No hay belleza exquisita sin alguna extrañeza en las proporciones.
—Edgar Allan Poe
Era consciente, a diferencia de la mayoría de la población mundial, de los problemas que azotaban a la sociedad actual. Era perfectamente consciente también de que, aunque mi vida era, indudablemente, mejorable, era una por la que debía de estar agradecida. A mi familia no le faltaba comida en la mesa, no le faltaba seguridad, ni comodidad. Aun así, yo no era diferente a los demás en el común aspecto de siempre querer algo mejor, de nunca estar conforme con lo que tenía.
Yo quería menos ataduras. Quería libertad. Quería recorrerme el mundo y puede que, quizás, no volver nunca al pueblo en el que había nacido, a Latres. El pueblo que aguardaba tantos recuerdos buenos, pero también muchos malos. Puede que fuera una cobarde por querer huir de ellos, por querer ignorarlos, en vez de afrontarlos. Sí, sí lo era. Ni siquiera había sido capaz de visitar aquel sitio por miedo a derrumbarme. Por miedo a que el muro que me separaba de la verdad cayera, y yo cayera con él.
—Nusaa. Tierra llamando a Nusa.
Donna agitaba su mano delante de mi cara.
—Sí, sí, ¿qué pasa? —Hablé saliendo de mi trance.
—¿No has escuchado nada de lo que te hemos dicho?
Hice una mueca.
—Vale, ya veo que no, Nusilusa. —Contestó entre risas.
—Ay, qué pesada. No me llames así. —Suspiré para que ella simplemente ignorase mi petición.
—Te acabamos de preguntar que por qué no saliste ayer.
Pestañeé lentamente acordándome del día de ayer.
Tras haber pasado la noche en casa de Ícaro, este me había dejado en mi casa después de haber desayunado todos, y, además de la resaca que tenía que no me dejaba ni moverme, mi madre no me dejó salir de casa. Así que estuve el resto del día encerrada en mi habitación, pensando en qué grado universitario me disgustaba menos, y discutiendo de ven en cuando sobre ello con mi madre cuando venía a darme la lata.
No pensaba contarle toda la historia porque Ícaro estaba presente, así que me limité a responder: —Como para salir estaba yo con la cogorza que llevaba. Bastante trabajo fue que mi madre no se diera cuenta.
—Yo me tuve que colar por la ventana de mi habitación para que mis padres no se dieran cuenta de que no había dormido en casa. —Se carcajeó Donna.
—¿Y tus padres? —Le preguntó mi primo a Ícaro.
Miré el reloj que estaba sobre nuestras cabezas. Las doce del mediodía.
Héctor y Donna se habían presentado en la puerta de mi casa a las diez y media. Sin avisar, por supuesto. Se ve que habían hablado el día anterior de salir a desayunar por ahí con Ícaro, para conocernos mejor.
Mi madre me había dejado salir, bueno, de manera indirecta, porque estaba trabajando, y no salía hasta las tres de la tarde.
—¿De qué se iban a enterar mis padres? Si yo no bebí nada.
—Ah, cierto, cierto.
—Además, todavía no están en Lastres. —Continuó el rubio.
—¿No? ¿Y por qué no? —Le cuestionó mi mejor amiga.
Me tensé.
No sabíamos nada de la vida personal de Ícaro. Bueno, puede que Héctor sí, pero él estaba demasiado centrado en su colacao como para prestarle atención a lo que Donna le preguntaba. Yo no quería ser una entrometida y preguntarle sobre su familia. Era mejor que él sacara el tema si quería. Bueno, eso pensaba yo.
—Siguen en la capital con mi hermano. —Habló él en su tono de siempre: tranquilo y, a la vez, alegre.
Pues no le había molestado la intromisión de Donna, o, si lo había hecho, sabía disimular a la perfección.
—No sabía que tuvieras un hermano.
—Su hermano es la hostia. —Intervino Héctor. —Por cierto, ¿qué tal anda?
—Bastante bien. —Ícaro hizo una mueca.
—Me alegro. Hace ya casi dos años que no le veo.
—Sí, desde la competición. —Ícaro sonrió recordando algo.
Mi primo le miró mal.
—No sonrías tanto. Ya sé que esa tarde perdimos, pero al final quedamos primeros. Y tu equipo segundo. —Héctor le guiñó un ojo picándole e Ícaro le sacó el dedo corazón.
Mi primo era nadador, y era gracias al equipo de Lastres que tuviera tantos amigos. En la época de competiciones, al ir a distintas ciudades, es cuando hacía todavía más amistades. Según me había contado él, se había reencontrado con Ícaro en una de esas competiciones, y que hasta que le dijeron su nombre y apellido no le había reconocido.
—¿Tú también compites? —Preguntó Donna animada.
-Sí, bueno, competía.
—Ah, vaya. ¿Te lesionaste o algo?
Le pegué una patada en la espinilla por debajo de la mesa.
Donna me miró con una ceja levantada y yo puse cara de <<ya vale, hija mía>>.
—No, no fue eso. Pero estoy seguro de que a tu primo —me miró— le habría encantado que me lesionara, porque aunque ya no compita sigo siendo mucho más rápido que él.
—¡Eso no es cierto!
—¿Apostamos?
—¡Apostamos, vale!
Donna me miró riéndose. Riéndose de mi primo, seguramente. Al menos yo sí que era de él de quien me reía.
—Pues yo apuesto por Ícaro.
Mi primo miró a Donna como si la quisiera asesinar.
—¿Es enserio? ¡Pero si ni siquiera le has visto nadar!
—Entonces tendré que verte nadar ¿no? —Le habló coqueta a Ícaro.
Joder. Como si no hubiera más gente en la mesa.
Ícaro le sonrió sin llegar a decirle nada más. Por un momento me pareció verle algo incómodo, que no me extrañaba, pero, al momento, me volvió a parecer tranquilo.
Héctor le pegó un golpe en el hombro con el suyo, y yo me tapé la cara con las manos sin poder evitar reírme. Era eso o salir corriendo de la vergüenza.
Donna no tenía ningún tipo de filtro.
—Oye, ya que sacáis el tema, ¿cuándo es la próxima competición? —Le pregunté a mi primo mientras le daba un sorbo a mi café con hielo.
—En una semana, me parece. O semana y media, no estoy seguro. —Se terminó de beber el colacao. —¿Queréis pedir algo más?
Le miré mal. Era imposible mantener una conversación con él. O te respondía con monosílabos, o decía una frase y luego cambiaba de tema o directamente se largaba, como era el caso.
Ícaro negó con la cabeza y yo respondí un <<no>>.
—Yo sí. Voy contigo. —Donna le siguió a la barra.
Me cago en todo lo cagable.
Me habían dejado sola con Ícaro.
Les fulminé con la mirada a medida que se iban alejando, aunque estuvieran de espaldas y no se dieran cuenta de ello.
Me volví hacia el rubio y él me sonrió con la boca cerrada.
—¿Sigues pintando?
Le miré confusa con una ceja levantada.
—Cuando éramos pequeños te pasabas el día pintando. —Se explicó. —Me acuerdo porque gracias a verte a ti pintar, yo también empecé a hacerlo.
Entrecerré los ojos intentando acordarme.
Dios, ¿cómo era posible que él se acordase de eso, y yo ni siquiera me había acordado de su nombre?
—Bua, es que no me acuerdo. Te lo juro. ¿No tienes ninguna foto nuestra de pequeña? —Hablé algo incómoda.
—Ni idea. Ya miraré. —Se calló durante unos segundos. —¿Entonces?
Me tensé todavía más, si es que era posible.
—No, ya no. Hace un año que dejé de hacerlo.
Él me miró directamente a los ojos. Como si quisiera adivinar la razón sin llegar a entrometerse y poder incomodarme. Como si intentase leerme, de alguna forma.
Mentalmente, sonreí melancólica.
Hacía mucho tiempo que había dejado de ser un libro abierto.
Sus ojos no podrían leerme, no podrían quedarse fijos en mí. Tampoco chocarían como si hubiera un muro que no le dejase ir más allá, todo lo contrario: su mirada me atravesaría como si nada. Como si no hubiera nada en mi interior. Como si estuviera vacía. Porque lo estaba. Definitivamente lo estaba.
—¿De veras? —Parecía realmente sorprendido con lo que le había dicho. —Incluso a los seis años tus cuadros ya eran impresionantes. Muy vivos, llenos de imaginación. Y después de años tu técnica seguro que ha mejorado muchísimo.
Sonreí incómoda, por enésima vez.
—¿Y tú? ¿Sigues pintando, no?
Asintió.
—Se me acaba de ocurrir que podría enseñarte mis cuadros. —Se rascó la nuca y me sonrió de una manera que consideré más que tierna. —Estaría bien una segunda opinión sobre ellos, porque nunca se los he enseñado a nadie. E igual a ti te ayuda con tu bloqueo.
Ícaro parecía curioso y casi seguro de que lo mío no era un bloqueo con la pintura, pero, ya fuera por no entrometerse o por hacer que le contara la verdad, había dicho que se trataba de eso: de un bloqueo.
Decidí no corregirle y, aunque no me apeteciera, no supe negarme a su proposición.
—Sí, vale. Pero te daré la opinión de una persona normal, no la de una artista especializada. No vayas a pensar que soy yo muy profesional en el tema. —Reímos al unísono.
—Vale, vale. Sin presiones, que yo solo quiero saber qué piensas tú de ellos. Aunque pienses que son horribles. —Habló con una mueca.
—¡Oye! No te me adelantes, eh, que no pueden estar tan mal si llevas años seguidos pintando.
—En verdad, yo también estuve una temporada sin pintar, y hasta que no hubo alguien que me inspiró para volver a hacerlo, no pude tocar ni un triste pincel. Por eso igual puedo ayudarte a ti también.
Le sonreí sincera.
—Ojalá sea así.
—Ey, ¿de qué habláis? —Preguntó Donna sentándose con un cucurucho en la mano. Desde mi asiento podía saborear el helado de yogur.
Si llegaba a saber que había helado...
Héctor se sentó junto a Ícaro.
—Nada importante, —miró a mi primo— pero me tienes que pasar el número de Nusa, eso sí. Bueno, y el de Donna también —pidió cortés.
Donna le regaló una de sus despampanantes sonrisas capaces de derretir a cualquiera. Después me miró a mí <<disimuladamente>> y sorprendida.
Me encogí de hombros ante la pregunta que sus ojos me hacían.
Se estaría pensando que me había ligado al Ícaro.
De verdad, esta chica solo pensaba en una cosa: en el ligar con chicos. Bueno, no, en dos: en ligar con chicos y con chicas.
Me acerqué más a mi mejor amiga, que estaba sentada a mi derecha. Había empezado a discutir con mi primo sobre la competición de natación. Ícaro intervenía de vez en cuando sin tomar posición en ninguno de los bandos. Si se compinchaba con mi primo, Donna le haría el Pinan Shodan; si, en cambio, se aliaba con Donna, mi primo se enfadaría con él.
El helado de Donna me daba mucha pena. Tan solito. Sin empezarlo.
Esperé al momento en el que se le empezó a marcar la vena de la frente para quitarle el helado sin que se diera cuenta.
Sonreí victoriosa saboreando el helado y escuché una carcajada sonora.
Ícaro me estaba viendo muy divertido.
Sí. Pues, ya no me caía tan bien. Al reírse tan alto, Donna había posado sus ojos en nosotros, para después posarla en mi cucurucho.
—¿Pero tú cómo eres tan sinvergüenza?
—Sí, eso. Sinvergüenza. —Mi primo aprovechó para desviar la atención de mi amiga hacia mí. Quise ahorcarlo. —Vamos, recupera la posesión que mi prima ha osado arrebatarte.
Sí. Iba a ahorcarlo.
Encima se creía un caballero del siglo XXV, ¿o qué?
Fulminé a Ícaro con la mirada.
Este tenía los ojos abiertos como platos, y parecía debatirse entre partirse el culo o acudir a mi rescate ahora que todos se habían vuelto en mi contra.
Miré a Donna mientras volvía a llevar el helado a mi boca.
—Te mato.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro