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ASHER

Acababa de volver de la vivienda de Piper; apenas había dejado la motocicleta estacionada en el garaje de mi casa y estaba abriendo la puerta de entrada con mi llave cuando mi madre me informó con alegría que en menos de media hora iríamos a cenar con la familia Hayes.

A decir verdad, estaba impaciente por saludar a Hugo Hayes y Kristen Hayes, los padres de Beth. Ellos eran unas increíbles personas y los consideraba parte de mi familia. De igual manera, me animaba reencontrarme con Cassy, la hermana pequeña de Beth. Al referirme a "pequeña" quería decir que había dos años de diferencia entre; esa chiquilla de dieciséis años tenía la costumbre de molestarme con su gran sentido del humor, pero yo podía ser tan bromista como ella, así que, entre los dos, podíamos unirnos y formar el dúo de la diversión. No podíamos estar en la misma habitación sin atacarnos mutuamente, lo digo en el buen sentido, por supuesto.

Le respondí a mi madre que bajaría en breve y subí las escaleras hacia la segunda planta con la intención de meterme en mi habitación y prepararme para la velada. 

Al cerrar la puerta tras mi espalda, me descolgué la mochila del hombro y la deposité en la silla de escritorio. A continuación, me quite los zapatos para después cruzar la habitación y dirigirme a mi baño personal.

Presioné el contacto para encender la luz y, una vez que el foco se iluminó, caminé directo al lavabo. Giré la llave y me agaché para enjuagarme el rostro. Deslicé las manos por mi cuero cabelludo y terminé enredando los dedos entre algunos mechones largos para refrescarme.

Levanté la mirada y la enfoqué en el reflejo del espejo. Traía un aspecto bastante descolocado: el pelo despeinado, los labios hinchados, la camiseta arrugada y la corbata hecha un desastre, además, todavía tenía los ojos encendidos por el encontronazo con Piper, el cual había tenido lugar en el patio trasero de la discoteca. Una sonrisa de satisfacción apareció en mis labios al recordar los intensos besos que compartimos; las manos de Piper recorriendo mi torso y su seductora voz murmurando sus deseos, aquellos que yo hice realidad bajo la sombra que proporcionaban las luces del aparcamiento.

Joder, ahora no iba a poder sacar su recuerdo de mi cabeza el resto de la noche.

Abrí y cerré los párpados, soltando a la vez un suspiro.

Repetí la misma acción: cerré la llave del agua y agarré la toalla que colgaba del perchero para secarme el pelo húmedo con ella. Al salir del baño, todavía estaba frotándome la cabeza con la toalla.

Al escuchar pisadas al otro lado de la puerta, mi mirada se desvió a ese punto y supe que ya debía faltar poco para la cena. En una acción apresurada, lancé la toalla a la cama y dirigí mis pasos hacia el closet negro del que colgaban pósters de bandas de rock. Saqué del interior un jersey y unos jeans oscuros, porque definitivamente no pensaba llegar a la cena con el uniforme de la academia; ya suficiente tenía con verme obligado a usarlo toda la semana para asistir a clases.

De manera apresurada, me deshice de la corbata azul marino y a su vez comencé a desabotonar la camiseta blanca para quitármela y, en un rápido movimiento, pasarme el jersey sobre la cabeza. Hice lo mismo con los pantalones oscuros que llevaba puestos para reemplazarlos por unos jeans de mezclilla.

Regresé al baño para evaluar mi aspecto y quedé conforme con el resultado. Lo único que me quedaba por hacer era acomodarme el pelo revuelto y ponerme un poco de colonia para sacarme de encima el olor de Piper, porque después de habernos enrollado en el aparcamiento la fragancia dulce de su suave piel se había quedado impregnada en mí y yo no quería que nadie se diera cuenta de que me había pasado la tarde de paseo con una chica de la academia. Mi amiga Beth era la única que estaba enterada de ese pequeño detalle y esperaba que siguiera siendo así.

Me aseguré de verme lo más normal que pude y, antes de dejar atrás mi habitación, me pasé los dedos sobre los mechones de pelo que me caían sobre la frente. Una de las ventajas de tener el pelo ondulado era que, a pesar de las condiciones, este siempre se acomodaba para la ocasión.

Iba a mitad de camino de las escaleras cuando escuché la voz de mi hermano Alen llamándome desde lo alto de las escaleras. Me di la vuelta y lo encontré parado junto al barandal de madera, no me pareció extraño encontrarlo con los brazos extendidos a los lados; esa era su manera de bajar los escalones, al pequeño le daba igual por más que mis padres y yo le advertíamos que debía tener más cuidado y dejarse de juegos. Era muy cabezota, en algo tenía que parecerse a mí, a final de cuentas éramos hermanos.

—¿Qué ocurre campeón? ¿Ya estás listo para irnos a casa de los Hayes?

Sus ojos azules se iluminaron al escucharme pronunciar el apellido Hayes. Al igual que yo, Alen adoraba a toda la familia, sobre todo, tenía una relación muy cercana con Beth y Cassy, quienes lo habían visto crecer como un hermano más, así que yo podía entender perfectamente el por qué de su estrecha relación.

Desde el día de su nacimiento yo también lo había adorado. Alen era un gran niño que se daba a querer con todo mundo. Desde que aprendió a caminar al pequeño le resultaba fascinante jugar al fútbol americano conmigo (su hermano mayor). De vez en cuando, solía meterse en problemas conmigo al agarrar mis cosas sin autorización, pero la mayor parte del tiempo éramos inseparables.

Cuando él nació, yo acababa de cumplir once años. En la actualidad, le llevaba ocho años y le doblaba la altura, pero eso no suponía ningún problema para él. Según el reciente cuestionario que le habían hecho en el colegio él había escrito: «Tener un hermano mayor es sensacional, puedo seguir sus pasos y convertirme en el mejor jugador de fútbol americano del momento. Admiro mucho la afición que tiene de cumplir sus metas y lograr sus objetivos. Es mi héroe».

Vale, en su momento me sentí orgulloso y muy honrado de sus palabras, porque la opinión que él tenía de mí de verdad me hacía sentir que había hecho buenas elecciones y que iba por un buen camino, mostrándole a mi hermano pequeño que había que vencer los obstáculos con la mirada en alto, aunque, había algo en lo que no estaba del todo de acuerdo. Aquello de que él quería seguir mis pasos no me convencía, sobre todo si lo mirábamos desde otro punto de vista; yo era un gran jugador, claro que sí, un buen estudiante, claro que sí, pero era un terrible ejemplo en lo que a relaciones refería; había tenido más ligues ocasionales de los que me permitiría contar y eso no era algo de lo que estuviera orgulloso, pero esa era mi forma de ser y no cambiaría. No podía negarles mi atención a las chicas, sobre todo a las rubias, ¡Maldición! Cómo resistirse cuando las rubias de San Francisco estaban dotadas de una belleza física innegable y un escultural cuerpo implacable.

¡Demonios! Tenía que esforzarme más en ser mejor y no permitir que mi mente se desviara tan fácilmente a temas trascendentales.

—Ya te digo que sí, hermano.

Le sonreí cuando se detuvo detrás de mí y le desordené su cabello bien peinado antes de decir:

—Vamos, mocoso. Mamá nos espera en la entrada.

Alen elevó su cabeza y me observó durante algunos segundos, justo antes de ponerse su gorra favorita sobre la cabeza y pasar por mi lado con su pequeña estatura.

—Alcánzame si puedes, mocoso —repitió él, sacándome la lengua. Salió corriendo por el pasillo mientras dejaba relucir su risa burlona.

Lo seguí con intención de perseguirlo y hacerle pagar porque acababa de llamarme mocoso, pero cuando llegué a la entrada mi pequeño hermano ya estaba ocultándose detrás de mi madre, contemplándome inocentemente.

Ya me vengaría de él más tarde.

—Vaya, al fin te dignas a aparecer, Asher —comentó mi padre al salir del estudio y cerrar la puerta tras de sí.

—Ya estamos todos, tesoro. Hay que darnos prisa o la tarta se enfriará en el camino —expresó mi madre, que sostenía entre sus manos un enorme traste circular.

—Te ayudo a llevarlo, cariño —se ofreció mi padre, acercándose para llevar él mismo el platillo.

—Eres un encanto, tesoro —escuché susurrar a mi madre mientras Alen abría la puerta y se hacía a un lado para dejarlos pasar primero.

Mi madre le rodeó el brazo a mi padre y atravesaron el umbral juntos. Detrás de ellos salió Alen, quien se apresuró a alcanzarlos y se sujetó a la mano libre de mi madre.

Sonreí ante la imagen familiar y me giré para ponerle seguro a la puerta principal. Al volverme, avancé a grandes zancadas y crucé el porche de la casa, acoplándome a los pasos de mis padres en menos de un minuto.

—¿Puedo tomar un pedazo de tarta, mami? —cuestionó mi hermano con esa voz a la que nadie podía negarse. Era bueno manipulando a mis padres, tenía que reconocerlo.

Mi madre bajó la vista hacia él y lo miró con una dulce sonrisa amorosa.

—Después de cenar podrás comer todas las piezas que quieras, tesorito —murmuró en voz baja para que nosotros no pudiéramos oírlo.

—¿Puedes esperar hasta entonces hijo? —exclamó mi padre al otro lado, en un tono de voz alegre y cariñoso.

Alen asintió con la cabeza y le lanzó una breve mirada a la tarta antes de regresar su mirada al camino y dirigirse a mí.

—¿Me llevas, Asher?

Al ladear la cabeza, visualicé sus pequeños brazos extendidos en mi dirección.

—No tienes que pedírmelo dos veces, campeón —dije yo, agachándome para que él se subiera con facilidad a mis hombros. Una vez que se agarró con firmeza de mí, coloqué mis manos sobre sus piernas para sujetarlo y retomar el camino a pasos acelerados.

***

Mi casa quedaba a dos cuadras de distancia de la casa de la familia Hayes, un camino demasiado corto y limitado, una de las razones por las cuales nunca se nos dificultó ir en busca del otro o ir de visita a la casa del otro.

Cuando llegamos al porche de su casa, las lámparas de la calle ya estaban encendidas, al igual que las luces en el interior de la casa. Mi mirada viajó a la fachada tradicional de aquella casa de dos pisos: las paredes eran blancas, mientras que el tejado, los marcos de las ventanas y los barandales de los balcones del segundo piso lucían de un color azul celeste. La entrada estaba igual que como la recordaba, había macetas con flores coloridas a los lados del camino de piedras (el cual conducía a la entrada). El jardín también estaba repleto de flores y rosas.

Al subir los escalones de madera, noté que también había plantas de enredadera entrelazadas en el barandal del porche.

Antes de seguir avanzando, elevé la vista y enfoqué mis ojos en el balcón de aquella habitación que pertenecía a Beth; sus luces estaban encendidas como siempre y distinguía desde afuera que había puesto sus luces navideñas al contorno del marco de su ventana. Sin poder contenerme, mis labios se curvaron en una sonrisa.

Una vez más, experimenté una sensación de impaciencia y, sin distraerme un segundo más, caminé hacia la puerta y toqué el timbre.

Al momento que la puerta se abrió en su totalidad, mis padres se detuvieron a nuestro lado. Una Beth emocionada nos recibió junto a la entrada con una resplandeciente sonrisa.

—Ya están aquí. Adelante pasen, están en su casa —exclamó con una voz muy dulce, dando un paso hacia afuera para saludar a mis padres con un abrazo afectuoso.

Al separarse de ellos, se hizo a un lado para permitirles el paso. Ellos hicieron un par de comentarios de agradecimiento y se adentraron a la acogedora casa que era para mí como un segundo hogar.

Una vez que ellos desaparecieron dentro, la vista de Beth cruzó con la mía. Ella me sonrió antes de elevar su mentón para contemplar a mi hermano Alen, quien aún seguía cargando sobre mis hombros.

—Sean bienvenidos a mi hogar, mis dos personas favoritas en esta tierra —le escuché decir mientras elevaba los brazos en dirección a Alen para recibirlo con un entusiasmo contagioso—. Ven a darme un abrazo, pequeño duendecillo.

—¡Mi bella Liz! —gritó Alen desde lo alto, moviendo los brazos y las piernas con esa emoción que le caracterizaba cada vez que se encontraba con Beth.

—Alguien ya te extrañaba demasiado, Bethy —comenté alegremente mientras me agachaba para bajar a Alen de mis hombros.

Apenas sus pies tocaron el suelo, mi pequeño hermano corrió hacia ella para echarse sobre los brazos de Beth, quien lo abrazó fuerte y con mucho cariño.

—Liz, no te puedes imaginar cuánto te he echado de menos —dijo él con los brazos enroscados al cuello de mi amiga.

Había olvidado mencionar que Alen es el único que acostumbra llamar a Elizabeth "Liz", algo que se convirtió en costumbre desde el día en que jugábamos a ponernos apodos tiernos y él, con solo cuatro años de edad, pronunció esas tres letras de manera adorable con su suave voz: Liz. Sabía perfectamente que Beth adoraba que la llamara así y que la tratara con tanto cariño.

Me acerqué un paso hacia ellos. Ambos seguían abrazándose; Beth estaba agachada en cuclillas de tal manera que quedaba justo a la altura de Alen.

—Puede que no lo sepas, pero mi hermano Asher también te ha extrañado mucho este verano. Si supieras la de veces que lo encontré pensando en ti —mencionó junto al oído de Beth, como si le estuviera contando un secreto.

Debía de creer que no lo podía escuchar desde mi altura, pero se había equivocado a lo grande.

—Alen —solté entre dientes, hablándole con advertencia.

No quería que le metiera ideas a Beth y mucho menos si esas ideas eran absolutamente erróneas. Bueno, no es que no hubiera pensado en ella; era mi mejor amiga, claro que no me iba a olvidar de ella, pero, en mi opinión, Alen no había elegido las palabras más adecuadas.

Mi hermano se separó de ella y me miró fugazmente antes de volverse de nuevo para susurrarle:

—Nosotros sabemos que es la verdad, Liz.

Y así tan rápido como lo expresó, se metió corriendo a la casa para que no pudiera alcanzarlo. Le dediqué una mirada fulminante.

Ese mocoso se las vería conmigo.

Desvié la vista de la puerta y la dirigí a Beth. Ella acababa de incorporarse del suelo y evitaba sostenerme la mirada. Bajo la luz de la bombilla noté que tenía un ligero rubor en las mejillas, supuse que se debía al frío nocturno.

—Ya estaba ansioso de verte —exclamé, sacando las manos de los bolsillos del abrigo que llevaba puesto.

—¿Lo dices por Alen o por...?

—Por ambos, Bethy —afirmé yo, dando un paso hacia ella antes de pasar mis brazos alrededor de sus hombros.

Al abrazarla la atraje hacia mí ligeramente. De inmediato, me sentí envuelto por una calidez ligera, sensación que me sobrevino al sentir sus frágiles brazos a mi alrededor.

El olor de su perfume invadió el aire que nos rodeaba. No pude resistirme a estrecharla más y a inclinar ligeramente mi cabeza para apoyarla sobre la suya.

Mis dedos rozaron su cabello oscuro al momento que su voz clara llegó a mis oídos con un soplido del viento.

—Deberíamos entrar, Asher.

Al escucharla, no pude hacer más que soltarla y dar un paso atrás.

—Entremos, Bethy —sugerí con expresión de calama y extendí mi mano para que ella entrara primero.

Los dos cruzamos el umbral. Fui yo el que cerró la puerta a sus espaldas para después encontrar a Beth apoyada en la pared.

Al verme entrar, distinguí una sonrisa amplia en sus comisuras rosadas.

—Creía que no me ibas a saludar —confesó con ironía, cruzándose de brazos a mi lado.

Elevé una de mis cejas sin dejar de contemplarla. Beth estaba usando una de esas camisetas holgadas que venían estampadas con frases de letras musicales en inglés, acompañada de un pantalón negro que le quedaba a la medida, y también estaba usando ese gorro de tela que le otorgaba cierta ternura a sus facciones delicadas.

—¿Y por qué creíste que no lo haría? —cuestioné con expresión dudosa.

En lugar de responderme, ella tomó aire e infló sus dos mejillas antes de evadir la pregunta alzando sus hombros.

—Ya nos habíamos saludado en la academia esta mañana —puntualizó.

—Buen punto —dije yo.

Comencé a desabrocharme el abrigo para posteriormente quitármelo y colgarlo en el perchero que había en la pared, a un metro de distancia de la entrada.

Su mirada me examinó atentamente mientras me acercaba a ella con detenimiento.

—Pero no te ibas a escapar de mí, pequeña Beth —mi voz sonó suave cuando me detuve a medio metro de distancia y bajé la cabeza para estar a su altura.

Beth se pegó más a la pared y levantó las manos para que no pudiera acercarme más, apoyando suavemente sus palmas sobre la tela de mi jersey.

—No estaba escapando de nada, Asher —me aseguró con sus ojos castaños centrados en los míos.

Su mirada se quedó fija en la mía durante varios segundos. A esa escasa distancia, pude observar sus largas pestañas negras ensombreciendo sus ojos cafés caramelo, su ceño ligeramente fruncido y sus labios entreabiertos brillando de un color rosado tenue. Probablemente, debío haberse puesto brillo labial para que su boca se viera de ese tono tan suave.

—¿Qué te has puesto? —pregunté con curiosidad.

Mi mano derecha se elevó hacia su mejilla para rozarla, pero de un segundo a otro los dos oímos pasos acercándose.

Yo reaccioné alejándome considerablemente, pero justo antes de volverme me incliné hacia ella y le di un beso suave en su mejilla.

—Hola, hola, Asher Bennett —exclamó Cassy apareciendo en el extremo del pasillo, caminando hacia nosotros.

—Hola, Cass Hayes —expresé yo en un tono divertido, mirándola acercarse.

Antes de que pudiera anticipar alguno de sus movimientos, la joven me saltó sobre el cuello y me envolvió en un abrazo de oso al que correspondí de inmediato.

Justo antes de soltarme, Cass se puso de puntillas y me besó la mejilla. Cass era la más afectuosa de la familia, le gustaba abrazar y ser cariñosa con cualquier amigo cercano.

Cass retrocedió un paso y le rodeó el hombro a Beth sin dejar de mostrar una sonrisa amable.

—¿Qué hacen todavía aquí parados? La cena ya está lista, solamente los estamos esperando a ustedes.

—Nos estábamos saludando —respondió Beth por los dos, dirigiéndome una mirada rápida.

Las contemplé la una al lado de la otra. Beth todavía seguía siendo más alta que su hermana menor y las similitudes en sus rasgos eran una clara señal de que eran hermanas, aunque, cierta diferencia entre ellas era notoria: Cassy había heredado el pelo rubio oscuro de su padre y los ojos verdes de su madre; en cambio, Beth tenía el pelo castaño oscuro como su madre, y sus ojos caramelo eran una característica exclusivamente suya, ya que nadie en su familia había tenido nunca unos ojos tan peculiares y hermosos como los de ella.

Sus ojos reflejaban tanta emoción y tanto brillo que habría deseado tener ese mismo color en mis ojos azules, pero Beth era la única afortunada de tener el reflejo de las hojas del otoño teñidas alrededor de sus pupilas.

—Vamos, chicas bellas. La cena nos espera —hablé con entusiasmo y les hice una señal con la cabeza—. Voy después de ustedes, señoritas.

Ambas se rieron de mi cordialidad y comenzaron a avanzar en dirección al comedor, sitio donde nos esperaban nuestros padres y una cena más de las muchas que habíamos compartido.

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