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Ocho

—Vamos, vamos, levántate —la voz de mi hermana me sacó del letargo.

Abrí los ojos con esfuerzo y la fulminé con la mirada. Jessica, lejos de amedrentarse, sonrió con descaro desde la puerta de mi habitación.

—No tengo ganas de ir a clases hoy —murmuré, volviendo a hundirme entre las sábanas.

—Pero te toca —su tono fue firme, demasiado mandón para tratarse de Jessica.

Suspiré pesadamente, sintiendo ese cansancio que ya no era físico, sino mental. Últimamente, me costaba hasta respirar.

Luis y yo seguíamos con nuestra farsa. Fingiendo ser novios.

Había accedido a verme, sí, pero a cambio nuestra amistad había quedado relegada a un rincón polvoriento, a un estado casi inexistente.

Ya no hablábamos por Messenger. Ni por WhatsApp.

Solo nos comunicábamos cuando estábamos en la universidad, tomándonos de la mano ante la mirada especulativa de los demás.

Era extraño. Solo llevábamos dos semanas en este juego, pero ya me había acostumbrado.

A sus dedos entrelazados con los míos.

A su cercanía. A su presencia.

Pero no a su ausencia.

—¿Por qué es importante? —pregunté, con la voz apagada.

—Porque no puedes perder ni un día de clases. Clase que no das, clase que te deja sin apuntes y es plata perdida.

—Son clases transversales —repliqué como si fuera un argumento válido. Me acurruqué más en mi cama, buscando un poco de paz en la suavidad de las sábanas—. Estamos con muchas carreras y este módulo no es importante.

—Y, aun así, pagas por él. Así que levántate de ahí, báñate, cepíllate los dientes y nos vamos.

—¿Desnudo?

Jessica arqueó una ceja, intentando mantener la seriedad, pero la sonrisa que luchaba por salir delataba su esfuerzo.

—No me mandaste a ponerme ropa —añadí, con la voz lánguida, disfrutando el pequeño momento de ligereza en medio de mi caos mental.

No tardó ni un segundo en tirarme una pantufla a la cara.

—¡Maldita seas, Jessica! —solté, frotándome la frente mientras me reía.

Se la lancé de vuelta sin pensarlo.

Pero ella la atrapó en el aire con reflejos impecables.

Maldije en voz baja. Maldita también su puntería.

Jessica me observó un instante, esta vez sin sonrisa. Como si pudiera ver más allá de mi pereza matutina, como si supiera que mi desgana no tenía nada que ver con una clase transversal.

—Báñate —repitió, pero su voz ahora sonó más suave, más preocupada.

No tenía fuerzas para discutir.

Me arrastré fuera de la cama con un suspiro resignado, sin decir nada más.

Y, mientras cerraba la puerta del baño, me quedé viendo mi reflejo en el espejo.

Vacío.

Atrapado en un juego que cada vez dolía más.

Y con la horrible certeza de que lo peor de todo...

Es que no quería que terminara.

🦂

Había una razón por la que Jess estaba siendo amable y atenta. Lo supe en el instante en que me miró en el restaurante y sonrió con esa expresión suya que delataba segundas intenciones, como si intentara encontrar el punto exacto para entablar una conversación entre hermanos confidentes.

Jessica carraspeó cuando el mesero dejó nuestros pedidos sobre la mesa. Luego, sin la menor delicadeza, pinchó su panqueque con el tenedor y se lo metió entero en la boca, como si fuera lo más normal del mundo.

La observé con una mezcla de asombro y resignación antes de comentar con sorna:

—Ya veo por qué tú y Víctor no terminan.

No necesitó más para entender mi insinuación. Soltó una carcajada tan fuerte que varias personas voltearon a mirarnos.

Después de tragarse el panqueque y darle un buen sorbo a su café negro y amargo, me miró con diversión.

—¿Te gustaría hablar de sexo oral conmigo?

Casi me atraganté con mi propia saliva.

—¡Jess! La gente te puede oír.

—Lo sé —respondió con absoluta indiferencia—, y no me importa. ¿Quieres hablar de sexo oral?

Tomó otro panqueque, lo enrolló con precisión hasta darle forma de un delgado tubo y, sin apartar la mirada de mí, se lo metió lentamente en la boca. El arequipe se deslizó por la comisura de sus labios, y ella lo recogió con el dedo corazón antes de chupárselo de manera teatral.

—¡Jess!

—¿Qué? Solo estoy desayunando. ¿O acaso no vas a comer? Solo estás ahí, mirándome mientras yo disfruto de este manjar.

Bufé con exasperación y puse los ojos en blanco. Bajé la cabeza para centrarme en mi plato y empecé a untar mermelada de piña sobre mis tostadas, tratando de ignorarla.

Pero entonces, su voz cambió.

—¿Te hace sentir bien, aunque sea una farsa?

Levanté la mirada de inmediato.

Jessica había dejado de jugar. Ahora me observaba con seriedad, en plan hermana mayor, y la odié por ello. Odié su repentino aire de responsabilidad, su intento de preocuparse por mí justo cuando menos lo quería.

Porque sabía que, si dejaba que lo hiciera, me convertiría en una masa moldeable entre sus manos.

Y lo último que necesitaba en ese momento...

Era admitir que estaba quebrándome por dentro.

—¿De qué estás hablando?

—Sé que tu relación con Luis no es real.

Lo soltó sin rodeos, con la misma facilidad con la que se saluda a un extraño en la calle. Pero escucharlo de otra persona que no fuera Luis o yo... dolió.

—No sé de qué hablas.

A veces, hacerse el inocente era la mejor estrategia para esquivar conversaciones incómodas.

—No te hagas.

Jessica agarró mis manos y, en cuanto lo hizo, sentí el ardor de las lágrimas asomándose en mis ojos. Respiré hondo, parpadeé rápido, intenté espantarlas.

—Yo te conozco, Josy. Literalmente te limpié el culo y te cambié los pañales cuando eras un bebé. Un bebé muy cagón, por cierto.

—No digas eso cuando estamos comiendo.

—No volverá a suceder, niño delicado.

Apretó mis manos con más fuerza, y esas malditas lágrimas estaban cada vez más cerca de caer. Para evitarlo, miré al techo y negué con la cabeza una y otra vez, aferrándome a lo poco de dignidad que me quedaba.

—Quiero saber por qué estás haciendo esto —su voz se suavizó, pero no perdió firmeza—. Quiero saber por qué mi hermano tiene que pedirle a su mejor amigo que finja ser su novio.

Tragué saliva.

—Quiero saber —continuó ella— por qué un Lara tiene que sentirse tan insuficiente hasta el punto de inventarse un novio falso, como si esto fuera una maldita película inspirada en un libro de Wattpad.

Cerré los ojos con fuerza.

Porque en el fondo, aunque odiara admitirlo...

Ella tenía razón.

Dejé de intentar contener las lágrimas. No tenía sentido. Era como querer atrapar agua con las manos.

La emoción reprimida se rompió en mil pedazos, y las lágrimas rodaron por mis mejillas a una velocidad absurda. Me sentía ridículo llorando así, en medio de un restaurante lleno de desconocidos, frente a mi hermana. Pero no pude evitarlo.

Agarré un puñado de servilletas y me limpié la cara con torpeza, tragando saliva para intentar recuperar algo de compostura.

Me puse de pie de golpe.

—No voy a hablar de esto contigo —dije, colgándome el bolso al hombro—. Y tú pagas hoy.

No esperé su respuesta. Salí del restaurante como si me estuviera quemando por dentro, sin mirar a nadie, sin despedirme como solía hacer. Solo quería irme, desaparecer, respirar en otro lugar.

Pero, cuando pensé que las cosas no podían empeorar, sentí una mano firme agarrándome del hombro.

Jessica me obligó a darme la vuelta.

Y supe, sin necesidad de mirarla, que no iba a dejarme huir tan fácil.

—No sé por qué no quieres hablar conmigo, pero espero que cuando lo hagas, seas tú quien me busque. Josué, eres un niño inteligente, atento y responsable. Pero inventarte una relación con un chico que estaba por tener una pareja estable... está mal. Muy mal. Y no se parece en nada al Josy que vi crecer.

—¿De qué estás hablando? ¡Yo no estoy inventando nada!

—Hermanito... —Jessica intentó sujetarme del brazo, pero me zafé con un movimiento brusco.

—No quiero oír nada de ti, mentirosa. Eres mala, Jess. Yo sé que me culpas por lo de mamá... por hacer que tuviera que internarse. Por eso me estás diciendo estas cosas, porque sabes lo mucho que me dolería.

—Pero, ¿qué carajos...? —Su voz tembló. Se llevó las manos a la cintura, mirando a su alrededor como si esperara encontrar respuestas en el aire. Luego, su expresión cambió. Sus ojos ardían de rabia—. ¡Deja de hablar mierda, Josué! Sé un hombre por primera vez en tu vida y afronta la realidad. Y escucha bien: jamás, jamás te culparía por eso.

Las lágrimas rodaban por mis mejillas, pero en su rostro también brillaban algunas, ocultas entre su cabello largo y desordenado.

—¡Le pudimos haber contratado una enfermera con la pensión de papá! —solté, con la voz rota.

—¿De verdad crees que con ese dinero habría sido suficiente?

—¿Y por qué sí alcanza en el asilo? —le solté con la rabia acumulada en mi pecho.

Jessica retrocedió un paso, como si mi furia tuviera el peso suficiente para empujarla.

—Es un asilo del gobierno —su voz tembló levemente, pero rápidamente se recompuso—. Pagamos únicamente el valor de su alimentación, que es solo el 4.5%. El resto lo cubren empresas patrocinadoras y políticos que buscan una manera de verse dadivosos.

Se limpió las lágrimas con la manga de su camiseta y se acomodó el cabello, con ese gesto cansado que tanto conocía en ella.

—Gracias por confiar en mí, hermano —continuó con ironía—. Y por pensar que me gasto el dinero de papá en cualquier tontería, cuando ese dinero es lo que paga los recibos, el apoyo económico de mamá y la comida de la casa.

Abrí la boca, sintiendo la necesidad urgente de disculparme. Pero ella negó con la cabeza, su clásica señal de "no pasa nada". Y luego, sin más, se giró y se alejó, dejándome ahí, en la mitad de la calle, con un nudo apretándome la garganta.

Era mi culpa. Lo sabía.

Jessica solo intentaba ayudarme, hacerme ver que estaba jugando con mis emociones como si fueran un trapo viejo. Pero no me importó.

Lo único que realmente importaba era seguir siendo el novio de Luis, aunque fuera una mentira.

Respiré hondo, pasándome las manos por la cara para secar lo poco que quedaba de mis lágrimas. Acomodé mi ropa y caminé hasta el paradero de autobuses. Justo al llegar, el bus que pasaba por la universidad se estacionó y me subí sin dudarlo.

Saqué mi teléfono, desbloqueándolo con un movimiento automático de mis dedos, y abrí Spotify. No tuve que pensarlo demasiado.

reputation.

El álbum donde Taylor Swift mostraba sus lados más humanos: el rencor, la ira, la reflexión y, sobre todo, la venganza.

Apoyé la cabeza contra la ventana mientras la música llenaba mis oídos.

Yo no me iba a rendir.

Felipe Magaña tenía que ver que el viejo Josué Lara que conoció ya no existía.

Porque había muerto.

Incluso Jessica tendría que vestirse de luto.

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