así comienza todo
El viernes 4 de julio, mientras la lluvia empapaba las calles de Nonchester, Felipe Magaña rompió mi corazón.
Bien, quizá no es la mejor manera de empezar una historia, ni tampoco el tipo de introducción detallada a la que podrías estar acostumbrado. Pero, sinceramente, no hay mucho más que decir.
Él estaba ahí, viéndome con los brazos cruzados y esa sonrisa suya que, si tuviera el poder, haría que el sol saliera en plena tormenta. La lluvia caía sobre su cabello castaño claro, y pequeñas gotas se escurrían por su rostro perfecto, deslizándose como si la misma naturaleza se rindiera ante él.
Yo tenía un paraguas. Lo levanté sobre nuestras cabezas, protegiéndonos del aguacero, y cuando vi el agradecimiento reflejado en sus ojos, lo supe. Supe que era el momento correcto para decírselo.
—Felo.
Amaba cómo sonaba su apodo en mis labios. Cuatro letras, dos sílabas, una palabra tan simple y tan mía. Salía con una suavidad etérea, ligera como el ala de una mariposa, corta como los mechones de mi cabello. Era perfecta.
—Es mejor que empecemos a caminar o nos ensuciaremos de barro —dijo, con esa despreocupación suya que me volvía loco.
—Antes tengo que decirte algo.
Felipe sonrió, y mi estómago se llenó de mariposas. Mariposas que, en cuestión de minutos, serían aplastadas sin piedad.
—Te escucho.
Suspiré, cerrando los ojos. Lo que estaba a punto de decir era completamente inefable, algo que las palabras nunca podrían expresar en su totalidad. Pero debía hacerlo. Ya había dado un paso adelante, y aunque mi instinto me rogaba dar tres hacia atrás, no podía. Lo hecho, hecho estaba.
—Creo que estoy enamorado de ti.
Si esto fuera una película juvenil de Netflix, el tiempo se habría detenido. Sonaría una canción romántica de algún artista indie mientras la cámara hacía tomas lentas de nuestras expresiones. Y si la situación fuera aún más cliché, mi propia voz en off le diría al espectador que acababa de cometer el peor error de mi vida.
Porque la expresión de Felipe lo dijo todo.
No fue sorpresa. No fue ternura. Fue puro desagrado. Una mezcla de asombro y repulsión que, por más que lo intente, jamás he podido olvidar.
Y si su rostro quedó marcado en mi memoria como una cicatriz, las palabras que vinieron después fueron la herida abierta.
—Pero, ¿qué estás diciendo? ¡No puedes...! ¿Qué carajos, Josué? ¿Enamorado de mí? ¿De verdad? Se supone que somos amigos y nada más.
—Yo... yo...
—No digas nada —espetó, mirándome como si de pronto mi rostro hubiera cambiado por completo—. No lo puedo creer. Me parece inaudito. ¿Tú, enamorado de mí? ¿De verdad? Pero es que... ¿en qué estabas pensando? Qué patético.
Y ahí, sin siquiera darme la oportunidad de responder, se alejó.
La lluvia siguió cayendo. Mi paraguas ya no tenía sentido. No lo sostuve, ni intenté refugiarme. Me quedé ahí, bajo el aguacero, con el frío calándome los huesos y su desprecio incrustado en mi pecho.
No recuerdo cuánto tiempo pasé en esa calle. Solo sé que cuando finalmente me moví, cuando mis piernas dejaron de sentirse tan pesadas como el concreto que pisaban, caminé sin rumbo hasta terminar en una cafetería de mala muerte.
Pedí un té, aunque lo dejé enfriar sin tocarlo. En su lugar, saqué mi teléfono y, en un impulso tonto, abrí la aplicación del horóscopo.
"Hoy podrías recibir una noticia inesperada que cambiará tu perspectiva del amor. Confía en tu intuición."
Reí sin humor. El universo y su ironía barata.
Semanas más tarde, me llegó un correo suyo. Un mensaje escueto, sin disculpas, sin explicaciones. Solo una frase que le puso punto final a todo:
"Me voy de Villa Deniston."
No sé cuánto tiempo pasé mirando la pantalla. Lo que sí sé es que, cuando apagué el computador, ya no quedaban lágrimas por derramar.
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