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VI. NUSILUSA

Si pierdes el autocontrol, todo caerá.

—John Wooden





—¡Eh, Rocky, cálmate! —Guille le dio unas palmadas en la espalda a mi primo. —De lo poco que me acuerdo es que ella me dijo que quería beber.

—¡Pero era evidente que no había bebido en su vida! ¡Y tú vas y le das vodka!

Busqué a Ícaro con la mirada.

Ni de coña iba a ser yo la que interviniera entre esos dos mastodontes. Ícaro era todavía más grande, por lo menos en altura, y a él no le ignorarían.

Como si hubiera escuchado mis pensamientos, Ícaro apareció haciéndose hueco entre la gente.

Me miró fijamente y frunció al ceño al ver mi expresión.

—¡Pero yo qué coño iba a saber, si iba más borracho que ella!

—¡¿Ah, sí?! ¡¿Tanto como para quedarte medio inconsciente en medio de unas escaleras?!

Miré a mi primo con los ojos abiertos.

Me estaba avergonzando, y los gritos de ambos ya habían captado la atención de la gente a nuestro alrededor.

Guille me miró sorprendido y su expresión pasó al arrepentimiento momentos después.

—Me quedé dormida, no me desmayé —hablé entre dientes agarrando a mi primo del brazo. Intenté alejarle de Guille pero no tenía la fuerza ni para moverle un solo centímetro.

—¡Eso da igual, Nusa!

Ícaro ya estaba a mi lado mirando a mi primo fijamente. Iba a hablar, pero me adelanté.

—¡No, no da igual! ¡Guille iba borracho, y lo sabes! ¡Y sabes aún mejor que no te he pedido que me defiendas!

—¡¿No te das cuenta de que te podría haber pasado cualquier cosa?! ¡¿Qué habría pasado si te hubiera encontrado cualquier borracho en vez de Ícaro?!

—Oye, sí que tendría que haberte avisado de que era vodka, pero supuse que sabrías lo que era —se disculpó Guille. Le miré pidiéndole que no hablara.

—¡No pienso permitir que me chilles así! ¡Y menos en público!

Mi primo se sobresaltó.

—Tienes razón, sí, pero también es verdad que Guille no estaba consciente ni de lo que consumía él mismo —farfullé bajando la voz. No quería que nadie más volviera a escuchar que me quedé inconsciente cuando ni siquiera había sido así

—¡Pelea! ¡Pelea! —Todos nos giramos hacia esa voz.

Donna nos miró con una sonrisa despampanante.

—No me miréis así, ¡era una broma! —Se acercó a mí mientras la miraba con ganas de asfixiarla y me ofreció un vaso. Justo cuando iba a cogerlo, Héctor se me adelantó y se lo bebió de un trago.

—Ash. —Hizo una mueca. —¿Qué cojones, Donna? ¿Ibas a darle whisky?

Me guardé el creciente impulso de asfixiarla y aproveché lo que había hecho a mi favor.

—¿Ves? No es para tanto. Lo de Donna es incluso peor, porque ella sabe que no bebo nunca y encima no va borracha. —hablé firme, a pesar de que en el fondo dudaba de si mis palabras realmente serían de ayuda.

Mi primo miró a Donna con la mandíbula apretada. Cerró los ojos con fuerza.

—¡Já! —Chilló ella intercambiando miradas con mi primo y conmigo. —¡Eso es lo que tú te crees! ¡Pero yo me he traído un regalito de mi casa! —Sacó una botella de whisky abierta de su bolso y se la ofreció a Guille, que la aceptó negando con la cabeza mientras sonreía. —Lo siento, pero no he podido evitar probarla durante el camino. Pero a morro no he bebido, eh.

Joder.

Sí que estaba borracha.

—En fin... —Empezó mi primo sin querer continuar la frase. Se giró hacia Guille y le arrebató la botella de whisky de la mano.

Se bebió unos cuantos tragos.

No iba a reírme de lo ridícula que era esta situación. La gente, de la que mi primo había captado la atención con sus gritos, sí lo hacía. Y, por muy graciosa que pudiera llegar a ser la escena, para mí no o había sido ni lo más mínimo.

Me alejé de ahí a pasos agigantados.

¿Por qué cojones había venido? ¿Para que mi primo me humillase delante de medio mundo? ¡Joder! ¿Quién coño se creía?

Salí de la casa y me acerqué a la orilla para sentarme en la arena.

—¡Nusa!

No me giré. Estaba harta, cansada. Me dolía la cabeza de tantos gritos y del volumen de la música, que hasta a metros se escuchaba jodidamente alta.

—¡Vete de aquí, Héctor! ¡NO ERES MI PUTO PADRE! ¡Él está muerto! ¡Joder! —Me di la vuelta con toda la mala hostia que se me había ido acumulando durante el día.

Mierda.

—Ni siquiera ha tenido la decencia de venir a disculparse conmigo —suspiré. —Perdón.

Me tumbé sobre la arena ignorando el hecho de que se me llenaría la ropa y el pelo de ella. Ahora no podría olvidar la mirada de incomodidad que había provocado en él.

Ícaro me copió tumbándose a mi lado.

—Ten. —Estiró su brazo sosteniendo una vaso en su mano.

—¿Qué es?

—Fanta.

Le miré. Y le miré mal.

—Es broma. Es cerveza. Era para mí, pero se me han quitado las ganas.

—¿Seguro?

Asintió.

Me incorporé lo necesario como para beber la mitad de golpe sin atragantarme.

Recordé un detalle sobre la última fiesta.

—¿No se supone que no bebías?

Ícaro estaba mirando al cielo y pude apreciar su perfil con claridad.

Tenía una nariz perfecta, ni grande, ni pequeña; sus labios no eran finos, ni gruesos, perfectos, y sus ojos marrones brillaban con los últimos rayos del Sol. Por no hablar de su pelo. De su corte de pelo. Le quedaba de muerte. Como a los mismísimos dioses.

—Y no bebo. —Fijó su vista en mí.

—¿Entonces?

—Es una cerveza sin alcohol.

—Agh. —Tiré el vaso en la arena y me tumbé de golpe.

Ícaro se rió de mi reacción.

Genial, lo que me faltaba.

—Oye, que si quieres voy a por una cerveza y te la traigo, pero en ti caerá la culpa cuando tu primo me asesine.

Hice una mueca de disgusto cuando le mencionó. Ícaro lo notó.

—Eso de adentro ha sido innecesario —mascullé.

—Lo ha sido, pero le entiendo.

Giré el cuello en su dirección tan rápidamente que me crujió.

—¿Le entiendes? —Me sentía indignada.

Debía haberlo supuesto. Ícaro era amigo de mi primo, no mío. Esa historia de que habíamos sido amigos de pequeños era solo eso: una historia. Una vieja y muy lejana a la situación actual.

Ícaro volvió su atención al precioso cielo que había sobre nuestras cabezas.

A medida que pasaban los minutos, se podían apreciar más estrellas.

—Yo también me enfadaría así si me encuentro a mi hermano en el estado en el que te encontré.

Vaya. Esa no me la esperaba.

Apreté los labios en una línea incapaz de encontrar algo que responderle.

—Que lo entiendas no significa que haya actuado bien.

—Y yo no he dicho que haya actuado bien.

—Me ha chillado delante de cientos de personas. ¿Te lo puedes creer? Ni siquiera se preocupa tanto por mí.

—No es cierto. Sí lo hace.

—Puede, no lo sé. Lo único que sé es que quien está hablando conmigo es un completo desconocido, no él. —No me arrepentí de decir aquello. Era la verdad. Al menos así lo sentía yo. —Y lo cierto es que lo prefiero a estar con él.

Ícaro y yo compartimos una mirada, hasta que yo aparté los ojos.

No había dicho lo último con ninguna intención más allá de expresar mi malestar respecto a lo ocurrido con Héctor.

Estuvimos en silencio casi diez minutos. Me sorprendió no sentirme incómoda al tratarse de alguien a quien apenas conocía.

—El agua del mar está incluso mejor de noche que de día, ¿sabías? —Sonreí. —No sé tú, pero yo no pienso desperdiciar esta oportunidad.

Un impulso atrevido me había atravesado y no iba a dejarlo pasar como si nada.

Me levanté mareándome un poco por la rapidez. Ícaro se levantó también y me sostuvo para que no me cayera.

Menos mal, si no habría aterrizado encima suyo.

—¿Qué piensas hacer? —Preguntó sereno, pero curioso, con una ceja levantada.

—Por Dios, como si no fuera ya obvio.

Me saqué la incómoda falda por las piernas y lo sentí como una liberación: la falda era muy calurosa. Me quedé solo con mis bragas, que eran azules oscuras, con el bordado amarillo, y con un dibujo de Dory, y con el top de encaje de Donna. No llevaba sujetador así que me lo dejé puesto.

Los collares, los pendientes y las botas las tiré también por ahí.

No levanté la mirada. Me echaría para atrás al mirar la expresión de Ícaro al ver mis bragas. Fui hacia el agua sin querer demorarlo ni un poquito.

Joder, ¿por qué me había puesto estas estúpidas bragas? No es que fueran mis favoritas... Agh.

Me quité la cinta de la cabeza y me la puse en la muñeca dándole varias vueltas antes de meter el pelo al agua.

Estaba a unos quince metros de Ícaro, y el agua me cubría por los hombros.

No me había alejado mucho de él, así que pude apreciar perfectamente que me miraba asombrado con una sonrisa. Rápidamente, se quitó los pantalones, la camisa y todo lo demás, hasta quedarse en boxers.

Metí la cabeza para dejar de mirarlo de aquella manera.

Cuando salí del agua, el torso de Ícaro estaba a mi altura, muy muy cerca. Levanté la cabeza.

Empezó a reírse y sabía perfectamente de qué.

—Hay leyes que defienden únicamente a colectivos específicos por la discriminación hacia ellos. —Me crucé de brazos. —Me sorprende que todavía no haya alguna que defienda a los medio-metros de los abusones. ¿Tienes idea del bullying que recibimos?

Ícaro soltó una carcajada y yo le pegué un empujón que casi ni le movió.

—Abusón —le insulté.

—No puedo evitarlo. Es que quiero meterme mar adentro hasta que me cubra por encima de los hombros, pero si me acompañas te ahogarías.

Solté una risa indignada y volví a pegarle.

—Auch. Luego soy yo el abusón.

Buceé tres o cuatro metros más lejos de la orilla.

No me ahogaría. Me quedaba una lista larga de cosas por hacer: la primera, matar a mi primo; la segunda, rematarlo; la tercera... De momento no había tercera.

Sacamos la cabeza a la vez.

Le cubría un palmo por debajo del hombro.

Volví a sumergirme, pero Ícaro me agarró el brazo y sacó del agua.

—Aquí está bien.

No refuté nada, sino que me centré en tocar el fondo con la punta de mis pies. Imposible, me ahogaba. Pues con la punta de los dedos de los pies. Nada tampoco: el agua me cubría hasta la nariz.

Empecé a mover los brazos para impulsarme hacia arriba.

No pensaba darle la razón. No me ahogaría.

Pero había empezado a cansarme físicamente. Tenía los brazos entumecidos. Joder, solo llevaba unos siete minutos en el agua y ya parecía una foca a punto de asfixiarse.

Entonces, para colmo, recordé que Ícaro era nadador profesional.

Le miré sintiendo el calor invadir mis mejillas.

—Te lo dije.

Por primera vez, no me agradó del todo ver su preciosa sonrisa. Bueno, para qué mentir: sí lo había hecho. Lo que no me había gustado es que tuviera razón.

Ícaro movió sus manos hacia mí y, antes de nada, preguntó: —¿Puedo?

—Qué remedio —farfullé con un disgusto fingido.

Ícaro me cogió por la cintura y dejé de hacer el ridículo con mi intento de no ahogarme.

Me levantó hasta que quedamos frente con frente.

—¿Te ha pedido mi primo que vinieras detrás de mí? —Pregunté seria.

Una parte de mí quería que dijera que sí. Así demostraría que mi primo se preocupaba por mí, y no había hecho lo de antes solo por montar el teatrillo, pero lo que quería oír aún más era una negación: que Ícaro me había seguido por que quería. Por mí, no porque mi primo se lo había pedido.

—Héctor creía que te estaba protegiendo. No ha pensado bien lo de antes y ya se disculpará en otro momento, sabe que ahora estás enfadada y no quiere molestarte todavía más.

—Entonces, sí que te ha manado, ¿no? Como sabe que no quiero hablar con él, te ha mandado a ti. —Intenté zafarme de su agarre, pero no pude. Ícaro frunció el ceño, para después volver a su habitual expresión: una tranquila.

Dios, me estaba empezando a hartar de su inquebrantable tranquilidad y solo le conocía de tres días.

—No sé porque te seguí, pero no fue por Héctor. Si tu primo hubiera querido que viniera, ni siquiera habría tenido tiempo de pedírmelo: en cuanto saliste por la puerta fui a buscarte.

—Ah. —Solté incómoda y me obligué a decir algo más. —Vale.

Escuchamos otros gritos que venían de la orilla.

Qué pesadilla.

—¡Nusa! ¡Nusa! ¡¿Dónde te has metido?! —Era la voz de Donna. Maldición. —¡NUSA!

—Joder, joder, joder —susurré despacio. —No puede vernos.

—¿Qué?

Y lo primero que se me ocurrió fue estúpido, pero no pensaba aguantar las preguntas de Donna respecto a que me estaba bañando semidesnuda, de noche, y con el chico con el que me daba tanto la tabarra últimamente.

Me acerqué mucho a Ícaro de golpe, para poder hacer fuerza y meterle bajo el agua. Casi como una aguadilla, solo que, al ser él un mastodonte, necesitaba la fuerza de otro mastodonte.

No me di cuenta, hasta que estuvimos sumergidos por completo, de que me había acercado mucho a él. Demasiado. ¡Joder! ¡Pero demasiado!

Nuestros labios se estaban rozando.

Ay, Dios.

Había sido definitivamente mala idea.

Abrí los ojos por la impresión como acto reflejo.

¡Otra mala idea!

Joder, estábamos en el mar. Mar. Agua salada.

Me separé de Ícaro hasta que nuestros labios dejaron de tocarse.

Me llevé las manos a los ojos, que me ardían. Encima llevaba lentillas y lo más probable era que se me perdieran.

No noté movimiento por parte de Ícaro. Dios, estaría petrificado. Como para no si me había abalanzado sobre él autorobándome mi primer beso.

Muy tarde caí en que meternos en el agua no había sido mala idea, sino la peor de las peores ideas que he podido tener. Habíamos dejado nuestra ropa en la orilla, y no había nada que pudiésemos hacer para que Donna no si diera cuenta de que Ícaro y yo estábamos ahí.

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