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Capìtulo 46 - que viva sufriendo


Alexander Wembaley.

Desde la orilla de la cama, la miro dormir tan tranquila, o eso parece. El ver que ella tiene paz me tranquiliza en cierto punto a mí. Observo cómo su respiración se regula; su torso baja y sube despacio, ahora sí se ha quedado dormida. Yo solo me limito a admirar, y a darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza, más de la cuenta. Hace unos meses, únicamente quería que ella se fuera y no me estorbaba en el trabajo, y ahora estoy aquí, dispuesto a armar una guerra entre mafias, demasiadas cosas para mi gusto y mi paz mental.

Ella se dio un baño y su cabello se encuentra completamente húmedo. También solo se encuentra en una bata de baño que no la cubre completamente, y eso deja ver algunos de sus hematomas. Hematomas provocados por el maldito de Milo, pero cada moretón que se encuentra en su piel, él lo pagará con creces.

Paso las yemas de mis dedos sobre alguno, sintiéndome responsable. Me confié demasiado, me confié en que ella es suficiente para defenderse. Pero se me olvidó lo más importante, que aunque en su mundo ella es una leona delante de simples ovejas, en mi mundo, el cual está lleno de demonios, ser un león es una banalidad. No sé cómo no lo vi venir. No es la primera vez que Milo hace algo así.

Ella se mueve ligeramente, volteándose un poco en la cama. Realmente me alegra que esté durmiendo, desde el suceso ella no lo había hecho, y yo mucho menos, ya que siempre la escuchaba caminar. Tengo el sueño muy ligero.

— Alex — susurra con voz adormilada — cariño...

Algo en mi pecho se aprieta cada vez que ella me llama así.

— Sí, muñeca — tomo su mano porque veo que ella también me busca — estoy aquí.

— Qué bien, mi amor — mi corazón se acelera, mientras siento la estúpida opresión en mi estómago, cosa que siempre evité sentir.

— Muñeca — vuelvo y la muevo —, no has comido nada.

— Déjame dormir — se queja mientras se acomoda nuevamente. Yo vuelvo y la muevo.

— No has comido nada desde esta mañana.

— Solo quiero dormir — intenta acomodarse y vuelvo a hacer la misma acción — te prometo que cuando me levante, pido algo de cena — dice todavía dormida y con los ojos cerrados. Estoy seguro de que no se acordará de esto.

— Bien — ella asiente y se vuelve a acomodar en la cama. Hace un año no me importaba nadie más que yo. Yo era el centro del mundo, yo y mi mafia. Y ahora estoy aquí preocupado por el simple hecho de que esta mujer no quiere comer. Suspiro, tengo que mantener la mente fría; cada día me siento débil. Cosas que no me puedo permitir.

Mi teléfono vibra, sin dejar de mirarla, tomo el teléfono y lo coloco en la oreja.

— Alexander — reconozco la voz de Mason —, lo tenemos.

— ¿Tan rápido?

Sé que Mason trabaja rápido, pero esto es más que veloz.

— Sí, el imbécil salió de la ciudad, pero no del país — me informa —. Lo encontramos en un bar de mala muerte con varias prostitutas. ¿Qué hacemos con él? ¿Cómo no me lo imaginaba, si Milo usa más el pene que el cerebro.

— Llévalo al almacén de los italianos y nos vemos allá en una hora.

Cierro el teléfono y vuelvo a guardarlo en mi bolsillo. Me acerco al cajón y tomo mi arma. Vuelvo hacia la morena que se encuentra plácidamente en la cama. Me encantaría quedarme con ella, pero mi cerebro necesita saber que estará en paz. Y tengo que recordarle a alguien que conmigo no se juega.

Le doy un beso en la frente y me quedo observándola unos segundos, asegurándome de no haberla despertado. Por suerte, no se levanta. Me doy media vuelta y salgo de la habitación, cerrando la puerta despacio. Liam y Junio están parados en la puerta, como se les ordenó.

— Procuren que lo de la última vez no suceda — es lo primero que digo cuando salgo —. Tienen órdenes de que, si ven a alguien sospechoso, deshacerse de lo que sea.

No hay nada más importante que la seguridad de ella.

— Bien, jefe — dicen ambos como si fuera ensayado —, ¿algo más?

— Necesito que te asegures de que ella coma — digo refiriéndome a mi mujer — y, sobre todo, necesito que no importa lo que pase, no la dejen salir de la habitación — asienten confundidos, pero soy consciente de que ellos no se atreverán a preguntar la razón.

— Entendido, señor.

— Cualquier evento, llámame de inmediato.

— Entendido.

Me doy media vuelta para seguir mi camino con destino a los almacenes de los italianos.

...................

Me bajo del auto al llegar al oscuro lugar. Está en una ubicación un poco alejada y solitaria, perfecta para realizar actividades ilegales. Entro al almacén y el olor a cigarrillo invade mi nariz; hago una mueca, odio ese olor. Siempre he odiado fumar. Aparte de que eso te pudre los dientes, tengo la mala experiencia de que mi abuelo materno murió de pulmonía por fumar.

Aunque el almacén se encuentra desgastado y mugriento por fuera, adentro está bastante pulcro y, con lo poco que tiene, muy ordenado. Es una excelente fachada para dar la impresión de que está abandonado y no es exactamente un depósito de drogas y armas ilegales.

Todos los hombres se encuentran entretenidos en algo que están en el almacén, me voy haciendo paso entre ellos hasta que encuentro su centro de diversión. Milo, se encuentra colgando de las manos, completamente desnudo, no está golpeado, pero tengo una idea de lo mucho que está sufriendo ahí colgado.

Lo miro, la rabia me invade. Ese maldito se atrevió a tocar a mi mujer, a ultrajarla, y le voy a demostrar que ese fue el error más grande que ha cometido en su miserable vida. Luego de nacer.

— Jefe — Mason se me acerca — aquí tenemos tu encargo — señala a Milo, que todavía se encuentra con los ojos vendados; tengo la idea de que lleva un buen rato ahí colgado — ¿Te dejamos solo o?

— No te preocupes — le digo a Mason mientras le entrego mi arma — pueden quedarse para ver el espectáculo — digo lo suficiente para que todos me puedan escuchar — bájenlo.

Uno de los hombres le da al botón, y las cadenas descienden de una manera rápida, haciéndolo caer de culo; todos los presentes nos reímos, incluso yo.

— Buenas noches, Milo. —Le quito la venda.

Él abre los ojos y cuando me ve frente a él, el pánico invade su cara por completo. Él está claro y consciente de dónde está metido. Le digo a uno de los hombres que me pase uno de los aparatos de tortura, no me importa cuál, solo quiero. Lo primero que veo en mis manos es una pistola eléctrica, no era lo que esperaba, pero me servirá.

— Alexander — susurra.

— Milo, ¿qué fue lo primero que te dije cuando te acercaste a mi mujer? — Él queda en silencio. Su primer error es que no me responde. Pego la pistola en su piel, causando el primer choque — disculpa, no te escucho.

Ese golpe me causó un poco de satisfacción, pero no lo suficiente. Quiero golpearlo hasta desbaratarle el cráneo.

— Que no me acercaras a ella.

— Pues si me entendiste tan bien, ¿puedo preguntarte por qué lo hiciste? — Otro maldito silencio. Golpeo su nariz, causando que brote sangre.

Sonríe, cosa que me causa más rabia aún. — Vamos, Alexander — dice lo más tranquilo posible, aunque en sus ojos puedo ver el dolor —. No nos vamos a enemistar por una mujer.

— No por una mujer — escupo —, por mi mujer, — escupo — y no solo enemistarme, soy capaz de asesinar a todo el que lleve el apellido Mejía por ella.

— Alexander — sigue escupiendo sangre, mientras yo lo miro con furia — tú y yo compartimos las mujeres — intenta respirar, lo cual hace con mucha dificultad — ¿recuerdas a Zorela? Sí, recuerdo a Zorela.

No sé por qué eso viene al caso, pero la recuerdo. Ella fue mía unos meses hasta que la descubrí con Milo, pero no me importó mucho, ya que ella no era muy importante para mí, además tenía ciertos beneficios.

— Zorela era diferente, ella se te ofrecía.

Ella básicamente era una prostituta; solo tenías que ofrecerle unos dólares para que hiciera lo que tú dijeras. No me interesaba mucho; la conocí en un bar de mala muerte, y se ofrecía a todos los hombres de la mafia. Me importaba un bledo con quién ella se acostará después de mí. Mejor así, me la pude quitar de encima.

— Exacto, estás comprendiendo; todas las mujeres son unas zorras — dice con una sonrisa, y sus dientes tienen sangre — ¿Qué te hace creer que ella no se me ofreció? No te engañes, Alexander, no es la primera vez que ella se me ofrece.

Aprieto la mandíbula. Yo soy consciente de lo que él es capaz y aun así se atreve a negármelo.

— Pues si ella se te ofreció, ¿por qué tiene todos esos moretones? — vuelvo y le pego con la pistola de corriente; él suelta un grito — o mejor aún, si ella se te ofreció, ¿por qué estaba drogada?

Su cara se desencaja.

— Eres tan poco hombre que tienes que drogar a una mujer para que esté contigo; ni siquiera puedes intentar convencerla por tus propios medios — escupo mientras me alejo un poco de él, dejándolo caer al suelo de golpe.

La tortura psicológica es bastante efectiva, sobre todo cuando se trata del ego masculino.

— ¿Y eso te sorprende, Alexander? — hallo a uno de mis hombres — míralo, con ese micropene, no creo que una mujer en su sano juicio quiera estar con él por las buenas.

Todos los hombres comenzaron a reír. Realmente no me había fijado, pero es cierto. Creo que ahora hasta comprendo por qué forzaría a una mujer; no le queda de otra. Nadie estaría con él y menos con su facha de que a los treinta papi tiene que dármelo todo.

Es la única manera que le queda.

— No me vengan que ustedes no son unos santos — farfulla con dificultad; apenas puede abrir los ojos —, estoy seguro de que ustedes lo han hecho también.

— No pretendo ser ningún santo, nunca lo he sido, ni quiero serlo — dejo la pistola eléctrica. Necesitaré algo mejor — pero nunca he tenido que forzar a una mujer a que esté conmigo, a diferencia de ti; yo sé cómo convencerlas — arrogante, pero cierto — además, el día que una mujer no quiera estar conmigo, cosa que dudo que pase, la dejo y ya. ¿Sabes que hay mujeres que, por pocos dólares, se acuestan contigo? Pero no creo que tu inútil cabeza comprenda este tipo de cosas.

Solo lo veo respirar en el suelo; ni siquiera estoy seguro de que me esté escuchando, pero sí estoy seguro de que está sufriendo y eso es más que suficiente para mí, y esto es solo el comienzo.

Le doy a las cadenas para que lo eleven, dejándolo de pie nuevamente.

— Milo — me fijo en sus ojos — cometiste el mayor error de tu vida, violaste a una mujer, y lo peor es que es mi mujer, y tú me conoces más que nadie. Sabes que esto lo pagarás con creces y te arrepentirás el resto de tu vida del simple hecho de haber puesto tus ojos en ella.

— ¿Y qué me vas a hacer? — se le subió la hombría a la cabeza — mi padre no permitirá que me mates o que me lastimes; estoy seguro de que ahora mismo sus hombres deben estar buscándome.

Me río, río con cinismo. Aquí está una de las tantas cosas que odio de Milo. Muy hombre para hacer fechorías, pero no lo suficiente para afrontar sus problemas y tratar de arreglarlos él mismo; para eso sí debe estar su papá.

— Milo — habla Mason, que se encuentra en una esquina fumando un cigarrillo — ¿Quién crees que fue que nos dio tu dirección?

Su rostro se desencaja al saber la verdad. En la mafia siempre ha habido una regla que se respeta y que es ojo por ojo. Yo personalmente me comuniqué con Braulio y le dije que mataría a sus hijos con mis propias manos. Pero él prefirió otra opción, él me daría la dirección de su hijo porque yo cobraría las cuentas como yo quisiera, pero con la condición de que tendría que dejarlo vivir... No lo vi como una mala opción, ya que comparado con lo que voy a hacer, la muerte sería un regalo.

— Por favor, Alexander, yo te puedo dar lo que quieras.

— ¿Y qué tienes tú que yo podría querer?

Silencio nuevamente. Milo es un pobre pelele que ni siquiera tiene nada. Todo se lo ha dado su padre; todavía a esta edad, lo sigue haciendo. Y además, ni siquiera dándome todo lo que tiene Braulio, es más que lo mío.

A pesar del imperio de mi padre, yo levanté uno propio, volviendo el que me tocaba por herencia aún más fuerte, más letal, más poderoso. Mi padre me crio diciéndome que cada uno crea su propio imperio y su riqueza. No me haría hombre si cada vez que hacía algo mi padre lo tapaba; cada vez que me metía en problemas, mi padre me obligaba a enfrentarlo y resolverlo, aunque tuviera que tirarme en la jaula de leones. Y eso me forjó a ser quien soy.

Y ahora veo sus frutos. Ya que Braulio hizo todo lo contrario dándole todo a su niño preciado, aquí está la diferencia entre Milo y yo.

— Te haré sufrir tanto que, cuando llegues al infierno, considerarás que es un spa.

Prendo la motosierra, que comienza a rugir. Todos mis hombres comienzan a celebrar y aullar como animales, dándome una sensación de poder, más del que tengo.

— Te lo suplico — se arrodilla como la escoria que es — voy a desaparecer del país, de tu vida, por favor, piedad.

— ¿Tú tuviste piedad cuando ella te lo pidió? — decir eso me aprieta el corazón, me la imagino rogándote que pararas, y tú lo único que hacías era profanar su cuerpo. Aprieto la mandíbula — tú la ignoraba cada vez que ella te pedía que pararas — la motosierra vuelve a rugir — cada noche que ella no pudo dormir ni comer, cada vez que se ponía histérica cuando un hombre se le acercaba, cada vez que temblaba — la cadena vuelve a subirlo dejándolo de pie, pero con las manos extendidas hacia arriba — y sobre todo, cada lágrima que ella dejó caer por ti.

Y sin piedad y sin remordimiento paso la motosierra por sus muñecas, cortando ambas manos. Eso por cada vez que él la tocó sin que ella quisiera. La sangre cae un poco en mi ropa, los hombres comienzan a aullar de felicidad como si fuera una manada de lobos. El cuerpo de Milo cae al suelo con sus gritos desgarradores retumbando en el almacén completo, ambas manos caen a sus lados desparramando sangre como si fuera una llave, él se las mira como si no pudiera creer que ahora no tiene manos. Y esto apenas comienza.

Dejo caer la motosierra ensangrentada y tomo el hierro, que está ardiendo en el fuego con unas pinzas, está tan caliente que el hierro tiene un color anaranjado. Él comienza a retroceder en el suelo, suplicando piedad. Cosas que me importan un tremendo rábano. Me acerco a él y choca con la pared, ya que no tiene más salida.

Le tomo por el cabello haciendo que su cabeza se eche para atrás, entonces presiono el hierro ardiendo sobre su boca. Se escucha como si hubieran echado un huevo en aceite. Eso por cada beso, chupetón o mordisco que le hizo en su hermoso cuerpo. Todos mis hombres miran, sin ninguna pena, al pobre hombre que se encuentra retorciéndose de dolor en el suelo.

Todos los hombres presentes solo miran el espectáculo como si fuera un delfín haciendo acrobacias, disfrutando del sufrimiento ajeno. Pero Milo merece cada cosa que le pasa.

Despego del hierro de su cara, dándome el placer de ver cómo él le he quitado parte de la piel de los labios, que ha quedado pegada en el hierro. Milo cae al suelo, respirando con dificultad, si es que está respirando.

— Que alguien venga a ver si sigue vivo."

Uno de los hombres se acerca y pone la mano en su pulso, mientras yo vuelvo a colocar el hierro en el fuego por si lo necesito más tarde.

— Sí, jefe, lo está — indica el hombre —. Puede proseguir.

...................

Dejo caer la ropa sucia de sangre en el fuego, permitiendo que se consuma y deje menos evidencia de la tortura que acabo de realizar. La noche está algo fría, pero el fuego no se apaga. Son las tres de la madrugada, y es muy probable que Lexa se haya levantado y se haya dado cuenta de que no estoy a su lado.

— ¿Estás satisfecho? — pregunta Mason.

Niego —pero al menos sé que él no le volverá a poner un dedo encima.

— Literalmente no podrá — Mason suelta una risa muy contagiosa —. Si Milo vuelve a caminar después de esto, debemos darle un premio.

Esa es la idea. Que yo pueda salir y saber que ese maldito no volverá a tocarla, y sobre todo que ella pueda andar tranquila, sin la preocupación de que nada de esto le volverá a pasar.

— Esa es la idea — susurra — Mason, llama al doctor para que lo cure — ordeno — no quiero que lo dejen morir.

— ¿No quieres que muera sufriendo?

— No quiero que viva — digo —, que viva sufriendo.

Hay algo peor que morir sufriendo y es vivir en agonía.

Miro la hora, ya casi está amaneciendo; es hora de que vuelva al hotel. Mason se da media vuelta para regresar al almacén después de acatar mi orden, y yo me subo directamente al auto para ir al hotel.

Holisssss lo prometido es deuda

¿Me dicen de que paìs me leen?

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