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II. LA PRIMERA FIESTA

Intenté ahogar mis penas en alcohol, pero las condenadas aprendieron a nadar.

—Frida Kahlo


Estiré el brazo hasta alcanzar el rostro plano de aquella chica. Su cabello era desastroso: ondulado en su mayoría, porque si te fijabas bien podías ver mechones lisos y otros rizados. La gente no solía opinar sobre él. En fin, para decir que parecía un espantapájaros, mejor guardárselo ¿no? Lo que sí elogiaban era el color rubio apagado. No era un rubio potente, y tampoco era un castaño corriente. Era como un punto intermedio.

Mi mano chocó con el espejo y la aparté de él para acomodarme mejor el pelo.

Dios, sí que parecía un espantapájaros.

Me estaba preparando porque al final me había dejado convencer por Donna y Héctor para ir a la fiesta. He de mencionar que no iría de no ser porque el final de Todo lo que nunca fuimos me había dejado algo exhausta. Bueno, y también porque todavía no tenía la segunda parte.

Di unas cuantas vueltas para ver qué tal me quedaba la ropa que me había puesto. Llevaba unos pantalones largos de verano de color caqui y un top corsé azul con mariposas. No lo había llevado nunca, pero Donna había insistido en que me lo pusiera para ir a la fiesta porque <<me quedaba de infarto>>.

Miré mi reloj. Casi las diez y diez minutos.

Ups.

Habíamos quedado a en punto en mi puerta.

Me calcé rápidamente con unas sandalias de tacón blancas, cogí un bolso y bajé corriendo las escaleras de mi casa.

—¡Nusa! ¿A dónde vas? —Chilló mi madre desde la cocina al oír que metía las llaves en la cerradura.

Mierda. Se me había olvidado avisarla de que iba a salir tan tarde. Y, claro, no estaba acostumbrada. Hasta a mí se me hacía raro.

Caminé hacia la cocina a paso rápido.

Donna me iba a matar. Y solo Donna porque Héctor era una estatua cara muerta a la que se la sudaba todo. Seguro que me diría algo, pero en verdad le daba igual. Donna, en cambio, amenazaría con hacerme el Pinan Shodan (alguna llave o algo así que había aprendido en Kárate), o directamente me la haría de verdad. Ya me la hizo una vez y no era nada agradable. A pesar de que no me había llegado a dar, su expresión me había acojonado bastante, por no mencionar los gritos que pegaba.

Menuda sociópata.

Llegué y me quedé en frente de le encimera; detrás de ella mi madre estaba sentada en una silla tecleando algo en su ordenador.

Se quitó las gafas y me miró.

—¿A dónde vas tan tarde? —Preguntó otra vez.

—He quedado para dar una vuelta con Donna, el primo y algunos amigos suyos. —Hablé con una mueca. Esperaba que me dejara, pero tal y como estaba de humor estos días no lo veía muy factible. —Se me había olvidado decírtelo. —Añadí arrepintiéndome al instante.

Mi madre levantó una ceja y puso la mítica cara de <<sí, sí, ya, lo que tú digas>>.

—Bueno, ve, pero mañana no sales. —Habló volviéndose a poner las gafas queriendo dar por terminada la conversación.

Apreté los labios en una línea sabiendo que si rechistaba no me dejaría salir ni hoy ni mañana ni nunca.

—¿Por qué? —Dios, Nusa, mejor cierra la boca por una vez en tu vida, jodida suicida.

—A ver si no dejándote salir te centras en lo que te tienes que centrar, ¿eh? Que no te queda tiempo para decidirte. —Dictó con seriedad y con enfado a la vez.

—Vale. —Salí de la cocina rápidamente. No quería hablar de ese tema ahora porque terminaría arruinándome la noche.

Lo cosa era que teníamos que mandar solicitudes a las universidades. Y ya. No me quedaba tiempo. Solo unas pocas semanas. Y ni siquiera sabía qué quería estudiar. Mi madre en vez de ayudarme solo presionaba. Y presionaba. Y presionaba hasta que el tema se había convertido en un dolor de cabeza y en algo en lo que evitaba pensar. Sí, todo lo contrario a lo que debería estar haciendo.

Cerré la puerta de mi casa tras de mí, y un aire fresco, pero agradable, propio de los primeros días del verano, me golpeó el rostro.

Recorrí el caminito de piedras que dividía el césped en dos hasta llegar a la puerta de la verja.

Donna y Héctor me esperaban apoyados en el capó del coche de este. Parecían discutir sobre algo.

—Eh. —Hablé para llamar su atención. Ellos se giraron al instante. —¿Qué pasa? ¿De qué habláis?

—Hombre, por fin te presentas. Anda que ya era hora, eh. Casi se me aplana el culo de esperarte sentada tanto tiempo. —Masculló Donna. Después se paró a mirar cómo iba. —¡Me has hecho caso! Qué increíble. Estás guapísima. —Me guiñó un ojo.

Parecía que se le había olvidado que segundos atrás estaba molesta conmigo por llegar tarde.

—Muy guapa, sí. —Comentó Héctor casi sin mirarme mientras se dirigía a la puerta del conductor. Solté una risita y vi que Donna ponía los ojos en blanco.

—¡Me pido ir de copiloto! Así os pongo musicota. —Exclamó mi mejor amiga sin esperar respuesta y entrando en el coche.

Héctor y yo pusimos una mueca.

Después de haberme sentado y mientras me ataba el cinturón le contesté: —Si pones Melendi me tiro por la ventana y voy andando.

Donna se giró y me miró mal. Antes de que preguntara me adelanté: —No, ni su época vivan los porros.

—Vaya, esas son las mejores.

Donna terminó poniendo un repertorio de Taylor Swift.

—Me sangran los oídos. —Lloriqueó mi primo. Donna estaba cantando mientras pegaba saltos en el asiento.

—Hay que joderse contigo. Las únicas veces que abres la boca es para quejarte. —Se rió ella.

Héctor estiró la mano para apagar la radio, pero Donna le pegó un manotazo.

—No lo intentes una segunda vez si no quieres que te haga una de mis llaves maestras.

—Entonces estarías incumpliendo la primera regla del señor Miyagi. ¿Harías eso? —Habló Héctor fingiendo sorpresa. Donna estaba confusa.

—¿Eh?

—Que solo uses el Kárate para tu defensa. Esa es la primera regla del señor Miyagi. —Intervine.

Donna se giró y me miró con el ceño fruncido.

—¿Eh?

—La película, Donna. La película.

—¿Eh?

La pobre era un poquito (bastante) cortita.

—¿No te has visto Karate Kid? —Le preguntó mi primo sorprendido de verdad. Ella negó.

—Eso no es muy karateca de tu parte.

—¿Eh?

Dejamos de hablar cuando Héctor paró el coche.

—¿Queréis ir yendo vosotras mientras yo busco un sitio para aparcar? Por lo que veo no es que vaya a ir poca gente. —Habló mirando a través de su ventanilla.

—Ni de coña. Vamos contigo. —Respondí rápida. Donna soltó un carcajada y no llegó a decir nada.

Miré por la ventanilla.

Estábamos en una calle con bloques de pisos a los lados. Era la calle más larga y donde más sitios tenías para aparcar, pero aquella noche estaba repleta de ellos. No se apreciaba ni un hueco.

Héctor condujo a través de la calle lentamente para buscar un sitio.

Tardamos unos cinco minutos hasta poder aparcar.

Estábamos a otros seis minutos, más o menos, del camino secreto que daba a la playa.

—¿Cómo es que no se acaba corriendo la voz del camino secreto si Guille lleva a no sé cuántas personas casi todas las noches? —Pregunté.

—Porque la mayoría van ya con una borrachera tremenda encima, y porque muchos viven más cerca de la otra playa y pasan de venir hasta esta.

Incapaz de callarme por los nervios, fui a hacer otra preguntaba sobre algo que en verdad me la chupaba tres pepinos, pero Donna se me adelantó.

—¿Entonces el tal Fígaro estará en la fiesta?

Si supiera hacer el Pinan Shodan le borraría esa sonrisa de la cara.

Poco más de diez minutos después estábamos ya delante de la casa de Guille.

—¿Tú estás seguro de que a Guille no le importará que venga una desconocida a su casa? —Le pregunté a Héctor agarrándome de su brazo. —No me conoce de nada y ahora me voy a presentar en su casa como si nada.

—Dios, Nusa. Es una fiesta. ¿Te crees que conoce a la mitad de todos estos? —Señaló a la marabunta que había alrededor de la casa.

Más luego la que habrá dentro...

—¿Te quedarías más tranquila si te lo presento? —Cuestionó él sonriendo.

Levanté las cejas.

—Nah, no, no. Es igual. No, eh, Héctor. —Pero ya me estaba arrastrando a alguna parte de dentro de la casa. Donna nos seguía mientras observaba el interior de la casa. Bueno, eso o a los chicos y chicas que había en ella.

Llegamos a la cocina, no sin haber esquivado antes a un borracho que casi nos tira su vaso encima y a otro que, directamente, casi se tira encima de nosotros.

¿Es normal que ya haya gente tan borracha?

—No sé yo si este ambiente es para mí... —Farfullé arrepintiéndome de haber venido.

Héctor no me escuchó, pero como para hacerlo con el volumen que tenía la música.

—¡GUILLE! —Chilló mi primo alzando la mano en el aire para captar su atención.

Un chico musculado, alto y pelirrojo se acercó a nosotros. Él y Héctor hicieron un choque de macho pecho peludo y yo no pude evitar levantar una ceja.

Enseguida noté que Donna se puso a mi lado.

—Estas son Donna y Nusa, mi prima.

Guille nos escaneó a ambas y nos sonrió.

—Sí a Donna la conozco del verano pasado. —Después volvió su atención a mí. —¿Así que tú eres la mini Kolovos de la que tanto habla Héctor? Os parecéis un cojón.

Sonreí frunciendo el ceño.

Héctor me miró con una mirada de complicidad.

Yo era rubia, de ojos marrones. Héctor era pelinegro, de ojos azules. Yo era una mediometro y Héctor era jodidamente alto. Yo tenía la nariz, según Donna, de <<David de Miguel Ángel>> y Héctor tenía una nariz aguileña. Yo tenía los labios finos, y Héctor algo gruesos.

Prácticamente el único parecido que compartíamos era el apellido de mi abuelo: Kolovos.

Definitivamente Guille también iba borracho.

—¿A qué no sabéis a quién me he traído? —Habló alto para que pudiéramos escucharle. —¡A Ícaro!

Jesús, estoy empezando a cogerle asco al pobre chaval y sin conocerle.

—¡ÍCARO! ¡ÍICAROOO! ¡¡ÍIIIIIiiIiIICAAaAaAArOOoOoOO! —Vociferó.

En la cocina había unas escaleras que subían a un segundo piso. Por ellas apareció un chico. Que podría ser Ícaro o alguien que viniera a decirle a Guille que dejase de dar voces, que se oían incluso más alto que la música.

El chico era alto. Cojonudamente alto. Incluso más que mi primo. Bueno, mucho más. Debía medir 1,95. Puede que más. Era algo delgado, pero tenía buenos brazos.

¿Buenos brazos? Dios empezaba a pensar como Donna.

Su pelo era rubio oscuro y rizado. Muy rizado. Y lo llevaba en un mullet corto.

Donna me pegó un codazo en el estómago haciendo que me doblara un poco por la mitad.

Me giré hacia ella.

—Te mato. —Me ignoró.

Le pegué un golpe con mi pie por detrás de su rodilla. Se agachó un poco.

Donna puso sus manos en una especie de posición de ataque karateca. Una de ellas me rozaba el mentón.

Hundí el entrecejo.

—Jodida psicópata.

—¡Héctor! —Saludó el rubio animado.

—Dios que voz. —Me susurró Donna recomponiéndose.

Si, Donna, ya lo había notado. No era sorda, personificación de Chucky.

—¡Eh, Ícaro! —Confirmadísimo: el rubiales era Ícaro.

Él y Héctor se dieron un abrazo a la vez que se daban golpes en la espalda.

¿Por qué todos los hombres hacían eso? ¿No sabían darse un abrazo normal?

—Mira, estas son Donna y la prima de Héctor. —Habló Guille pasando un brazo por encima de los hombros de Ícaro.

Él sonrió a Donna y luego mi miró a mí.

—¡Nusa! ¡Dios, estás igual! —Me apachurró entre sus brazos.

Puse una mueca

¿Estaba igual que cuando tenía seis años? Vaya. Puede que de estatura no hubiera cambiado mucho, ¿pero de lo demás?

Ahora sí que me caía mal el tal Ícaro.

Mi primo intervino después de que me soltase.

—¿Te puedes creer que no se acuerda de ti? —Le miré mal.

—¿En serio? —Preguntó sorprendido.

Asentí incómoda.

—Oye, ¿me sirves algo? —Le hablé a Guille.

—¡Claro, sígueme! —Me agarró de la mano y me llevó hacia donde guardaba las botellas.

Con la mano que tenía libre me despedí del grupo.

No me apetecía la conversación que tienen las personas de mi edad al conocerse. <<¿Qué vas a estudiar?>>, <<¿A qué universidad irás?>>... Aburrido. Quería divertirme.

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