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Capítulo 55 - Si quieres guerra, guerras tendras


Lexa Herman

Tomar una decisión no es algo tan sencillo, aunque las personas te hagan querer verlo así. Es muy fácil decir que harás algo, pero a la hora de ejecutarlo es más difícil de lo que parece. No tengo la mínima idea de qué hacer, y eso que soy una adulta. Acaricio mi delgado abdomen; todavía no puedo creer mucho que estoy embarazada. Algo en mi cabeza se niega a aceptarlo, aunque eso explicaría el hecho de que me como tres tazones de comida y luego tengo hambre como si hubiera pasado una semana sin comer.

— Mamá, estoy embarazada —susurro sentada delante de la tumba que todavía está perfectamente cuidada—. Y no sé qué hacer —seco mis lágrimas—. Te necesito.

La muerte de mi madre ha sido tan difícil en muchos aspectos. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. No sabía cuánto necesitaba a mi madre hasta ahora que ya no la tengo conmigo. Ella me hubiera dicho qué hacer en este preciso momento, y sobre todo en caso de que Alexander no quiera al bebé. Ella estaría ahí para apoyarme. Sin embargo, ahora temo. Tengo terror de qué hacer si Alexander no quiere al bebé. Actualmente, no tengo empleo, ni siquiera una casa, porque estoy segura de que mi padre no me dejará volver, sobre todo después de que mi madre haya muerto por mi culpa.

Debo admitir que vivir con Alexander me ha influenciado mucho. Él se ha encargado de que no esté triste, distrae mi mente, habla conmigo, tenemos sexo y realmente se lo agradezco. No es que me haya ayudado a superarlo, porque nunca lo voy a superar, pero al menos me hace pensar menos en que murió y en que fue mi culpa.

Pero ahora mismo, no sé cómo reaccionará cuando le dé la noticia de que estoy embarazada. No tengo idea de cómo reaccionará, porque siempre me ha dejado en claro que no lo quiere. Aunque yo quiera a Alexander más que a nada en el mundo, me prometí que no sería como mi madre, que abandonó a mis hijos por un hombre. Aunque este bebé nazca, siento que ya es parte de mí y lo quiero.

— Ves cuánto te necesito — le digo a la tumba. Y en el fondo quiero que me respondas — pero no sé por qué te reclamo, si esto es mi culpa, soy culpable de que no estés aquí.

Limpio mis lágrimas con la manga de mi camiseta. Ahora me arrepiento de haber dejado a Pongo; quizás si él estuviera aquí, no estaría deshidratándome por los ojos ahora mismo.

— Tengo que irme, mamá — digo — prometo traerte tus flores favoritas la próxima semana.

Al principio venía diariamente aquí, pero eso me estaba haciendo daño física y mentalmente. Lloraba todos los días y apenas comía. Así que Alexander me prohibió venir todos los días; ahora solo vengo una vez por semana y aunque al principio me molestó, ahora se lo agradezco, porque al menos estoy un poco más tranquila y me veo más saludable.

Me levanto del suelo, limpiando la tierra de mis vaqueros. Estiro un poco la pierna para liberar el cansancio que llevo. Paso una mano por mi pelo. Arreglo las flores sobre la tumba. Miro unas rosas que se están marchitando al lado de la tumba. Alguien estuvo aquí; yo no puse esas flores y creo que fue mi padre. Al menos ahora sí le presta atención.

Muevo ligeramente la cabeza y salgo del cementerio. Davy abre la puerta para que pueda subir al auto. Por fin logré que Alexander me quite algunos hombres, e hicimos un trato: si voy a salir cerca, acepto andar solamente con tres de ellos. Actualmente, estoy en un auto con Davy y los otros dos van en una camioneta atrás.

— Davy.

— Sí, señorita.

— Párate en el café — le pido —. Quiero comprar algunos panecillos.

No duramos ni diez minutos en el camino cuando se detiene en el café, que está a algunos kilómetros de la casa. Me bajo del auto y entro al café. El olor a pan recién hecho inunda mi nariz, haciéndome sonreír con nostalgia; mi madre siempre preparaba pan y ese olor llenaba toda la casa.

Me acerco al mostrador donde una amable chica toma mi pedido. Como estoy muy hambrienta, finalmente pedí suficientes panecillos para la mayoría de las personas que están en la casa de Alexander. Me dieron veinte minutos de espera. Como tendré que estar aquí un rato, pido un café y me dirijo a sentarme en una de las mesas. Ojalá hubiera traído mi libro para poder terminarlo de una vez. El único momento del día que tengo para leer es por la noche, y llevo más de dos semanas intentando terminarlo. Alexander no me ha dejado.

— Buenas tardes.

— Buenas tardes — respondo, levanto la mirada un momento, pero la bajo nuevamente al ver quién es — Señor Homero.

Recuerdo el nombre del señor que se me acercó hace unos días cuando estaba en el cementerio. Ahora está un poco más informal, con camiseta de manga corta, pantalones de mezclilla y zapatos, se ve un poco más fresco e incluso más juvenil.

— ¿Puedo sentarme?

Dudo un segundo. La última vez que dejé que un hombre se sentara conmigo no terminó bien.

Pero no me deja terminar de pensar cuando se sienta.

— Usted me conoce de algún lado, ¿cierto?

— Sus referencias no engañan — sonríe — usted es muy inteligente. — me quedo observando esperando su respuesta. — Sé que usted es antigua agente de las Fuerzas Armadas — lo miro un poco extrañada y hago una mueca que demuestra desconfianza — no se asuste, soy el nuevo jefe de las Fuerzas Armadas.

Me muestra su placa. La analizo unos segundos para verificar que sea auténtica, y lo es. No sabía que las Fuerzas Armadas se habían reabierto. Después de lo de Alexander, ellos cerraron, ya que pusieron en investigación a todo el equipo, pues había algunos implicados en conjunto con Alexander.

— ¿Y por qué no me lo dijo?

— Pues imagínate cómo te sentirías si un hombre llega y dice tu nombre completo como si te conociera de toda la vida — tiene razón — además, no estabas en un buen momento.

Eso era cierto, estaba llorando a mi madre como todos los días.

— Pues sí — tomo un sorbo de mi café — era agente.

— ¿Y no has considerado volver?

— Sí, lo he pensado, pero actualmente estoy ocupada, así que quizás lo tenga en cuenta después.

— Bien, estamos a sus órdenes allá — responde — pero quiero saber algo — asiento mientras acerco mi café a la boca — recuerdo que uno de los jefes, si no me equivoco, se hacía llamar Alexander Wembley — me atraganto con el café, pero trato de disimularlo — sé que él era el mafioso que las fuerzas estaban buscando.

— Sí, recuerdo el caso — respondo limitándome.

— Usted era parte del caso — más que una pregunta, una afirmación.

— Sí.

— Las Fuerzas Armadas lo están buscando — me informa — y me enteré de que usted tuvo cierta relación con él. En honor a que usted era una gran agente, pensé que podría ayudarnos.

Relamo mis labios un segundo y lo miro fijamente a los ojos, demostrando seguridad.

— Sí, fuimos amigos — miento —, pero después de que lo descubrí, él se escapó y jamás volví a saber de él.

— ¿No tiene ninguna idea o tipo de comunicación con él?

Niego — no me interesó luego de lo que descubrí.

— Pensé que lo suyo era más íntimo.

— Claro que no — respondo rápidamente — sucede que, como él era algo antisocial, al volverse mi amigo, las personas malinterpretaron las cosas, pero no fuimos algo más — me encojo de hombros — además, él estaba casado.

— Sí, con la exministra Chelsea Wembley.

— Exacto — afirmo.

— Bien — asiento —, pues si tiene algún tipo de información, hágame saber — me extiende su tarjeta con su nombre completo y números de teléfono — cuento con usted.

Tomo la tarjeta, sabiendo muy bien que luego la voy a desechar, y asiento con una sonrisa.

— Fue un placer verle, señorita.

El señor me da la mano de manera amigable mientras yo lo miro por un segundo antes de extender la mía. Este señor me da la impresión de que sabe algo más, no sé cómo, pero intuyo que algo sabe. Debo advertirle a Alexander.

Recojo los panecillos que por fin están listos y salgo de la panadería.

Entro a la gran casa distribuyendo panecillos a todos. Busco a Pongo por el patio, pero no lo encuentro por ningún lado. Doy la vuelta al gran jardín y me encuentro con un camión, donde están empaquetando armas escondidas en cajas que supuestamente contienen comida enlatada.

El chico de cabello rubio está dando órdenes a unos hombres que están cargando las armas en el camión. Camino como puedo, ya que la hierba está un poco alta y cada vez me resulta más difícil caminar aquí.

— Mason — llamo su atención. Sus ojos se centran en mí y automáticamente cambia su mirada —panecillo.

Le extiendo la caja y él, muy gustoso, se lleva el panecillo a la boca, como si fuera lo más rico que ha probado. Sinceramente, están muy buenos, son de moras. Ya llevo tres y creo que comeré tres más; tengo que recordar que ahora estoy comiendo por dos.

— Muchas gracias — se atraganta con el panecillo y le ofrezco otro.

— ¿Qué pasa? — pregunto — ¿Por qué esa cara?

— El imbécil de tu novio me dejó aquí solo con estos idiotas — grita hacia los hombres que trabajan —, que no hacen nada bien.

Me río. — ¿Qué están haciendo? — pregunto mientras cojo mi cuarto panecillo.

— Estamos preparando todo para que dentro de unas semanas tengamos el siguiente paso — sí, recuerdo cuando Alexander me habló de eso. Del tráfico de armas que harán hacia los Estados Unidos, — tenemos que estar listos, que no falte nada cuando llegue el día.

— ¿Y dónde está Alexander?

— Está en su despacho — me dice — no te recomiendo ir, está un poco estresado — vuelve a los hombres que siguen entrando armas — aunque tú sí podrías ir a desestresarlo como hiciste hace unos días — me guiña el ojo.

Al principio no entendía qué quería decir. Hasta que veo en su rostro la perversión. Entonces me doy cuenta de que tal vez me escuchó gemir el otro día, sabe que tuvimos sexo. Sabía que había gemido muy fuerte y que alguien me había escuchado. Me sonrojo un poco por su insinuación y me doy media vuelta para volver a la casa.

Termino de comer mi quinto panecillo y dejo la mesa en la caja. Ya me pondré gorda en algunos meses, así que no tengo ganas de adelantar el proceso. Subo a la oficina y estaba a punto de tocar para entrar, sin embargo, la puerta se abre, pero no es Alexander; es mi amigo perruno. Pongo sale corriendo y ni siquiera me mira. ¿Y este qué le pasa? Iba a ir detrás del pitbull marrón, pero al ver a mi hombre de espaldas sin camiseta, enseñando su ancha espalda, me hizo replantearme la idea; puedo buscar a Pongo después. Automáticamente, sonrío excitada.

Ahora noto algo, de hace un tiempo para acá mis ganas de tener sexo aumentaron bastante, y ahora comprendo por qué tenía las hormonas desordenadas por el embarazo; eso explica mucho. Incluso llegué a pensar que me estaba volviendo un poco ninfómana. No es que antes no me gustara, pero ahora estaba sintiéndome un poco fuera de control. Suerte que Alexander siempre está dispuesto aunque esté enojado.

Me encamino hacia él, y con las yemas de mis dedos acaricio uno de los tatuajes en su espalda, palpando lo suave que está su piel, y cómo se tensa solo por unos segundos antes de relajarse.

— Mi amor — susurro uno de los apodos que sé que le encanta — ¿Qué estás haciendo?

Observo el arma que está sobre el escritorio. Tiene que ser una de sus tantas reliquias.

— Nada importante — se gira, noto el sudor en su frente. Hasta sudoroso me parece guapo.

— Siempre tuve la duda — miro el arma de fuego — en la academia te especializaste en armas.

Niega — sabes que nunca fui a la academia — me recuerda — aprendí sobre armas porque prácticamente nací entre ellas; sé la mayoría de cosas que hay que saber.

— Pero tienes un título de la academia de aquí — bueno, uno, no varios. Me refiero al título de graduado.

— Mi padre me lo consiguió para poder infiltrarme en la policía.

— ¿Cómo?

— Como el noventa por ciento de todo lo que conseguía — toma mi cintura — a punta de pistola.

Sonrío mientras enredo mis manos en su cuello.

— ¿Dónde estabas? — pregunta.

— En el cementerio.

— ¿Y ayer?

— También fui ayer.

— Me informaron que estabas en el hospital.

Abro la boca y luego la cierro. Ayer, cuando fui al cementerio, solo estaba con tres de los hombres. Me dijeron que tenía hambre, así que les dije que podían comprar algo de comida, pero cuando llegamos al establecimiento de comida, tomé las llaves de los dos autos y me fui en uno para que no pudieran seguirme. Quería ir sola al hospital.

Pero debí imaginar que Alexander no iba a aceptar tan fácilmente dejarme nada más con tres de seguridad. Está claro que me tiene vigilada. Pedazo de idiota.

— Nada más fui a revisarme el golpe que Milo me dio en la cabeza — es una verdad a medias — quería asegurarme de que todo estaba bien — digo — pensé en decirte que me acompañaras, pero sabes que odias los hospitales.

— Pero te escapaste de los guardias.

Eso me dio cierta tranquilidad. Si no ha mencionado el embarazo, es porque probablemente no lo sabe.

— Solamente quería un poco de paz, ¿es mucho pedir?

— Puedes tener paz acompañada — toma la goma de mi pantalón y me atrae hacia él. — ¿Qué hablamos sobre la desobediencia?

Pues no hablamos nada, solo me cogiste hasta dejarme coja.

— Tengo que hacértelo entender de otra manera — pregunta de manera retórica y yo sonrío —. A veces considero que haces las cosas para que yo reaccione.

— Yo...

Me hago la inocente. Es algo cierto, no lo voy a negar. Claro que no me escapé para hacer eso, pero no me molestaría el castigo ahora mismo. Tengo que hacerlo antes de que me crezca la barriga y no pueda hacerlo tan duro como me gusta.

— Sabes, últimamente te has vuelto algo ninfómana y adicta — susurra, tomando mi mentón entre sus dedos de forma dominante.

— Quizás siempre lo fui y nunca lo notaste.

Él se ríe — y yo tratándote como una princesa — también me río, aunque ahora prefiero esta fase.

— Esa la puedes usar, pero poco.

Sonríe sobre mis labios, causándome la misma sensación que la primera vez que lo vi, molesto y quejándose de algo que ni siquiera entiendo. Ataca mis labios y me dejo llevar por la sensación, como las buenas hormonas alborotadas, comienzo a subir la temperatura.

Enredo los brazos en su cuello, pegándome a su duro pecho. Me dejo llevar por la sensación de estar con él hasta que recuerdo lo que sucedió esta mañana y sé que debo decírselo.

— Cariño — me despego un poco, pero él vuelve a atacarme — espera — pongo la mano en su pecho para detenerlo, aunque no lo hace, solo baja hacia mi cuello, lo que me da la oportunidad de hablar. — Las Fuerzas Armadas reabrieron sus puertas nuevamente.

— Sí — me da un beso en el cuello — había escuchado sobre eso.

— Alex — susurro — te están buscando.

— Siempre me han estado buscando.

— Pero ahora es diferente — capturo toda su atención —. Antes nadie tenía idea de quién eras tú, pero ahora sí, saben cómo eres.

— No te preocupes, nena — susurra —, no me van a encontrar, tengo a alguien ayudándome.

Al principio no capté la indirecta, hasta que me di cuenta de algo.

— ¿No me digas que tienes un infiltrado en el FBI?

Se ríe, confirmando que sí, este hombre es increíble.

— Muñeca, no domino el mundo porque no he tenido tiempo.

No puedo creerlo, y estoy preocupada por el imbécil.

Estaba a punto de olvidarme del mundo y perderme en él, pero el golpe en la puerta me distrae. Mierda.

— Lexa, Alexander, tienen que ver esto — dice Mason un poco alarmado.

— ¿Y tiene que ser ahora? — gruñe Alexander.

— Hablo en serio — su seriedad, algo poco común en Mason, llama mi atención — Vengan.

Miro a Alexander un segundo, luego me doy la vuelta y sigo a Mason, con Alexander pisándole los talones. Llegamos al gran salón donde está encendida la pantalla. El rubio toma el control del televisor y retrocede en el noticiero.

— En otras noticias, la mafia colombiana ha publicado este mensaje que ha alarmado al pueblo — ahora Mason lo adelanta.

La pantalla se vuelve negra y comienza un video donde aparece Braulio Mejía.

— Queridos oyentes, quiero enviar un mensaje a una persona en específico y ella sabe quién es — se mueve, aparentemente está en una especie de almacén — tenemos a Nate Herman — me quedo perpleja al ver a mi hermano colgado de unas cadenas, sin camisa y bastante golpeado — alguien nos quitó a alguien importante de nuestra organización, ahora nosotros haremos lo mismo y peor hasta que nos dé cara — Mi hermano parece desmayado. Mis ojos se llenan de lágrimas al ver lo que estoy presenciando: — lo que hiciste fue una declaración de guerra y, si quieres guerra, guerra tendrás.

— No puede ser — susurro.

— Te voy a encontrar — continúa Braulio — y te vas a arrepentir de lo que hiciste. Que comience la guerra.

Siento cómo todas las miradas recaen sobre mí, pero la única que me importa es la de Alexander, que me mira con cara de "te lo dije".

Suelto un fuerte resoplido y vuelvo a mirar la pantalla. Las hormonas no me ayudan y unas pequeñas lágrimas se arman en mis ojos. Acabo de meter a mi hermano en un lío del que ni siquiera él sabe nada, y tengo que encontrar la manera de sacarlos de ahí. Ya perdí a mi madre por mi culpa, no puedo permitirme perder también a mi hermano.

Si no me equivoco aqui fue que nos quedamos la ultima vez, cuando borre y volvi a correguir


¿Listo para los capìtlo que faltan?


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