¿las confesiones bajo la lluvia son la definición de un déjà vu?
Vivir en Nonchester significaba estar al tanto de que el clima era malditamente bipolar. Por eso, no me sorprendió cuando, después de un tremendo solazo, el cielo se volvió gris oscuro y desató un torrencial aguacero capaz de romper techos... si quería exagerar mi descripción de la lluvia.
Los salones de la universidad estaban climatizados, y con la lluvia, el frío se sentía aún más. Me acurruqué en la silla y me abracé a mí mismo mientras mi profesor de Psicometría y Estadística daba su interesante clase. A pesar de que era mi materia favorita, no le estaba prestando atención; mis ojos estaban clavados en el patio.
Más específicamente en Felipe, quien, junto con sus compañeros de clase, jugaba fútbol. Me sorprendía lo tranquilos que jugaban, incluso cuando la lluvia caía como si el cielo estuviera a punto de desplomarse.
Se me hacía difícil ver con claridad a Felipe, pero reconocía sus movimientos ágiles, rápidos y llenos de concentración mientras llevaba el balón. Su estatura de 1.94 metros lo hacía resaltar entre todos, dándole la ventaja de recuperar el balón con facilidad.
Sonreí al verlo caer al suelo y levantarse como si nada hubiera pasado.
Eché un vistazo al profesor. Seguía hablando, completamente ajeno a mi falta de concentración.
Levanté la mano, y él me miró.
—¿Lara? ¿Va a opinar algo? —Negué con la cabeza.
—Entonces... ¿qué quiere?
—¿Puedo ir al baño?
—Ah, sí, sí, claro —dijo con un gesto desinteresado. Luego miró a todo el salón y añadió—: Por favor, la próxima vez que alguien quiera ir al baño, solo levántese y salga. No interrumpan mi clase así, gracias.
Me sentí apenado mientras salía del salón.
🦂
Faltaban quince minutos para que la clase con el profesor terminara. Quince minutos que bien podía perderme y luego preguntar si había dejado alguna actividad. En realidad, pocas ganas tenía de ir al baño.
Llegué a los casilleros, saqué mi paraguas y caminé hacia el patio, donde Felipe, que antes jugaba con sus compañeros, ahora lo hacía solo.
El cielo se había calmado un poco, pero pequeñas y fastidiosas gotas seguían cayendo.
—Hola —dije, en un tono bajo, casi un susurro, pero lo suficientemente fuerte para que me escuchara.
Felipe volteó a verme, y el desprecio estaba dibujado en cada uno de sus rasgos faciales.
—Hola —devolvió con sorna, como si le estuvieran pagando por responderme. Sonó obligado, distante.
—Vine a disculparme por lo del otro día.
—¿Por mentir y hacerme quedar mal frente a mi novio?
—No mentí —le dije débilmente—. Tú, en cambio, sí lo hiciste. ¿Cómo le dijiste que te llamabas? ¿Camilo? ¿Andrés? Y, por lo visto, tu nombre es Felipe.
Ahora me miraba como si yo fuera un detective y él, un criminal que acababa de ser descubierto.
—Ni siquiera sabes los motivos.
—Estás fuera del clóset desde hace mucho —levanté mi dedo índice y luego el medio cuando agregué—: Estabas soltero y por eso usabas la copia un poco menos turbia de Grindr.
Felipe se quedó callado. Se agachó para recoger el balón y lo sujetó bajo la axila.
—No estabas soltero —dije con seguridad. Felipe siempre había sido fácil de leer.
—Terminé con él unos días después de que comencé a hablar con Luis.
—Eso todavía no justifica que le hayas dado otro nombre. O que nunca le hayas mandado una foto.
—Eso no es problema tuyo. Si a Luis no le pareció preocupante, creo que a ti tampoco debería.
—No te alteres —di un par de pasos hacia él. Felipe ni siquiera se movió. Me empiné un poco y coloqué el paraguas sobre su cabeza—. Llovía ese mes. Te puse el paraguas, así como lo estoy haciendo ahora. ¿Lo recuerdas?
—¿Recordar qué?
—Cuando me llamaste patético por haberte dicho que estaba enamorado de ti.
Felipe puso los ojos en blanco, pero yo no me inmuté. En cambio, mi rostro se suavizó, mostrando una fragilidad que podía romperse en cualquier momento, como un cristal a punto de estallar. Sabía que, si quería, podía obligarme a llorar. Lágrimas falsas, claro, pero lo suficientemente convincentes para cumplir mi objetivo.
—En verdad no miento, Felo. Sigo siendo el mismo chico patético de siempre, solo que con más edad. Sí, sigo siendo patético, porque todavía estoy enamorado de ti.
Las palabras escaparon de mis labios con una facilidad inquietante. Antes, confesarlas me había destrozado. Fueron un detonante que convirtió mi vida en una tragedia, un relato de desamor con un protagonista que nunca tuvo oportunidad de ganar. Pero ahora, la historia había cambiado. Había una distancia abismal entre el pasado y el presente, una diferencia tan grande como la que separa el cielo de la tierra.
Porque antes lo amaba con una devoción ciega, con una intensidad absurda que me consumía hasta los huesos. Pero ahora... ahora lo odiaba.
Un odio frío como el viento helado que azotaba las calles de Nonchester. Un odio que se colaba en mis venas y me erizaba la piel, que se filtraba en mis pensamientos como veneno. Un odio tan profundo que me hacía temblar, no de miedo ni de tristeza, sino de rabia. De una ira tan sofocante que, por un segundo, me imaginé otra escena completamente diferente. Una donde, en lugar de confesarle un amor que ya no sentía, hundía la varilla del paraguas en su cuello y veía cómo su sangre se mezclaba con la lluvia.
Felipe se rió. Una risa seca, burlona. Y luego me empujó.
Caí al suelo de golpe. El dolor en mi trasero al impactar contra el piso fue tan fuerte que casi me robó el aire. Pero no me quejé. No lo hice porque, por extraño que pareciera, la sensación fue estimulante. Como si el golpe me recordara que seguía aquí, que estaba en control de la situación.
No había planeado esto. O al menos, no de esta manera. Pero el universo pareció alinearse a mi favor cuando Luis apareció de la nada.
Lo primero que vi fue su ceño fruncido. Luego, sin dudarlo, empujó a Felipe.
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué lo empujas?
Iba a contestar, pero una voz masculina, iracunda, interrumpió:
—Yo venía a preguntar lo mismo. Solo vi que el niño se disculpó por algo y entonces el gigantón este lo empujó.
Internamente, sonreí. El universo me seguía regalando oportunidades. Pero en el exterior, mi expresión se quebró en puro miedo, como si la escena me hubiera dejado paralizado. Dejé que mi labio inferior temblara apenas, lo suficiente para parecer vulnerable.
—No sabes nada —susurré con voz temblorosa.
El hombre me ignoró y se acercó con firmeza, extendiéndome la mano para ayudarme a levantarme. Dudé un par de segundos, lo justo para hacer la escena más creíble, y luego la tomé.
—No tengas miedo, niño... si ese man te amenazó o algo, nos dices. ¿Vale?
Lanzó una mirada asesina a Felipe y luego se marchó, dejándonos en medio de un silencio incómodo.
Felipe seguía su camino con la mirada, confundido, como si no pudiera procesar lo que acababa de pasar. Luego, me miró a mí, y finalmente a Luis, que tenía los brazos cruzados y una expresión que pedía explicaciones.
—Te lo juro que no lo hice adrede —dijo Felipe, señalándome con el dedo, desesperado por justificarse—. Estaba coqueteando conmigo, dijo que no me había olvidado y toda esa mierda que solo se le ocurre a él.
Luis soltó una risa seca y sarcástica.
—Ahora te haces el deseable. Si Josy hizo o no eso, no estás en el derecho de maltratarlo. Mírate, Felipe. Por poco mides dos metros y él apenas llega al metro sesenta. Creo que deberías controlarte.
—¿Controlarme? —Felipe se rió, pero su risa estaba cargada de frustración—. Es él quien debe hacerlo. Está obsesionado conmigo, siempre ha estado persiguiéndome y parece no entender que tú y yo tenemos algo.
—¿Te estás escuchando? ¡Prácticamente estás justificando tu violencia, Felipe! ¡Y estás mal! Además... además...
Luis apretó los puños, las palabras atascándose en su garganta, como si supiera que, si decía más, la situación terminaría de romperse.
—¿Además qué, Luis? ¡Este tema ya me tiene harto! ¡Tu amigo me tiene harto! —Felipe lanzó el balón al suelo con violencia y lo pateó con tanta fuerza que rebotó contra la pared antes de perderse entre los arbustos. Luego, dejó escapar un grito de pura frustración.
—¡Estás haciendo que todo el mundo nos vea! —Luis le susurró entre dientes, visiblemente tenso. Su agarre en mi brazo se hizo más firme, protector, como si de verdad creyera que Felipe podía hacerme daño—. Deja de actuar como un maldito psicópata. Yo no creo que Josué sea capaz de seguir enamorado de ti. Y, sinceramente, tampoco estoy tan seguro ahora que te estoy viendo reaccionar así, como un demente.
Felipe se rio, pero su risa estaba vacía, seca. Su mandíbula se tensó y sus ojos se clavaron en los míos con una mezcla de desprecio y desesperación.
—¿Es que ahora yo le salí a deber? —dijo, con una mueca amarga—. Vamos, Josy, dile la verdad. Dile que te empujé porque prácticamente querías cogerme. Dile que parecías una maldita garrapata, pegado a mí.
Bajé la cabeza. Las lágrimas ya estaban listas para deslizarse por mis mejillas, acumuladas en el borde de mis pestañas como soldados en una línea de batalla.
—Yo... yo no hice eso —susurré, obligándome a verlo a la cara, con la voz quebrada, con el dolor latiendo en cada palabra—. Pero entiendo por qué me pegaste... me lo merezco.
—No digas esas cosas —intervino Luis de inmediato, su tono lleno de preocupación.
—¡Ay, ya vas a empezar con tu victimización! —espetó Felipe, exasperado, alzando los brazos al cielo como si estuviera dirigiéndose a los dioses.
Me froté los ojos, dejando que mi cuerpo se encogiera apenas, la imagen de la vulnerabilidad perfecta.
—Yo entiendo que quieres que me aleje de Luis... pero no puedo hacerlo. Él es el único amigo que tengo.
La confesión quedó flotando entre los tres, una verdad triste y desgarradora que ni siquiera tenía que fingir.
—Espera un momento. —Luis tomó mi rostro con ambas manos y me obligó a mirarlo. Su mirada escaneó la mía con una mezcla de incredulidad y rabia contenida—. ¿Él te dijo algo así?
Mi garganta se cerró. Miré de reojo a Felipe, quien me devolvió la mirada con un destello de advertencia en los ojos. Ya habían hablado de esto antes. Sabía que lo que estaba por decir confirmaría algo que él había intentado negar.
—Sí.
La furia en los ojos de Luis era como la de un dragón a punto de abrasarlo todo con su fuego.
—Felipe... ¿cómo puedes hacer eso? Te dije que... ¡Oh, Dios mío! —Se llevó ambas manos a la cabeza y luego las dejó caer bruscamente—. ¿Quién te crees tú para prohibirme algo? ¡Ni siquiera mis papás me prohíben nada! Josy es mi amigo y lo será siempre.
Felipe soltó una risa seca, amarga, sin rastro de diversión.
—¿A él sí le crees? —preguntó con una sonrisa sardónica.
—Por supuesto que le creo —respondió Luis sin titubear, su voz firme, llena de convicción.
Sentí mi cuerpo tensarse. La electricidad en el aire se hizo sofocante, como si una tormenta estuviera a punto de desatarse entre ellos. Y yo estaba en el ojo del huracán. Sin pensarlo, me coloqué entre los dos, tal como hacen los protagonistas en las series de televisión cuando los galanes pelean por ellos. Pero la diferencia era que aquí no había nada romántico, solo un odio latente que se sentía como una bomba a punto de explotar.
Intenté separarlos, pero sus cuerpos eran más esbeltos y fuertes que el mío. En vez de lograrlo, terminé atrapado entre ambos, sintiendo sus pechos subir y bajar con cada respiración agitada.
—¡Por favor, dejen de pelearse! —exclamé con desesperación, mi voz quebrándose mientras el temblor recorría mi cuerpo de pies a cabeza.
Luis fue el único en notar mi estado.
—¿Estás bien? —preguntó de inmediato, su tono preocupado.
No respondí. Mi corazón latía con fuerza y mi respiración era errática. Miré a Felipe, buscando su expresión entre la neblina de mis lágrimas.
—Dejen de pelear por mi culpa —susurré, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros—. ¡Está bien! ¡Está bien! Tú ganas. Si quieres que deje de hablarle a Luis para que estén más tranquilos, lo haré... pero no peleen más. ¡No peleen más!
Las palabras salieron entre sollozos mientras caía al suelo, cubriéndome el rostro con ambas manos. No tenía que verlos para saber que Luis estaba arrodillándose a mi lado, que su mano dudaba entre tocarme o darme espacio.
—No te preocupes, Josy —murmuró con dulzura—. Yo no te dejaré de hablar jamás.
Felipe chasqueó la lengua.
—Quédate con tu amigo manipulador. Suerte contigo.
Y entonces se fue.
Yo sonreí cuando lo sentí alejarse.
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