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ℐ𝓃𝒶𝒹𝓂𝒾𝓈𝒾𝒷𝓁ℯ 𝓅ℯ𝓃𝓈𝒶𝓂𝒾ℯ𝓃𝓉ℴ

- Vaya que al fin llegas, hija - Imelda, quien estaba sumergida en sus pensamientos, fue sorprendida por la grave voz de su padre - Tu abuela estaba muy preocupada por ti, al igual que nosotros. 

Sus diez hermanos estaban en la sala. De pie para no ensuciar los sillones, pues estaban sudorosos y ya ni que decir de las negruzcas manchas que cubrían su ropa, signo indudable del duro trabajo que habían realizado. Francisca se alegró de verlos ahí tan temprano, pues casi siempre su labor requería de días enteros, por lo que no solían estar mucho en casa, y cuando llegaban era por la noche para irse al amanecer a las minas.

- Papá - Abrazo a su padre sin importar su inmundo aspecto - ¡Que dicha tenerlos aquí! Lamento si me he demorado, pero... - Imelda frenó sus palabras y lo pensó un momento. Por años, se le había dicho que no hablara con extraños. No podía salir con el cuento de que se retardó por ayudar a un hombre desconocido - se me pasó el tiempo caminando por las calles e imaginando historias.

Esa era la excusa que solía dar - y una no muy alejada de la realidad- pero, curiosamente, en esta ocasión no eran relatos los que ocupaban su pensamiento sino más bien, ese mismo muchacho que había conseguido llamar fuertemente su atención sin razón aparente. 

- Ay, hija mía. Tienes una gran imaginación, igual a la de tu madre - Dijo, acariciando el rostro de Francisca.
- Padre, no entiendo por qué la apoyas - Interfirió uno de sus hermanos - Lo que debería de hacer es dejar de escribir tonterías que nadie va a leer.
- ¡Cállate Agustín! No sabes lo que dices - Le replicó ella.
- Sí, déjala - Comentó Vicente, otro de sus hermanos - Yo creo que tiene la capacidad - Imelda le sonrió, inmediatamente intervino Faustino, el mayor de todos.
- Las mujeres no son escritoras - Afirmó, como si se tratase de algo obvio - Su deber es quedarse a atender su hogar. Así es como debe de ser.

- Eso si se aparece un valiente por ahí que se quiera casar con ella - Bromeó Joaquín.

Todos en la sala se echaron a reír a excepción de Francisca, quien fulminó con la mirada a su hermano.

- Pues a mí no me interesan los hombres. Ya tengo suficiente con ustedes - Murmuró con hastío.
- Ya, ya - Intervino su padre - Muchachos vayan a asearse un poco antes de cenar - Ellos se levantaron de donde estaban sentados y abandonaron la pieza - Francisca, se buena y ayuda a Conchita con la comida.
Ella resopló - Esta bien, papá.

- Sí, ve a hacer tus labores Francisca - Se burlaron sus hermanos - O si no jamás pescarás marido.

Ella les sacó la lengua y se dio media vuelta con rumbo a la cocina - Ya verán. Algún día todos se horrorizaran con mis historias... en el buen sentido - Murmuró para sí misma.

- Ah, que bueno verla aquí, señorita Francisca - Sonrió Renata, una de las cocineras - Vamos a preparar pastes, el plato favorito del señor Straffon.

- Yo ayudaré - Contesto Imelda, quien comenzó a sacar patatas de un saco - Siempre me ha gustado cocinar para mi padre, como está tan pocas veces en casa... - Suspiró. 

- Y estoy segura que le gusta la comida que usted prepara - Añadió María, una joven cocinera - Pero ya vendrá el día en que cocine para otro hombre. 

- ¿Qué es lo que tienen ustedes con los hombres?, al parecer están más preocupados que yo por que consiga un esposo - Resopló - Mi prioridad es convertirme en escritora.

- Suerte con eso.

- María - La reprendió Renata - No diga esas cosas. 

- Es que las mujeres no son escritoras. Jamás he escuchado de una mujer que se dedique a ello. 

- Pues yo he de ser la primera. No pienso dedicar mi vida a otra cosa - Dijo decidida, para luego continuar pelando patatas. 

- Conversación terminada. Por favor, no empiecen a discutir - Rogó la mujer - María, ve a traerme unos huevos del gallinero - La mencionada asintió y salió de la cocina. 

- Uhh... Renata - Habló Francisca, con algo de timidez - ¿Crees que mi deseo de ser escritora es... una cosa absurda? - Mencionó con tono bajo, Renata la miró.

- Pues María tiene razón, las mujeres no son escritoras. Pero, si los hombres pueden hacerlo, usted podría - Le dio una sonrisa comprensiva. 

- Le agradezco - Sonrió a medias, parándose junto a ella frente a la mesa para cortar las verduras. 

- Y hablando de hombres, hace un par de días vino un señor, amigo de tu padre al parecer, para ver a tu abuela. Ella me pidió que te llamara, pero tú no estabas. 

- Oh, sí. Había salido a...caminar - Afirmó, tratando de sonar convincente. No quería que se enteraran que iba al bosque ella sola nada más para escribir. Renata continuó. 

- Lo acompañó su hijo, un joven muy apuesto y refinado, creo que tiene tu edad. El señor William nos dió la noticia de que vendrán a cenar en un par de días para que preparemos una cena especial. Sospecho que tiene la intención de presentarte al muchacho. 

- Lo que me faltaba - Murmuró Francisca, a lo que la mujer soltó una risa. De repente, recordó al joven que se había encontrado hacía unas horas atrás. "¿Se tratará de él?" pensó - ¿Y... cómo es su hijo? - Preguntó mirando hacia otro lado. 

- Sólo lo vi por un momento, cuando fui a servirles el atole. Pues... era alto, con una expresión seria en su rostro, tenía cejas espesas y cabello castaño, tal vez un poco rojizo - Imelda le dirigió nuevamente la mirada, intrigada. 

"La descripción concuerda. Pero, no entiendo. ¿Por qué me interesa saber si se trata del mismo chico?, nunca me intereso en estas cosas" Francisca negó con la cabeza, tratando de evadir esas ideas. No quería admitirlo, pero en el fondo estaba ligeramente interesada en aquel exótico sujeto. 

- Me desconcierta un poco su repentino interés, ¿es que acaso desea usted conocerlo?.

Francisca se encogió de hombros - Tal vez - Respondió y ambas mujeres siguieron con su trabajo. 

La escritora era asediada por la imagen del muchacho desconocido, que la hacia sentir algo por dentro. Después se frustraba, tratando en vano de distraer su mente, que siempre regresaba al mismo punto. 

Un inadmisible pensamiento, que no habría de dejarla en paz desde ese momento. 




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