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el bueno, el malo y...

Estar agachado mientras recogía los pedazos de vidrio y los restos de comida en el suelo era un martirio. Cada vez que me erguía para echar la basura en el cesto, la espalda me dolía como el infierno. Pero ese dolor no se comparaba con el que me atravesaba el pecho.

Era insoportable. Como estar atrapado en una piscina profunda, incapaz de avanzar. Mientras más luchaba, más me hundía. El aire se volvía escaso. Mis fuerzas desaparecían.

Siempre supe que este dolor aparecía con la traición. Cuando el odio tomaba las riendas de tus acciones.

Cuando el piso quedó libre de vidrio, me dejé caer. Apoyé la espalda en la encimera y cerré los ojos. Inspiré hondo. Otra vez. Otra vez.

Pero sentí que un ataque de ansiedad se acercaba. Podía olerlo. Ese aroma denso y asfixiante, como humo negro invadiendo mis pulmones. Me quitaba el aliento, me robaba el tiempo. No quería, no podía permitir que me atrapara otra vez.

Busqué algo a mi alrededor. Algo tangible, real.

La mesa.
La nevera.
La estufa.

Nada funcionaba. Cada movimiento solo servía para acercarlo más. Lo sentía en mis manos temblorosas, en el retumbar frenético de mi pecho, en la presión insoportable que me taladraba la cabeza.

Cerré los ojos con fuerza. Inspiré. Exhalé.

Y entonces, intenté concentrarme en oír cosas.

El ruido de la nevera fue el primero en alcanzarme. Un zumbido constante, familiar. Luego, los ladridos del perro del vecino, agudos y desesperados. Seguramente lo estaban bañando, y odiaba cada segundo. Un auto pasó rugiendo por la calle, veloz, como si compitiera en una carrera.

Los sonidos estaban funcionando. Me aferré a ellos. Pero cuando intenté captar más, el silencio se interpuso.

Entonces busqué olores.

El aire olía a comida —la que aún yacía en el suelo—, a mi perfume y al jabón de avena que usaba todas las mañanas.

Poco a poco, el peso en mi pecho comenzó a menguar. No de golpe, sino como si se escurriera gota a gota, hasta volverse soportable.

Busca cosas rojas.

La voz en mi cabeza me susurró la orden y obedecí.

Las cortinas, de un rojo intenso, como una manzana madura. Manzanas. Había muchas en las pinturas colgadas en la pared. La pared. Pequeños ganchos rojos sobresalían de ella. Rojo. Como la sangre seca en mi mano.

Mi mano.

Ya no temblaba.

Respiré hondo y me dirigí a mi habitación. Me metí en la cama, cerré los ojos y, solo entonces, lo noté.

Había estado llorando.

Las lágrimas empapaban mis orejas.

🦂

Eran exactamente las cuatro de la tarde cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe.

Me incorporé de inmediato, el corazón latiéndome en la garganta. En el umbral, Felipe me observaba con el ceño fruncido, la preocupación reflejada en su rostro.

—¿Cómo estás? —preguntó, tragando saliva, como si el peso de sus palabras le hubiera dejado la boca seca.

—¿De verdad quieres saberlo?

Me sorprendió cómo sonó mi voz. Una mezcla extraña de inocencia, rabia y un deje de picardía.

—Luis está preocupado por ti —dijo, pero más que una afirmación, sonó como algo ensayado. Como si hubiera repetido la frase en su cabeza antes de venir.

—Qué gran noticia —murmuré, con sorna.

Felipe asintió y se dejó caer en la cama. Fue entonces cuando lo noté. Seguía siendo el mismo de siempre... solo que más atractivo. Más sexy.

Nuestros ojos se encontraron. En los suyos reconocí de inmediato lo que decían.

Lástima.

—Dile que ni se moleste en preocuparse por mí —solté, cruzándome de brazos—. Si fue capaz de contarle a un desconocido el favor que le pedí, no me sorprendería saber que alguien más también lo sabe.

Felipe sonrió. Un gesto breve, casi burlón.

Ese maldito cinismo. Su total desinterés en todo esto.

La rabia me subió como un incendio en el pecho.

—¿Viniste solo para reírte de mí?

—Vine a disculparme —dijo, sin mucha convicción, como si las palabras se le atragantaran antes de salir—. Supongo que debí decirte la verdad en cuanto te vi llegar.

—¿Supones? —repliqué, cruzándome de brazos.

—Sí —volvió a mirarme y asintió levemente—, pero te dio un ataque de ansiedad. No sabía que sufrías de eso... ni de depresión.

—Todo es culpa tuya —solté, y se sintió bien. No, más que bien.

Felipe me miró, y en sus ojos vi algo que no esperaba: arrepentimiento.

—Lo sé —murmuró, poniéndose de pie. Se rascó la cabeza, incómodo, como si no supiera qué más decir—. De verdad lo siento, Josy. No tenía idea de que te estaba lastimando.

—¿No? —bufé con incredulidad.

—Siempre estuviste de acuerdo conmigo —respondió, volviendo a sentarse.

—Pero te largaste cuando te hablé de lo que sentía. Me repetiste tantas veces que lo único que podías ofrecerme era sexo, que cualquier otra cosa dañaría tu reputación. Ni siquiera querías que la gente pensara que éramos amigos. Te avergonzaba, Felipe.

Felipe frunció el ceño, confundido.

—¿De qué carajos hablas? Todo el mundo sabía que eras mi mejor amigo. Lo que no sabían era que espantabas a cada tipo con el que intentaba salir.

—Eso no es cierto —repliqué de inmediato, sintiendo el calor subirme a la cara.

—Por favor, Josy —se rio con amargura—. Les mentías, les decías que yo solo jugaba con ellos, que no me gustaban en serio.

—Esos tipos no te merecían.

Felipe me miró con una mezcla de sorpresa e indignación.

—¿Y tú sí?

Mi garganta se cerró y, por primera vez en toda la conversación, no supe qué responder.

—Es mejor que me vaya. Y de nuevo, lo siento, de verdad, era demasiado joven como para medir mis palabras.

—¡Y eso no justifica que hayas alimentado mis inseguridades con tus comentarios sobre mi físico! —espeté, sintiendo cómo la rabia me quemaba la garganta—. Porque sí, con tus comentarios, con los de mi padre antes de que falleciera, con los de mi madre antes de que se enfermara, con los de mi hermana, con los del resto del mundo y con los tuyos... mis inseguridades crecieron hasta volverse inquebrantables. Tanto que a veces me costaba hasta salir de aquí. Pero lo hacía más por necesidad que por quererlo de verdad.

Felipe me miró, su expresión pasó de la sorpresa a la culpa en cuestión de segundos. Tardó en responder y, cuando lo hizo, su voz apenas fue un susurro:

—No sabía lo de tus papás. Lo siento. Y por lo que te hice... también lo siento.

¿Tanta culpa sentía Felipe?

Mordí mi labio inferior y me puse de pie, quedando frente a él. Lo miré a los ojos, buscando algo, cualquier señal de que todo esto no era más que una actuación barata de su parte. Pero lo único que encontré fue arrepentimiento genuino.

—No sé de qué hablas con lo de tus novios —solté, encogiéndome de hombros, desviando la mirada—. Si espantaba a algunos, seguro era porque no eran buenos para ti.

Felipe resopló, entrecerrando los ojos.

—Ah, claro. Y tú eras el juez de quién sí y quién no era bueno para mí.

Me encogí de hombros de nuevo, fingiendo desinterés.

—¿Y si lo era?

Felipe dejó escapar una risa seca, pero sus ojos reflejaban todo menos diversión.

—¿Te das cuenta de lo hipócrita que suena eso? Me acusas de hacerte daño, pero tú manipulaste cada intento mío de ser feliz.

—No es cierto.

—Lo es, Josy —Felipe negó con la cabeza y suspiró—. Y, aun así, lo lamento. Lamento todo lo que te hice sentir. Lamento no haber sabido cómo manejar las cosas.

—¿Y sabes qué es lo peor? —La pregunta lo tomó desprevenido, porque solo me miró y negó ligeramente con la cabeza—. Que todavía me sigues gustando.

Mentir era condenadamente fácil. Solo había que abrir la boca y soltar lo primero que tu cerebro procesara con intenciones que resultaban tan beneficiosas para ti como perjudiciales para la otra persona.

Yo sabía bien que esto no era bueno para Felipe, pero para mí sí, porque conseguí que me mirara asombrado, atónito. Tragó saliva y luego se puso de pie. Nuestra diferencia de estatura era abismal. Felipe por poco tocaba el techo, mientras que mi cara apenas llegaba a su esternón.

—Estás bromeando.

—No, no lo estoy —me acerqué a él, respiré su aroma y su perfume me embriagó. Lo miré con los ojos entrecerrados, dejando que reflejaran lujuria. Deseo. Excitación—. Me gustas tanto, Felo. No he podido olvidar tu cuerpo. No puedo olvidar cómo me lo hacías. Me encanta tu verga...

Cuando intenté tocar su entrepierna, Felipe me apartó de inmediato, con brusquedad. Solté una carcajada, divertido por su reacción.

—¿Te pone nervioso oírme decir eso? —Volví a mirarlo. Felipe me sujetó fuerte de los brazos y yo mordí mis labios para reprimir un gemido, pero no funcionó. Se escapó, y no tuve otra opción que abrir la boca para prolongarlo.

—Para con eso.

—Sabes que siempre me has gustado, Felipe. Lo sabes. Sabes cuánto te deseo. También sabes que inventé lo de mi relación con Luis solo para ver si podía darte celos, para que vinieras por más. Porque por mucho que te avergüences de mí, siempre me buscabas para sexo. Muy bien lo dijiste: nadie te complace como yo.

Entonces escuché pasos aproximarse. Por el repiqueteo supe que era un hombre; mi hermana siempre usaba tacones y el sonido era más agudo, inconfundible.

Felipe me zarandeó como si fuera un trapo viejo y empezó a soltar palabras cargadas de furia:

—Escúchame bien, maldito imbécil, solo estoy siendo amable contigo porque Luis me lo pidió. No sé qué carajos le habrás dicho, pero más te vale parar. Espero que le hayas...

La puerta se abrió de golpe. La colonia de Luis llegó a mis fosas nasales, y en ese momento, las lágrimas brotaron. Vi cómo Felipe se congeló, cómo su mirada pasó de la rabia a la confusión, como si de repente me hubieran salido alas.

—¡Basta! ¡Basta ya, Felipe! ¡Siempre he sabido que soy un imbécil... Yo solo quería...! —Mi voz se quebró. Me llevé las manos a la cara y rompí a llorar aún más fuerte—. ¡Quiero que te vayas de aquí! —grité, sin apartarme las manos del rostro.

Sentí la cercanía de Luis, su brazo rodeándome, atrayéndome a su cuerpo en un gesto protector.

—Felipe, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué le dices esas cosas?

—¿Qué? ¡Pero si él...! —Felipe balbuceó, aún aturdido—. Sé que está fingiendo. Luis, él está actuando. Siempre hacía eso, lo recuerdo.

—Felipe, basta. Cállate, por favor. Cállate.

Luis me abrazó con más fuerza y comenzó a susurrar palabras de aliento, su voz un refugio en medio del caos.

La risa seca de Felipe me atravesó como un golpe certero, como una piedra directo a las costillas.

—Eres realmente patético, Josué. Deja tu maldito teatro.

Seguí llorando. Cada palabra de Felipe hacía que las lágrimas brotaran con más fuerza. Y sí, estaba fingiendo. Hacía mucho tiempo que había construido un escudo contra la crueldad de los demás. Un escudo que evitaba que sus palabras me dañaran por fuera... pero por dentro, el miedo permanecía. Porque incluso el escudo más fuerte podía romperse.

—Felipe, es mejor que te vayas.

No vi su reacción, pero escuché su risa seca y, acto seguido, el sonido de un aplauso sarcástico muy cerca de mí. Sentí la ausencia inmediata de los brazos de Luis y, cuando levanté la cabeza, lo vi forcejeando con Felipe.

Apenas unos centímetros los separaban en altura, quizás quince o veinte.

Cuando Felipe finalmente se marchó, Luis regresó a mi lado y me envolvió en un abrazo.

—¿Qué pasó?

Hipando y con su ayuda, me dejé caer en la cama. Luis se acomodó a mi lado, arrinconándose junto a mí.

—Le dije la verdad —respondí tras un silencio largo, casi insoportable.

—¿Qué verdad?

Había una manera correcta de confesar algo que no querías decir. Primero, tragar saliva. Luego, mirar a la otra persona con vergüenza, apartar la vista y volver a tragar. Respirar hondo, cerrar los ojos y soltar el aire justo cuando los abres. Y finalmente, con una voz sutil, pausada, cargada de calma y un poco de temor, decirlo.

Descubrí que el mismo método también funcionaba para las mentiras.

—Que me gustas.

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