V. UNOS CRÍOS INMADUROS
Su sonrisa era tan hermosa que dolía.
—Jane Austen
—¿Ya has mandado solicitudes a las universidades, Nusa? —Preguntó mi tío Griffin, el padre de Héctor, mientras me daba un beso en la frente.
Solía venir muy a menudo a mi casa, prácticamente todos los días, desde la muerte de mi padre. Se notaba que le importábamos, yo y mi madre, y que se preocupaba mucho por nuestro estado desde aquello.
Apreté los labios en una fina línea cabizbaja.
—Ya veo. —No usaba un tono de reproche, sino de comprensión. Él ya tenía a su hijo para reñirle y enfadarse con él, a mí solo me consentía. De alguna manera, se pensaría que así podría hacer de alguna especie de figura paterna para mí. Aunque yo supiera perfectamente que jamás lo vería como un padre, agradecía sus esfuerzos.
Me serví una taza de café con mucha leche y me senté en una de las sillas de la cocina.
—Tienes muy poco tiempo —comentó y yo suspiré cansada. Todo el jodido mundo me hablaba de lo mismo—, pero eso ya lo sabes. ¿Hay alguna manera en la que pueda ayudarte a decidir? Solo te queda medio mes para la fecha límite, aprovecha.
—No, no te preocupes, tío. —Revolví el café. —Ya he ido descartando grados universitarios que no me gustasen. —Lo que él no sabía es que había descartado todos. —En dos semanas ya habré enviado todo. —Le sonreí de manera tranquilizadora.
Mi tío me devolvió la sonrisa, pero no parecía estar convencido del todo con mis palabras.
—Bueno, que yo solo había venido a traeros esto. —Dejó un táper en la nevera sin llegar a decirme lo que había en él. Miró la hora en su reloj antes de seguir hablando. —Me tengo que ir ya a casa, que seguro que el inútil de tu primo todavía ni se ha levantado de la cama.
Eso era a lo que me refería antes. Criticaba que su hijo se levantase tan tarde, pero yo, ahí estaba recién levantadita, tomándome mi café mañanero a la una de la tarde. No me quejaba, eh. Se agradecía algo de apoyo.
Mi tío se acercó y depositó otro beso sobre mi frente.
—¿No vas a decirme que hay en el táper antes de irte? —Demandé inocente.
—No, y que ni se te ocurra mirarlo —contestó serio—. Es una sorpresa, así que aguanta hasta que venga tu madre.
Solté una risa y levanté las manos en señal de rendición.
Caminó hacia la puerta y ni me molesté en acompañarle. ¿Para qué? Si era como su casa de tantas veces que venía.
—¡Adiós! —Me despedí y cerró la puerta.
Fui directa a la nevera.
Si había algo que yo no tuviera, era, sin duda alguna, una sola pizca de paciencia.
Antes de llegar a abrir la puerta de la nevera, mi teléfono empezó a sonar. Alguien me estaba llamando.
Cogí el trasto que tenía cómo móvil.
<<Donna>>.
—A ver que quiere esta pesada ahora —mascullé.
Generalmente, cuando Donna llamaba a estas horas era porque tenía planes de salir y quería obligarme a que la acompañase.
Contesté al tercer tono.
—¡Hola, Nusi! ¿Qué tal?
—Bien. ¿Qué quieres? —Di un trago de mi café. La cabeza me había empezado a doler por no tomármelo a la hora a la que acostumbraba a hacerlo.
—Joder, qué agradable estás hoy. Bueno, ¿a que no adivinas los planes para hoy? —Casi podía ver la manera en la que sonreía de oreja a oreja.
—¿A que sí puedo? A ver, veamos. —Me froté la barbilla con un dedo a pesar de que no pudiera verme. —Quedarme en casa, leer un libro, y tomarme un chocolate caliente mientras ignoro tus llamadas. —Sería sarcasmo si no fuera verdad que lo estuviera diciendo, pero ese había sido mi plan para esta tarde desde que me había despertado.
—¿Me estás diciendo que, cuando supuestamente no puedes contestar porque estás ocupada, realmente me estás ignorando?
—Yo no he dicho eso, lo has dicho tú.
—A ver, tía, que la fiesta de hoy...
—No estoy de humor para fiestas, Donna —la interrumpí.
—¡Pero déjame terminar, cansina! Que la fiesta de hoy es de disfraces. Se ve que el Miguel cada día se lo monta mejor. Ese tío es la hostia, ¿a que sí?
—No sé, no me dice nada. Y ese Miguel... ¿es el de la casa de la playa?
—Sí, ese. Pero hay que ir por varios motivos: primero, la temática para disfraces es de piratas.
Hice una mueca.
—Ya, y... ¿el tal Miguel, qué tiene? ¿Siete años?
—A ver, Nusilusa.
La interrumpí de nuevo: —A este paso te cuelgo.
—Ya paro, ya paro. Antes de que digas que no, déjame decirte el segundo motivo. Ícaro estará ahí.
—Sí, sí, hasta luego, Donna. —Y colgué.
No me había levantado de muy buen humor, lo admitía, pero que de lo primero que tuviera que hablar por la mañana fuera de las universidades con mi tío, y que luego Donna me viniera a petardear, no era de gran ayuda.
Entonces me volvió a sonar el teléfono. Esta vez, con un mensaje.
—A la madre. Jesucristo, ¿qué te he hecho?
Ícaro: Vas a la fiesta de Guille?
Al instante sospeché de Donna.
¿Le había dicho a Ícaro que me preguntase? No, eso ira imposible. Hacía menos de medio minuto que le había colgado. No le habría dado tiempo a decirle nada.
Aun así le pregunté: <<Donna te ha dicho que me preguntases?>>
No debería haberle escrito eso. Dios, qué horror.
Estúpida. Era una estúpida.
Él no tardó en contestar a mis mensajes.
Ícaro: Qué? No
Ícaro: Por qué?
Nusa: Donna acaba de llamarme para que fuera a la fiesta y le he dicho que no.
No entré en detalles. Y con detalles me refería al hecho de haberla colgado a media palabra.
Ícaro: Ah. Y das por hecho que si te pregunto es porque Donna me ha obligado
Cerré los ojos con fuerza y suspiré antes de escribir.
Nusa: Tal vez
Ícaro: Pues tranqui, no soy ningún enviado suyo
Ícaro: Solo quería saber si ibas a estar en la fiesta
¿Qué narices se respondía a eso?
No quería ir. No pensaba ir.
De ser Donna, le dejaría en visto, pero siendo Ícaro, ni de coña.
Nusa: No creo que cambie de opinión, pero si eso ya nos veremos
Sí, así perfecto. Dejaba claro que ni se me pasaba la idea de ir a la fiesto, ¿no? Sí.
Ícaro: Vale, hasta luego entonces
Y, tras ese último mensaje, se desconectó.
Entonces no lo había dejado tan claro. O sí, pero Ícaro era Donna pero versión mejorada: insistente, terco y, diferénciándose de Donna, tentador.
Una cinta negra para la cabeza; un top negro, que más que una camiseta corta, parecía un sujetador de encaje; una falda larga y suelta roja; guantes negros de cuero, que no me cubrían los dedos; muchos collares y pulseras; unos aretes plateados enormes; un pintalabios rojo oscuro, jodidamente oscuro; un rímel negro y unos botines de este mismo color.
Levanté la mirada en dirección a Donna.
—Cuando has dicho <<piratas>> me imaginaba una espada cutre de plástico y un gorro con una pegatina de una calavera —hablé viendo todos los trastes que había sobre la cama de mi amiga.
Donna ya estaba vestida. Su ropa era similar a la que quería que me pusiera, excepto por su falda, que tenía un corte en desfilado y era de color gris clarito, y por su top, que era de un gris oscuro.
—Te he dejado el mejor disfraz a ti. Con el pelo rubio oscuro te va a quedar mucho mejor que a mí.
Miré a Donna de mala gana.
No era verdad. Todo lo que ella se pusiera, le iba a quedar cien veces mejor a mí, con mi pelo enmarañado y de un color que no era ni un castaño ni un rubio.
El pelo de Donna era rizado-ondulado y castaño. Algo así como el de Julia Roberts en La Boda de mi Mejor Amigo. Era un salvaje muy distinto al salvaje de mi pelo. El suyo era atrevido y llamativo, el mío era de vagabunda, y si era llamativo era por esa razón.
—No me mires así y pruébatelo. Tenemos menos de media hora para maquillarte.
—No sé para qué coño he venido —farfullé cogiendo la ropa y metiéndome en el baño.
—¿Te digo yo por qué lo has hecho? —Habló entre sonoras carcajadas.
La miré por encima del hombro.
Donna me sonreía muy ampliamente.
—¡No es verdad! —Y cerré la puerta dando un portazo.
No era verdad.
No lo era.
Veinte minutos después Héctor tocaba el claxon en la puerta de la casa de Donna repetidamente. Esta se asomó por la ventana de la habitación para chillar: —¡Ya te hemos oído, imbécil! ¡Deja de tocar la bocina o tendré que llamar a la policía antes de que lo haga algún otro vecino!
—¡Es la última vez que vengo a buscarte, desagradecida!
—¡MEJOR! ¡No soporto ir en tu birria de coche!
—¡¿Ah, no?! ¡¿Y qué irás, en bici?! ¡Porque te recuerdo que ni siquiera aprobaste el teórico!
—Donna —la llamé con miedo de que se abalanzara sobre mi primo desde el segundo piso. Me ignoró.
—¡Cuando baje pienso castrarte, Kolovos! —Miró hacia otra parte y me acerqué la ventana para ver cómo iba vestido mi primo.
Me daba curiosidad su disfraz. Seguro que era una mierdecilla sacada de su sótano.
—¡Ah, hola, Ícaro! —Chilló Donna, justo cuando ya hube llegado a su lado, dejándome sorda.
Mierda, ya no podía retroceder. Mi primo e Ícaro ya me habían visto: ambos miraban en mi dirección.
Sonreí incómoda.
Mi primo me ignoró y volvió su atención a Donna. Ícaro me regaló una de sus encantadoras sonrisas.
—¡¿Bajáis ya o preferís quedaros ahí mirándonos?!
Le tapé la boca a Donna antes de que volviera a gritar y me dejase sorda de nuevo.
—Ahora vamos. ¡Ah! ¡Joder! ¡¿Pero a ti qué coño te pasa?! ¡Sociópata! —Hablé con los ojos abiertos como platos en dirección a mi mejor amiga.
Me había mordido. Y no muy suave que dijésemos.
Ella sonrió inocente.
—Perdón. Ha sido un reflejo.
Por el rabillo del ojo vi que mi primo se estaba descojonando vivo y a Ícaro frunciendo el ceño.
Dios, seguramente esta sería la última vez que quedase con nosotros.
Me miré la mano.
No tenía sangre, ni herida, ni nada, solo una marca de los incisivos de Donna.
—Tampoco te he mordido tan fuerte, eh. No te me pongas a llorar que arruinarás mi obra de arte —pidió refiriéndose a mi maquillaje.
Puse los ojos en blanco y me dirigí hacia las escaleras para después salir a la calle.
Ni siquiera me di la vuelta para ver si me seguía, porque podía sentir como el mismísimo diablo iba detrás de mí. Sí, Donna. El diablo reencarnado.
Salimos de la casa y me alejé de ella mientras cerraba la puerta.
Caminé hacia el coche sin dirigirle una palabra a nadie. Cerré la puerta sin llegar a dar un portazo. Solo me faltaba que mi primo se pusiera a chillarme.
Ícaro entró y se sentó a mi lado con cara de preocupación.
—¿Estás bien? —Me cogió la mano y la examinó.
Qué vergüenza. Tenía el <<tatuaje>> de los dientes de Donna y él se quedó como una piedra al verlo, pero se recompuso al momento.
—Joder, no sabía que fueran tan infantiles. —Le miré con una ceja levantada. —Bueno, sí, pero ¿tanto? —Hizo una mueca.
—Es igual, tampoco me duele tanto. —Me puse el cinturón y me apoyé sobre el respaldo del asiento.
Héctor se sentó en su sitio y tuve una idea mientras veía Donna acercarse al asiento libre de la parte trasera.
Me estiré hasta llegar al pestillo de la puerta. Tuve que ignorar el hecho de que sentía la respiración de Ícaro sobre mi nuca. Estaba en el asiento del medio y, si me caía, acabaría encima de él.
Apreté el botón para cerrar la puerta todo lo rápido que pude y volví a acomodarme en mi sitio.
Donna intentó abrir y le señalé seria el asiento del copiloto.
—Ni de puta coña. Abre.
Negué con la cabeza y volví a señalar al asiento al lado de mi primo.
Donna pareció recordar que me había mordido minutos atrás, y, por pena, me hizo caso.
Héctor observó de mala gana cómo se sentaba a su lado, pero no dijo nada, simplemente la ignoró.
Decidí ignorar yo también a todos, Ícaro incluido. Mejor dicho, a Ícaro sobre todo.
Mi primo e Ícaro iban caminando unos metros por delante de nosotras.
Acabábamos de aparcar el coche y ellos habían salido pitando de él. Ícaro arrastrado por mi primo, que tenía unas ganas locas, o de fiesta, o de perder de vista a Donna.
Eran muy compatibles.
Antes no lo había hecho porque había salido de la casa de mi amiga de muy mal humor, pero después de un rato me había calmado y teniendo en cuenta que, además, estaban de espaldas y no podían verme, me fijé en el atuendo de los chicos.
Mi primo llevaba unos pantalones negros anchos, una camiseta blanca de tirantes, una cinta roja atada a la cintura como si fuera un cinturón y un pañuelo, rojo también, en la cabeza.
Deduje que Ícaro le había ayudado porque iba vestido de manera parecida, o directamente porque, si de mi primo hubiera sido, habría venido sin disfraz.
Ícaro llevaba unos vaqueros negros que le quedaban ligeramente apretados en la parte de los muslos; una camisa blanca con las mangas remangadas, que llevaba con los primeros botones desabrochados, cosa que me había tenido que forzar a ignorar al darme cuenta en el coche; un pañuelo negro atado al cuello (me jugaría la vida apostando que no se lo había puesto en la cabeza para enseñar su increíble pelo); y unos collares de cuerda, que también había visto en el coche. Además, ahora que enseñaba parte de los brazos, podía apreciar unos tatuajes que antes no había visto. Estando tan lejos no podía ver exactamente qué eran. Otra cosa que no se me escapó, era lo bien que le sentaban esos pantalones.
—¿Has visto lo bien que se le marca el...? —empezó Donna susurrando.
—No —la interrumpí con un leve rubor en las mejillas. A Donna no se le escapó ese detalle y me guiño el ojo.
Miré al frente ignorando las miraditas que le siguieron a ese guiño.
—Ya estamos.
Ícaro y mi primo ya habían entrado a la casa de Guille.
Entonces me giré para ver a Donna.
—Oye, no quiero entrar. ¿Tú has visto las pintas que llevo?
Pero ya era tarde, me estaba empujando hacia el interior y no tardamos en escuchar una voz a nuestras espaldas que nos llamaba.
—¡Eh, Nusa! ¡Has venido! —Bitch, what?
Miré con los ojos entrecerrados al pelirrojo que se acercaba a nosotras.
Sonreí como una tonta cuando me acordé de aquella noche. Lo había olvidado casi todo, pero, al ver al dueño de la casa, algunos recuerdos volvieron a mi cabeza.
—¡Dios, no me acordaba de la otra noche!
—¿Qué me dices, preciosa?
Cambié la expresión de mi cara a una pura seriedad
—Todavía no voy lo suficientemente borracha como para aguantar que me llames así.
Donna nos miraba como si estuviéramos locos. Al final, hizo como los otros dos, se alejó y me quedé sola con el alto.
—¡Adiós, Donna! —Se despidió este.
Ella le regaló una sonrisa coqueta por encima del hombro y fue hacia la cocina, seguramente a por bebidas.
—¿Luego vuelves? —No quería quedarme con un casi desconocido. Casi ni me acordaba de la última fiesta, así que consideraba a Guille un desconocido.
Donna asintió y desapareció entre la muchedumbre.
Pocos segundos después volví a escuchar otros gritos.
—¡Eh, tú! ¡El otro día no me dejaron hablar contigo!
Me giré hacia mi primo con el ceño fruncido.
Guille levantó el puño para chocarlo con mi primo, pero este se le acercó amenazador ignorando el saludo de <<machos>>.
—¡¿Fuiste tú el que emborrachó a mi prima el otro día?!
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