteniéndolo en su sitio.

Al escucharla gruñir de nuevo, parece haberse replanteado mejor su estrategia.

—Date la vuelta —exige.

—No sabía que eras tan mandona. Me gusta.

Obviamente, ignora mi comentario.

—Ryu, en serio. —Suelta un suspiro, frustrada—. ¿Puedes darte la vuelta, por favor?

El «por favor» es mi punto débil en su petición, así que obedezco y me giro sobre mí mismo.

Durante varios minutos, lo único que observo es la misma porción de madera blanca que llevaba mirando toda la puñetera mañana con la diferencia de que, esta vez, tenía una banda sonora a mis espaldas de lo más peculiar.

La escucho acercarse a mí, rozando de manera imperceptible su brazo con el mío.

—No sabía que había tan buenas vistas en mi habitación —ironiza.

Le doy un repaso de reojo, divertido al ver que está sonriendo.

—Oh, sí que las hay.

Esther aparta los ojos de la puerta y es el momento perfecto para guiñarle un ojo antes de que se me escape la risa ante su cara de estupefacción cuando cae en la cuenta de a lo que me está refiriendo con mi comentario.

Bufa algo en español, que lo más probable es que sea algún tipo de insulto con el que, hasta el momento, no estoy familiarizado. Sin previo aviso, aplasta la almohada contra mi pecho, con la misma actitud irritada de siempre.

Es imposible contener la risa ante la mueca de molestia que se apropia de sus facciones.

Entonces, abre la puerta de la habitación sin mirar atrás. Antes de que la madera se clave en el puente de mi nariz, detengo el movimiento, ganándome una nueva mala mirada de su parte.

—Da gracias a que tengo buenos reflejos —digo, alzando un ceja—. Porque abriendo puertas así vas a romperle la nariz a alguien.

Eso parece molestarla aún más y se cruza de brazos, entrecerrando los ojos.

—Odio que tengas tan buenos reflejos, entonces —refunfuña.

Abro mucho los ojos, falsamente escandalizado.

—¿No te gusta mi nariz?

—No te vendría mal una rinoplastia —comenta a medio camino de la diversión y la irritación.

Me pilla desprevenida su respuesta y por la risotada que se le escapa, mi cara debe reflejar dicha sorpresa perfectamente. Sin saber por qué, termino uniéndome a su risa sin pensarlo.

—La próxima vez que tenga un partido, le diré al contrincante que me plaque con fuerza. Así me hacen la rinoplastia gratis.

—¿Placar? —repite, confusa.

«Otra española que solo ve el fútbol o el baloncesto», me lamento.

—Eso es lo que hacemos en el rugby.

—¡¿Juegas al rugby?! —exclama, sorprendida.

Vale.

No me esperaba ese grito tan de repente.

—Eh, sí.

Menos aún espero que me golpee el hombro.

Salimos de su habitación, esta vez sin la posibilidad de que pueda romperme la nariz cuando abre la puerta del pasillo y entramos al salón con Nara y Kairi están en su rollo habitual, ambos mirando la tele.

—Eso explica por qué tienes tan buenos reflejos —reflexiona mientras avanza hacia la cocina.

—Ser el capitán del equipo de rugby de la UCD ayuda. —Esther me mira por encima del hombro mientras que yo los encojo con indiferencia. Doy dos zancadas más grandes de la cuenta, girándome para que nos quedemos cara a cara mientras hablamos—. O, a lo mejor, es que lanzas horriblemente. Depende de cómo lo mires —añado, sonriendo.

Esther entrecierra los ojos de nuevo.

—Es lo primero, seguro.

Parece estar a punto de añadir algo más cuando rompo a reír, pero desvía su atención de mí cuando Nara le tira de la camiseta.

Sin decir absolutamente nada, mi hermana pequeña le señala la mesa del comedor con orgullo, donde descansa un plato de tortitas con sirope de chocolate y nata por encima.

Observo como se agacha hasta estar a la misma altura y le da un beso en la mejilla que logra dibujar una sonrisa en su infantil rostro y le susurra algo que no comprendo antes de enderezarse. Nara la arrastra por todo el salón hasta sentarla en el comedor.

Cojo el plato de ella y el mío, dejándolos sobre la mesa.

Me basta con una mirada de reojo para saber que mamá ha ido a sacar a Boots.

Dejo que Nara elija donde se va a sentar, que termina siendo en frente de Esther por lo que yo termino a su lado. A diferencia de la de ella, la mía lleva mermelada y nata mientras que la de Nara no solo lleva el sirope de chocolate y la mermelada, sino que encima cree que es buena idea añadirle miel a su extraña combinación. No un poco, sino que tiene intención de echarle bastante.

Hasta que le arrebato la cuchara, claro.

—¡Oye! —se queja, enfurruñada.

—Te vas a poner mala con tanta porquería.

—Mejor.

Suelto una risa entrecortada, sorprendido.

—¿Cómo que mejor?

—Así no tengo que ir al colegio —afirma, sonriente.

Esther a mi lado niega con la cabeza mientras sigue comiendo su desayuno en silencio.

Dejo tanto la cuchara como el bote de miel lo más lejos posible de Nara, que al ver que no podrá seguir llenando las tortitas de potingue opta por comérselas como están.


* * *


Las agujas parecen moverse muy lentamente cuanto más cerca está la tienda de cerrar.

Paseo la mirada alrededor de ella. En la zona de los vinilos hay un par de chicos ojeando cada uno de ellos, moviendo las carátulas adelante y atrás en cada una de las secciones. El sonido que hace el roce del plástico al impactar contra el otro es lo que más abunda, aunque ahora mismo me está poniendo de los nervios.

No puedo esperar a que sean ya las nueve para marcharme de aquí.

En la zona de los sofás, que se encuentra bajando los escalones que hay al final de la tienda, hay un grupo de amigos de más o menos mi edad que con un vinilo de los Rolling Stones sonando de fondo, han aprovechado para matar el tiempo jugando con alguno de los juegos que tiene el señor Byrne para cuando llueve mucho y la gente viene en busca de refugio.

Hace más de media hora que tanto él como Teresa y Steve desaparecieron por las escaleras de metal que hay en una esquina del establecimiento para preparar el programa de esta noche, dejándome a mí aquí solo y aburrido.

—No tenéis el nuevo vinilo de Khalid —dice alguien a mis espaldas.

Al girarme, me encuentro con uno de los dos chicos que se habían pasado más de una hora moviendo cada dichosa funda.

—No ha salido todavía —suelto, aburrido de tener que dar todo el día las mismas explicaciones—. Si ni siquiera ha sacado el cd.

Él no parece contentarse con mi respuesta.

—¿Y cuándo lo vais a tener?

—No lo sé.

—¿No deberías saberlo?

Frunzo el ceño ante el tono condescendiente.

Si no estuviera trabajando y supiese que en cualquier momento podría bajar el señor Byrne, le habría soltado una verdadera burrada, pero como siempre ocurre, la pienso mentalmente e intento sonar lo más cordial posible mientras que lo único que quiero hacer es mandarlo a la mierda.

—Solo lo sabré cuando lo saquen a la venta, mientras tanto tendrás que contentarte con los vinilos de sus otros álbumes —digo, mostrando una sonrisa de boca cerrada.

Aunque por la cara de horror del chico, no debe de haber salido tan natural como pienso.

—Eh... ¿y el de The Lumineers?

—¿Qué pasa con ellos? —pregunto en respuesta.

—Tampoco lo tenéis.

—¿Ninguno?

—Solo el más nuevo —contesta, molesto—. Estoy buscando su álbum Cleopatra.

«Qué suplicio».

—Está descatalogado.

—¿Qué significa eso?

—Que no hay más. Cero. Nada de nada.

Él parpadea un par de veces.

No creo en la violencia.

De verdad que no.

Pero como haga una nueva pregunta, el móvil no me parece tan caro para no lanzárselo directamente a la cara o la cabeza, a ver si de esa forma pone en funcionamiento sus neuronas y me deja, aunque sea un rato, solo.

Prefiero estar mil veces como antes a tenerlo preguntándome por cada artista que se le ocurra.

Menos mal que, raramente lo diría, Steve baja de las escaleras metálicas con rapidez, captando la atención de los dos.

Sin embargo, mi alegría inicial ante la posibilidad de hacer el relevo y subir a la radio, incluso si solo es para mirar a Teresa toquetear todos los malditos botones y escuchar el sonido agudo que siempre inunda la sala cuando pulsa el que no debe, se esfuma de golpe ante su cara de circunstancias.

—Tengo que pedirte un favor —suelta sin aliento al llegar frente al mostrador.

El chico tocapelotas no se mueve de su sitio, a pesar de que está claro que lo que sea que tengamos que hablar nosotros dos es algo privado de lo que no tiene por qué enterarse.

Menos mal que Steve se me adelanta, porque yo habría terminado soltando la bordería que llevaba aguantándome toda nuestra conversación.

—¿Le importa? —pregunta, observándolo con confusión—. En unos minutos volveremos a atenderle.

«O no», pienso para mí mismo.

Cuando desaparece de nuestra vista, Steve se centra en mí de nuevo.

—El favor...—empiezo al ver que vacila durante un momento.

—Eh, sí. Sabes que no te lo pediría si no fuese importante.

—Dilo ya —le pido, cansado.

No soy tan tonto para no poder olerme por dónde va a ir dicho favor, así que prefiero que no se ande con rodeos porque el chico tocapelotas no es el único cliente de la tienda y si mi hora no termina en diez minutos como suele ocurrir, tendré que acercarme a ellos.

—Me han adelantado la cita del dentista a hoy, así que necesito que cierres la tienda por mí —me pide, suplicante.

Asiento con la cabeza.

—Vale.

—¿Vale? —repite, sorprendido.

Vuelvo a asentir con la cabeza.

—Tampoco es como si tuviera un mejor plan, es la semana después de un partido y estoy reventado.

—¡Genial! —Suspira, aliviado y se pasa las manos varias veces por el pelo—. ¡Te debo una! —grita, correteando hacia la salida.

Le hago un gesto con la mano restándole importancia y estoy a punto de salir del mostrador, cuando me llega un mensaje al móvil.

MÉRIDA (IRISH VERSION):

¿Sabes que eres el mejor mejor amigo del mundo?

Que no se note que el nombre lo eligió ella y encima haciéndole un guiño a, como la llama, su diosa Taylor Swift.

RYU:

¿Qué vas a querer que haga?

MÉRIDA (IRISH VERSION):

¿Por qué siempre asumes que te voy a pedir algo?

</3

RYU:

Porque es lo que sueles hacer.

MÉRIDA (IRISH VERSION):

¡Eso no es verdad!

RYU:

Vale, lo que tú digas.

¿Para qué me has escrito entonces?

MÉRIDA (IRISH VERSION:

Es gracioso, jeje

Pero como raramente hago, me preguntaba que, ya que tienes un bonito coche muy cómodo y calentito, a diferencia del autobús apestoso y frío, si nos podrías llevar al karaoke de la señora Smith.

Niego con la cabeza, sin sorprenderme en absoluto.

RYU:

¿A qué hora hemos quedado?

MÉRIDA (IRISH VERSION):

No hemos puesto ninguna en concreto.

Cuánto antes mejor, ¿no? ;p

Miro la hora en el teléfono. No son más de las nueve y cinco. Podría pedirle al señor Byrne cerrar la tienda un poco antes de la hora establecida con el pretexto de que estoy cansado y que, encima, no contaba con que hoy me tocase cerrarla.

Además, apenas habrá gente pasadas las nueve y media.

Normalmente el franjo de tiempo previo al cierre de la tienda siempre nos la pasamos arriba con Teresa.

RYU:

Cuando salga de aquí, os voy a recoger.

(Aunque no me pille de camino)

MÉRIDA (IRISH VERSION):

¿Ves?

Sí es que eres el mejor.


* * *


Cuando aparqué delante de casa de Saoirse, había muchas cosas que no me esperaba.

La primera fue encontrarme a mí mismo pendiente de Esther y cada gesto o movimiento que hacía.

Me había fijado en que colocaba una y otra y otra vez de manera compulsiva la chaqueta sobre su brazo, o que se peinaba un mechón de pelo detrás de la oreja con nerviosismo o el hecho de que de vez en cuando, al mirarla de reojo, me percataba de que se mordía el labio inferior repetidas veces.

La segunda fue el repaso bastante descarado que le había dado en cuanto salió de la casa.

En esos momentos me preguntaba a mí mismo si había vuelto en algún punto de mi vida a la preadolescencia y volvía a tener las hormonas revolucionadas y esa era la razón por la que me comportaba así a su alrededor.

Sinceramente, después de diez minutos en silencio, el uno junto al otro porque Saoirse y Pheebs han acabado en los asientos traseros y ella está sentada en el copiloto, sigo sin encontrarle una respuesta.

Al frenar en un semáforo en rojo, a pesar de saber que no es muy normal, la miro de reojo de nuevo.

Viste un jersey de color negro y ajustado que resalta perfectamente sus pechos, al igual que la falda de cuadros con su culo, dejando a la vista sus largas piernas, aunque estas estén cubiertas por unas medias negras. Aunque lo que me sorprende es al bajar la mirada y encontrarme con sus botas envejecidas, que desentonan con el resto del atuendo.

Dudaba que Saoirse le hubiera dejado salir de su casa así sin una discusión de por medio.

Ante la bocina aguda de un coche detrás de nosotros, aparto abruptamente la mirada de ella y centro mi atención de nuevo en la carretera, poniendo en marcha el coche.

Sin embargo, mucho antes de lo que me gustaría, no puedo evitar echarle varias miradas de reojo ante su silencio.

No sé en qué momento había llegado a este punto en el que el silencio me podría resultar molesto, pero a su alrededor, había veces —más de las que admitiría— que lo era.

Sobre todo el tipo que hay en este momento en el que, sin necesidad de que ninguno de los dos lo diga, ambos sabemos de la existencia de que queda algo por decir que ella no se atreve a pronunciar y yo no soy lo suficiente valiente para preguntar.

Menos mal que Saoirse y Pheebs con su parloteo habitual se encargan de aminorar un poco el ambiente, metiéndonos en algún que otro momento en su conversación, logrando que el silencio no invada por completo el coche.

Al menos, no todo el tiempo.

Cuando pasamos el cruce previo al aparcamiento del establecimiento de la señora Smith, giro a la derecha. Apoyo una mano sobre el asiento del copiloto y me fijo en que Esther parece incluso más incómoda que antes, aunque no estoy demasiado seguro de por qué. Tiene los ojos clavados en el exterior, ajena a mi mirada.

La pregunta: «¿Qué te pasa?» está a punto de deslizarse por mi lengua, pero la retengo a tiempo.

Aprieto la mandíbula, frustrado y decido centrar mi atención en la tarea que me he autoimpuesto: aparcar el coche en marcha atrás. Alterno la vista entre la parte delantera y trasera hasta lograr encajarlo. Cuando lo consigo, me giro por completo hacia delante.

Al seguir sin escuchar nada, decido dar por zanjado el trayecto y saco las llaves de la toma de contacto con toda la intención de salir de aquí y seguir ignorándola el resto de la noche de la misma forma que ella parece que va a hacer conmigo.

No obstante, al oír el clic del cinturón a mi izquierda, le rodeo el brazo con delicadeza, frenándola.

Por un momento pienso que se va a zafar, marchándose sin mirar atrás, pero no lo hace.

En su lugar, cierra los ojos y suspira sonoramente, sentándose de nuevo sobre el asiento.

Frunzo el ceño cuando al abrir los ojos, gracias a las farolas repartidas a lo largo de la calle, puedo vislumbrar el gesto derrotado en su rostro y el brillo de la decepción inundándole la mirada.

—¿Estás bien? —susurro para que solo ella pueda escucharme.

Clava los ojos en mí y por lo que podría ser una eternidad se limita a observarme en silencio. Al cabo de varios minutos, parpadea un par de veces, como si volviera a la realidad.

—Perfectamente. ¿Tú? —responde con sequedad.

A decir verdad, una patada en el estómago en estos momentos me hubiera sentado mil veces mejor.

No entiendo absolutamente nada.

Hace una semana estábamos bien.

Joder.

Había empezado a desayunar conmigo, o comer, o cenar, da igual como fuese, sino que se sentaba a mi lado, me contaba qué tal le había ido al instituto y yo me inventaba alguna excusa por la que no había pasado de segunda hora en la universidad antes de marcharme al apartamento a dormir.

Esta misma mañana habíamos desayunado juntos con esa misma dinámica.

Sin embargo, Esther no me deja más tiempo para procesarlo cuando se libera de mi agarre, saliendo del coche en completo silencio.

En otro momento habría intentado detenerla para solucionar lo que estuviera pasando, pero ahora mismo estoy en blanco.

Ni siquiera sé por dónde empezar, cómo voy a solucionar algo que no sé lo que es.

Mentiría si dijese que no me planteo arrancar y marcharme de aquí.

Desecho la idea inmediatamente.

Ella no es el único motivo por el que he venido. Puede que, aunque no lo diría nunca en voz alta, fuese el mayor motivo, pero no el único.

Con dicho pensamiento en la cabeza, me bajo del coche acercándome a ellas que parecen estar sumidas en una conversación lo suficientemente interesante para que ninguna se haya dado cuenta de mi ausencia.

Da igual cuántos años pasen, el karaoke sigue igual que siempre. Ladrillos rojos llenos de grafitis de pentagramas, notas musicales y letras de canciones, mayoritariamente de Elvis Presley o Nina Simone porque la señora Smith es un gran fan de ambos, sobre todo de la segunda.

Creo que no hay ni una sola vez que haya venido aquí en el que no haya escuchado alguna canción de ella.

El cartel de neón, por otro lado, ha visto días mejores.

Aunque teniendo en cuenta los años que tiene, bastante ha aguantado para que solo esté parpadeando y no apagado por completo. Miro de reojo de nuevo a las chicas y al ver que la única que está hablando en esos momentos es Esther, me lo tomo como mi señal para poder acercarme sin que me echen de malas formas.

Acabo detrás de ella. Por mucho que lo intento, es imposible que no se me vayan los ojos a las pecas que motean su nariz o a su mirada verde. Ella me observa de vuelta en completo silencio. Enarco una ceja, con la pregunta implícita en mis ojos, pero ni así soy capaz de que diga nada.

Parece ida.

Ajena al resto.

—¿Vamos? —pregunto, señalando la puerta con un gesto de cabeza.

Aquello parece espabilarla, pero no lo suficiente.

Con la misma actitud de antes, entra al local en soledad y en silencio con Saoirse y Pheebs pisándole los talones y yo detrás de ellas. Muevo los hombros hacia atrás, destensándolos y me meto las manos en los bolsillos, intentando no comerme mucho la cabeza por el tema.

Total, si ella no habla, hay poco que pueda hacer.

Al primero que reconozco en el local es a Kieran que hace aspavientos con las manos para captar nuestra atención. Kai, a su lado, lo observa molesto por el espectáculo que está montado, pero es que la palabra «sutileza» no existe en el vocabulario del gemelo. Javi, por último, está sentado en la silla, bebiendo su cerveza y se limita a hacer un gesto con la cabeza a Esther cuando llega a la mesa.

—¡Si es mi aliada del mal! —grita Kieran cuando está lo suficiente cerca.

Por primera vez en toda la noche la escucho reírse.

Siento un nudo extraño en el pecho retorciéndose por el sonido y el causante de él.

Javi parece intrigado por el mote porque deja la cerveza a un lado y apoya los brazos sobre la mesa.

—¿Del mal?

—Los dos siempre llegan tarde e irritan a los profesores —responde Saoirse, sentándose junto a Kieran y Esther.

Arrastro una silla de otra mesa hasta colocarla junto a la de Javi. Le arrebato su vaso de cerveza y le doy un sorbo rápido. Él me observa sorprendido por el gesto y aleja el vaso todo lo que puede de mí, protegiéndolo.

—¿Por qué no te bebes la tuya? —cuestiona, molesto.

—Porque no tengo ninguna.

—Pues te compras una. Esta es mía.

—Ya me ha quedado claro, tóxico —lo irrito.

En respuesta recibo una mala mirada de su parte. Me encojo de hombros en respuesta y centro de nuevo mi atención en el trío que hay delante de mí.

Kieran tiene a Esther abrazada por los hombros, aunque en mi opinión, tengo que decir que es una pésima estrategia porque cuando está molesta suele dar algún que otro codazo —lo sé yo bien— y en ese momento tiene el camino libre sin obstáculos. A él no parece importarle, porque la estrecha incluso con más fuerza a lo que ella rompe a reír.

En ese momento muere la teoría de que a lo mejor solo está teniendo un mal día.

También la de que, simplemente, está de malhumor.

Y se confirma lo que ya sospechaba, incluso si sigo sin comprender el por qué: está enfadada conmigo.

—Oye, ¿y ese favoritismo? —cuestiona Kai a sus espaldas.

Esther desvía la vista de Kieran para clavarla en su gemelo, frunciendo los labios en una línea recta y arrugando de manera imperceptible la nariz.

—¡Oh, cállate! —se queja con diversión. Apostaría mi libra de la suerte que, si no fuese por su pésimo intento de parecer indignada, habría soltado una nueva carcajada—. Que te regalé mi chocolatina el otro día.

En respuesta, Kai le saca la lengua antes de meterle una colleja a su hermano y vuelve a sumirse en su pequeña burbuja antisocial, centrándose en su teléfono.

Al intentar robarle de nuevo el vaso a Javi y que esté me mire peor que antes decidido que tiene parte de razón y me levanto para ir a por una Guinnes. El muy idiota, aún así, se ofrece a acompañarme a comprar la bebida para el resto porque de los siete, solo nosotros dos somos mayores de edad.

Después de diez largos minutos, y una charla la mar de entretenida sobre las vivencias de la señora Smith en su juventud con el señor Smith, ya tengo mi cerveza fría en la mano. Es una verdadera paradoja, porque con el frío que hace fuera debería querer beber un té o un chocolate caliente, pero no hay nada mejor que esto.

Bueno, la calefacción también.

Y el rugby, el rugby también.

Ah, y la música.

Sí, la música tampoco puede faltar...

Ante la primera estrofa cantada por Saoirse, a Esther se le escapa una nueva risa por culpa de un comentario que le hace Kieran por lo bajo.

Eso también podría añadirlo a la lista.

El resto del concierto de mis dos amigas me lo paso observando a la última persona que debería tener mi atención y que la tiene igualmente por mucho que intento centrarme en otra cosa, lo que sea.

Cualquiera es bienvenido.

Nunca lo admitiría en voz alta, pero me acerco más veces de las que necesito a la barra, dejando que la señora Smith me secuestre con mucha más facilidad de la normal ante la necesidad de una distracción.

—¿Te he contado ya por qué se llama «The Thirsty Goat»? —susurra con complicidad. Niego con la cabeza, aunque me sepa la historia de inicio a fin en realidad—. Un día mi querido Fionn y yo estábamos andando por el campo en nuestros paseos de por la tarde cuando nos encontramos con un pequeño cabritillo. El pobre estaba tan delgadito...

A partir de ahí me relata con todo lujo de detalles todo el proceso de rescate. Desde el momento en que convenció a Fionn para llevárselo a casa como todo el lío que hicieron para poder hacerlo y los problemas que dio ya dentro del coche porque no había forma de que se estuviera quieto.

—¿Te imaginas que esto se llamara de otra forma? —cuestiona al terminar.

Le ofrezco una pequeña sonrisa, alzando la Guinnes en su dirección.

—Ni en un millón de años.

Ella asiente satisfecha y se marcha a atender a otro cliente. Le doy un sorbo largo a mi cerveza antes de dirigirme a nuestra mesa. Saoirse y Pheebs ya han vuelto y ambas están frente a Esther que las observa con pánico.

Bebo de nuevo no porque tenga sed sino para disimular la sonrisa divertida ante el terror reflejado en su cara.

«Esto va a ser divertido», pienso para mí mismo.

—Es nuestro ritual de iniciación para entrar en nuestra preciosa secta. —Escucho que dice Saoirse.

Estoy a punto de escupir la cerveza en respuesta por culpa de una carcajada, pero soy capaz de reprimirla.

Esther niega con la cabeza y se acerca más a Kieran que sonríe satisfecho ante ello. Entrecierro los ojos, sin saber muy bien si estoy intrigado, molesto o divertido cuando ella le enseña el dedo corazón, provocando que se ría a su costa.

—Venga ya —suplica Saoirse, sacudiéndola por los hombros—. Que tu padre es cantante.

«Eso no lo sabía».

Frunce el ceño, observándola como si le hubiera crecido una segunda cabeza.

—¿Y? —pregunta con genuina confusión.

—Seguro que cantas bien —añade Pheebs.

—Claro, porque es hereditario, ¿no? —ironiza, ligeramente irritada.

«Al menos sé que no se irrita solo conmigo», me felicito a mí mismo.

Estaba temiendo que toda su ira se concentrara en mi persona cuando estoy cerca.

Lo último que espera es que tanto Saoirse como Pheebs asienten con la cabeza y, claro, es justamente lo que hacen.

—Peor que nosotras no lo vas a hacer —insiste la pelirroja, pestañeando muchas veces empleando su estrategia magistral, como la había nombrado varias veces—. Tenlo por seguro.

Al ver que se le suaviza el gesto ni siquiera necesito escucharla para saber que ha accedido. Separándose de Kieran, deja el móvil sobre la mesa y se quita el jersey, quedándose en una camiseta blanca que se amolda perfectamente a su cuerpo, con la tela curvándose en los lugares idóneos y...

Carraspeo, apartando la mirada.

Avanza por todo el local, mirando a los lados con cierta inseguridad mientras se acerca al escenario. Frena un momento a los pies de la escalera y mueve los hombros antes de subir los escalones acabando frente a la gran pared de instrumentos que hay. Se queda más tiempo de lo normal observándola y por el chasquido de dedos del Dj y como estos empiezan a hablar, sé que alguno de ellos ha captado su atención y va a cogerlo.

Se pone de puntillas y descuelga con lentitud una guitarra.

Aprovecha también para arrastrar el taburete que hay pegado a la pared hasta posicionarlo en el centro del escenario antes de sentarse sobre él. No entiendo absolutamente nada de lo que hace a continuación. Toquetea alguna que otra cuerda y la veo girar las cosas que hay encima del final de la guitarra. No sé cómo se llaman, pero sí que sirven para afinar las cuerdas. Rasguea un par de acordes, frunciendo el ceño cuando alguno de ellos no le cuadra.

Entonces se acerca al micrófono, volviendo a recorrer las cuerdas de la guitarra, esta vez con unos acordes específicos. La primera estrofa de la canción resuena por todo el local que, por un momento, se ha sumido en un expectante silencio en espera a que ella cante. Me basta con mirar de reojo a Pheebs y a Saoirse para saber que con una estúpida estrofa ha conseguido sorprendernos a todos.

«Puede que sí fuera hereditario después de todo», pienso internamente.

Cierra los ojos la mayor parte de la canción mientras va narrando dicha historia. Ni siquiera el Dj se ha molestado en cambiar el fondo de detrás, manteniéndose la letra de Sweet Creature paralizada a sus espaldas. Tampoco importa demasiado.

—Drop my guard when you're with me, I can't deal —canta casi en un susurro suave y grave que hace imposible apartar los ojos de ella.

En ese momento abre los ojos y eleva lentamente la vista hasta que su mirada se cruza con la mía.

A pesar de la lejanía sé que me está mirando a mí, que me ha buscado entre toda la multitud, que esta parte de la canción no es más que una forma de disculparse sin tener que decirlo en voz alta, aunque sí que lo esté haciendo.

Hago un leve gesto de cabeza, sin poder apartar la mirada. Sin querer hacerlo.

Durante el resto de segundos que dura la canción, el mundo a nuestro alrededor se difumina. Desaparece. No hay nada más. No hay nadie más. Solo ella. Solo yo. Solo nosotros.

Sinceramente, me encantaría que fuese así en realidad.

Y a la misma vez me aterra dicho deseo.

Y lo que acarrea.

Ante el sonido de los aplausos, Esther aparta los ojos de mí y yo desvío mi atención a la mesa, fijándome en que su teléfono no deja de sonar. Frunzo el ceño al ver varias llamadas perdidas de una misma persona en las notificaciones.

—¿Quién es Thais? —pregunto en voz alta, esperando a que Saoirse me dé alguna respuesta.

Sin embargo, al no recibirla, levanto los ojos de él, encontrándome con que ellas han salido disparadas para felicitar a Esther.

—No sé, pero debe ser importante si la está llamando tanto —puntualiza Javi.

Asiento con la cabeza, pensativo.

Dudo por un momento en si acercarme o no. En si llevárselo o no.

En circunstancias normales, habría dudado, pero al final habría terminado acercándome.

Ahora no estoy tan seguro.

Menos mal que Kieran se encarga de librarme de dicho dilema y coge el teléfono antes de acercarse a ella.

Ni siquiera me molesto en disimular que estoy pendiente de su conversación, del respingo sorprendido de Esther ante la presencia de Kieran y su confusión cuando este le muestra el teléfono. Me fijo en que duda un momento en si marcharse o no, pero al brillarle la pantalla por una nueva llamada entrante o una notificación, acaba tomando la primera opción y sale al exterior con una simple camiseta.

Mi primer impulso es salir detrás de ella, pero me detengo a tiempo.

No tiene sentido si no tengo nada con lo que se pueda abrigar.

Acabaríamos siendo dos idiotas bajo la lluvia en camiseta.

—Toma —dice Javi a mis espaldas—. Sal y dásela antes de que coja una pulmonía.

Agarro su chaqueta roja y me levanto de mi sitio, con intención de salir fuera del local, repitiéndome a mí mismo una y otra vez que estoy no significa nada. Solo soy un amigo preocupado por una amiga y su salud.

Además, si se resfriara, me tocaría a mí estar pendiente porque ni mis padres ni mis hermanos podrían cuidar de ella.

De esta forma nos estoy ahorrando a los dos pasar un mal rato.

Justo eso.

Con dicho pensamiento, abro la puerta y salgo.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro