ℛ𝒶𝓊𝒹ℴ 𝒫𝒶𝓁𝓅𝒾𝓉𝒶𝓇
— Un tarro de miel, un poco de yerbabuena, un kilo de limón... — Francisca llevaba repitiendo el encargo de su abuela para no olvidarlo. La mujer la había mandado al mercado de manera inmediata sin siquiera darle tiempo de hacer un listado de las cosas que debía comprar — ¿O era medio kilo?, Agh.
Sin dudas su abuela se enfadaría muchísimo si no cumplía con el pedido. Su estado de salud no hacía más que empeorar y los médicos seguían dándole la misma orden de reposar y tratarse con algunos remedios naturales. Imelda entonces tenía que conseguir los ingredientes para que Camila, la cocinera, le preparase un té con el fin de aliviar un poco sus malestares.
Sus hebras marrones se ondeaban suavemente con la brisa otoñal. La tarde había llegado rápidamente y de esa misma forma se iría. Necesitaba darse prisa si quería alcanzar algo en el mercado.
Llegó al lugar y se abrió paso entre los pueblerinos para comprar la miel en un puesto ya conocido. Incluso a esas horas, el mercado no dejaba de ser concurrido por una cantidad extraordinaria de personas.
— Disculpe — Decía cada vez que empujaba levemente a alguien de la multitud.
— No se preocupe — Escuchó que respondía un hombre entre el gentío, cosa que comúnmente no tendría la mayor importancia, empero, las cosas fueron diferentes.
Su voz sonaba... muy peculiar; profunda, casi hipnótica. Francisca nunca había escuchado una voz parecida, incluso con 10 varones en la familia. Casi como si de un ser de otro mundo se tratase.
Giró la cabeza, pero no vio nada inusual en la gente que pasaba. Se encogió de hombros y continuó con su tarea.
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La morena se dirigía a su hogar, ya con sus compras en la mano. La gente escaseaba cada vez más en las calles conforme avanzaba la tarde, cosa que a ella no le importaba pero sí a su abuela, ya ni que decir de su padre.
Imelda dobló por la esquina, divisando su imponente casa al final de la calle, pero también vio algo más. Un hombre estaba sentado en la banqueta a unos pocos metros de su residencia, con la mirada baja y sobándose la cabeza.
Ella conocía a las personas de su pueblo, pero a esta no. "Debe ser un extranjero" Pensó.
Continuó con su camino, tratando de ignorarlo. Al pasar cerca de él lo miro de reojo, notando su alborotado cabello pelirrojo y piel atezada. Encogido como estaba, lanzó un quejido de dolor que, pese a haber sido casi inaudible, fue escuchado por la muchacha.
— Emm, disculpe. ¿Se encuentra bien? — Preguntó ella, dando unos pasos hacia el joven. Él levantó la mirada, encontrándose con los ojos marrones de Francisca, que lo observaban con una mezcla de preocupación y curiosidad.
Una sonrisa terminó por adorar aquel rostro de finas facciones que a Francisca le pareció tan perfecto. Sus espesas cejas y ojos caoba adoptaron una expresión de satisfacción.
— Estoy bien, gracias — La escritora sintió una especie de punzada en ese instante, ¡Era el hombre de la voz profunda que había escuchado previamente! Se quedó ahí parada pensando en eso hasta que el joven volvió a quejarse.
— No creo que este bien, ¿Quiere que le traiga a un médico?
Él negó con la cabeza — No se angustie usted por eso, de cualquier manera dudo que sea de ayuda — Respondió con voz tranquila. Al intentar levantarse, cayó de nuevo al suelo. Imelda lo auxilio de inmediato, ayudándolo a sentarse nuevamente.
— Es usted muy necio, señor — Comento ella — Ni siquiera puede ponerse de pie.
— Estoy muy débil. No me he alimentado bien — Dijo, casi susurrando para sí mismo ésto último.
Tuvo una idea. Del bolso que cargaba consigo sacó una hogaza de pan, y partió un pedazo de ésta. Guardó el resto, sacando también una manzana. Se lo ofreció al desconocido, quien miró aquella dádiva con suma extrañeza, como quien no ha visto nada parecido en toda su vida.
— Coma. Necesita hacerlo.
Tomó en sus manos lo que le ofrecía, con un gesto de duda.
— No creo que pueda comer esto... — Habló.
— ¡Vamos, hombre! No sea necio. Es por su propio bien — Se sentó junto a él — ¿O es que acaso se quiere morir usted de hambre?
Francisca comenzó a preguntarse el porqué de esa actitud. El joven observó una vez más aquellos alimentos y, con mano temblorosa, acercó la manzana a su boca hasta darle una mordida.
Hizo una mueca igual a la de alguien que prueba una cosa ácida. Masticando con lentitud, sus facciones se fueron relajando a medida que saboreaba el dulzor de la manzana. Luego probó el pan, deleitándose por igual.
"¿Es que acaso nunca había comido una?" pensó ella. El joven dio una sonrisita sin abrir la boca y con las mejillas llenas, casi parecía un niño pequeño. A la fémina le pareció el más tierno de los gestos.
— Muchas gracias, Francisca — Habló una vez que terminó con su comida. Su acompañante lo miró con el ceño fruncido.
— Disculpe, ¿Cómo sabe mi nombre?
Él se puso de pie al igual que ella. La diferencia de alturas fue bastante notable a favor del incógnito varón — Digamos que soy un admirador — Dijo, haciendo una armoniosa pausa entre sus palabras.
Ella siguió mirándolo con un gesto de molestia mezclado de intriga. El sol comenzó a ocultarse.
— Excúseme, pero debo irme. Le agradezco... — Acto seguido, tomó la mano que Francisca tenía libre y antes de que ella pudiera oponer resistencia, la besó — por todo, señorita.
Se dió la vuelta y comenzó a caminar. Imelda, con las mejillas coloradas y un raudo palpitar en su corazón, vio su mano ahora temblorosa. Cuando alzó la mirada para ver al desconocido, éste ya se había perdido entre las calles nebulosas.
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¡Hey, he vuelto!
Perdónenme si es que no actualicé en un buen tiempo, pero tengo mis razones.
Quiero decirles que planeo continuar esta historia y actualizar lo más seguido que pueda, les pido su paciencia y apoyo. También les agradezco por sus votos y me alegraría leer sus comentarios.
Espero de corazón que la historia les esté gustando tanto como a mí.
Ah, y si ven alguna falta de ortografía, me sería de mucha ayuda que me lo hicieran saber.
Sin más que decir... ¡hasta la próximaaaa!
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