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♡ 21

ASHER

Durante el trayecto a casa, me tomé el tiempo de evaluar el aspecto de Beth y llegué a la conclusión de que estaba demasiado borracha para llegar a su casa por su cuenta, sin mencionar que sus padres debían de estar allí. Si la llevaba y ellos la veían en ese estado, yo perdería su total confianza y probablemente se enfadarían mucho con los dos por nuestra irresponsabilidad al consumir alcohol.

Al final, decidí llevarla a mi casa para dejarla descansar el resto de la noche. Era mejor esperar para hablar al día siguiente, cuando ella ya estuviera más consciente, porque sabía que se olvidaría de cualquier cosa que pudiera decirle y no tendría sentido alguno.

Al llegar a casa, abrí el garaje para estacionar el auto de Max allí. A continuación, apagué el motor, me volví hacia Beth y le dije:

—Ya estamos aquí, princesa.

Ella no me respondió. Al inclinarme hacia adelante para observarla, noté que tenía los párpados cerrados y que respiraba acompasadamente. Estaba dormida. Se veía muy adorable allí sentada, con la cabeza apoyada en la ventanilla. No quería despertarla.

Me bajé del auto y cerré la puerta con cuidado para no hacer ningún ruido. Después, me acerqué a la puerta del copiloto y la abrí despacio. La sujeté rodeándole la cintura con mi brazo y también la agarré debajo de las rodillas para sostenerla y llevármela cargando. Su cabeza se movió un poco y terminó apoyada sobre mi pecho.

Entré a la casa por la puerta trasera que había junto a la cochera y, al adentrarme en el vestíbulo sumido en la penumbra, caminé con mucha precaución para no tropezar ni chocar con algún objeto oculto a la vista. La sujeté con firmeza y la llevé en brazos hacia el segundo piso.

A mitad de las escaleras, Beth entreabrió los labios y comenzó a balbucear palabras ininteligibles en voz muy baja.

En cuestión de pocos segundos, llegué arriba y avancé por el largo pasillo de las habitaciones. Quise entrar en la habitación de invitados, pero estaba cerrada con llave y me fue imposible poder abrirla, así que decidí que lo mejor sería llevarla a mi habitación para poder vigilarla y cuidarla.

Caminé un par de pasos y giré la perilla. Al entrar, presioné el interruptor para encender la luz y me dirigí directamente hacia la cama para depositar su cuerpo allí. La solté con mucha delicadeza y me agaché junto a ella para apartarle el cabello del rostro. La contemplé mientras mis dedos le acariciaban la sien y la mejilla. Su respiración era lenta y tranquila. Estaba sumida en un sueño muy profundo.

Pensé que lo mejor sería dejarla descansar para que los efectos del alcohol desaparecieran a la mañana siguiente. Me incorporé y agarré uno de los extremos de la cobija; estuve a punto de envolverla en el edredón cuando ella abrió los ojos lentamente y me encontró parado junto a la cama.

—¿Estoy soñando contigo? —inquirió con la voz apagada—. Si eres parte de un sueño, no quiero despertarme jamás.

Sonreí ante sus ocurrentes palabras y le froté el brazo suavemente.

—Duérmete ya, mi bella soñadora —le dije con voz dulce.

Inesperadamente, ella me agarró del brazo y sujetó mi mano entre las suyas.

—No desaparezcas.

Sus ojos se fijaron en los míos con mucha intensidad.

—Quédate para siempre —murmuró con una voz suave y ronca.

Entrelacé mis dedos con los suyos y le hablé con mucha calma.

—Aquí voy a estar cuidándote.

Su semblante se iluminó con una hermosa sonrisa. Repentinamente, ella se levantó de golpe y dijo:

—Joder, creo que voy a... —y se cubrió la boca con las dos manos.

No tuvo que terminar su oración porque entendí perfectamente lo que quiso decir, así que la agarré con delicadeza de la cintura y la ayudé a caminar directo al baño. Al apenas entrar, ella se agachó junto al retrete y su cuerpo comenzó a expulsar todo lo que había ingerido en la fiesta. Le sujeté el pelo y le froté la espalda mientras ella vomitaba y se arqueaba hacia delante a causa de las arcadas.

Tras algunos segundos que debieron sentirse horribles para ella, su cuerpo dejó de estremecerse y se quedó quieta. Ella tiró de la cadena del retrete y se frotó los ojos para limpiarse las lágrimas que se desprendían de sus párpados. Yo exhalé aire y tomé un trozo de papel del lavabo para ofrecérselo. Beth lo tomó y se limpió la boca mientras se rodeaba el estómago con la otra mano.

—Me siento terrible, me duele el estómago y todo me da vueltas —se quejó con la voz rasposa, agarrándose de la pared para sostenerse y ponerse de pie. Le rodeé el brazo para evitar que perdiera el equilibrio.

—Bienvenida al club —mencioné para aligerar el ambiente tenso.

Beth se rió y se acercó al lavabo para enjuagarse la boca con agua. Yo tomé de la repisa una pasta dental y un cepillo de dientes que guardaba para emergencias. Se los di, y ella me agradeció las atenciones.

—Siempre eres tan atento conmigo. Gracias, de verdad, por todo lo que haces por mí —al hablar, arrastraba las palabras.

Le dirigí una mirada comprensiva y mis comisuras se elevaron levemente.

—Te esperaré afuera, ¿vale? Llámame cuando te sientas mejor.

Ella asintió, con expresión agradecida.

Me volví y salí del baño inmediatamente. Al encontrarme afuera, me dirigí hacia el clóset y saqué del interior una de mis camisetas para prestársela a Beth. Aproveché que ella se encontraba dentro para cambiarme el pantalón y la camisa, sustituyéndolos por un pantalón de pijama de cuadros y una camiseta blanca.

Me apoyé en la pared con los brazos cruzados mientras esperaba verla salir. Cuando la puerta se abrió, nuestras miradas se encontraron y nos contemplamos en silencio. Yo me moví primero y caminé hacia ella para darle la camiseta.

—Toma, te sentirás más cómoda con esto que con ese vestido —le dije, pretendiendo sonar divertido. Definitivamente no lo conseguí.

—Creo que te preocupas demasiado —respondió, aunque igualmente tomó la camiseta.

Al avanzar un paso, caminó torpemente y casi se cayó de rodillas sobre la alfombra, pero logré sujetarla del brazo. Vale, casi me olvidaba del pequeño detalle de que se había emborrachado y, en ese estado, no sabía siquiera lo que hacía.

No la solté y la ayudé a sentarse en el borde de la cama mientras ella se reía sin parar y movía la cabeza en círculos, como si se sintiera mareada.

—¿Puedes cambiarte tú sola? —le pregunté, y ella sacudió la cabeza.

—No creo que pueda, la habitación entera se está moviendo —comentó, risueña, mientras comenzaba a balancear los pies como una niña pequeña.

Mi expresión se relajó y en mi boca apareció una sonrisa.

—¿Necesitas que te ayude?

Beth elevó la mirada para observarme directamente a los ojos. Sus iris castaños resplandecieron de alegría.

—¿Me estás diciendo que quieres desvestirme? —cuestionó con una sonrisita desarmante y pícara.

—Claro que no —dije automáticamente—. Solamente te lo pregunto porque me parece que tú no podrás hacerlo.

—Claro que puedo, verás que sí.

Vi que movió las manos e intentó quitarse el vestido tirando de un broche invisible. Mi risa se escuchó ronca cuando escapó de mis labios.

—Ayúdame, por favor —me pidió al no poder bajar el cierre por sí misma.

Yo asentí, todavía riéndome, y entrecerré los ojos.

—Que conste que tú me lo has pedido.

Seguí sonriendo mientras me acercaba. Me puse en cuclillas delante de ella mientras oía que murmuraba palabras sin sentido que eran sencillamente incomprensibles. En el instante en que coloqué mis manos sobre sus rodillas, noté que ella contuvo el aliento.

—Aguarda —emitió, viéndose muy apenada.

—¿Qué ocurre?

—Yo no... Creo que puedo hacerlo sola —su voz sonó apagada y ¿nerviosa?

—Deja de refunfuñar y permíteme ayudarte.

Beth ya no dijo una palabra más. Extendí mis brazos hacia ella y le agarré el cabello para colocárselo sobre los hombros; después, moví mis manos a su espalda y sentí la costura de la tela y el cierre. Subí lentamente los dedos y, al encontrar el cierre, me pregunté si sería correcto bajárselo para quitarle el vestido. Por mi cabeza pasaron muchos pensamientos conflictivos y alarmantes que me gritaban: «¡Maldición! ¿Qué demonios piensas hacer?».

Trascurridos ya varios segundos, comencé a tirar del cierre; solamente que, mientras el mismo se deslizaba, mis dedos le rozaron accidentalmente los omóplatos y la columna, provocándole un escalofrío. Me puse tenso ante la reacción de su cuerpo con ese frágil roce.

Finalmente, el cierre quedó suelto hasta la parte baja de su espalda y tuve que alejar las manos de inmediato porque sentía una corriente chispeante en las yemas de los dedos.

—Ya casi está hecho, Beth. Ahora ayúdame a levantarte para que pueda bajarte el vestido.

—Vale.

Ella me pasó los brazos por el cuello y yo la agarré de las caderas para impulsarla a levantarse. En un solo movimiento, los dos estuvimos de pie y quedamos frente a frente, con nuestros cuerpos a centímetros de tocarse.

Sujetándola a escasa distancia, subí la mano por su brazo para bajarle los tirantes del vestido. Sus hombros quedaron descubiertos y la tez blanca de su piel me hizo perderme en los pequeños lunares que tenía dispersos por el cuello y la garganta. Tragué saliva con esfuerzo e inspiré aire mientras mis dedos le bajaban el vestido. Al llegar a su cintura, la tela del vestido se desprendió totalmente de su cuerpo y cayó al suelo.

Intenté evitarlo, pero mis ojos escanearon cada centímetro de su piel de porcelana. Comencé mirando su clavícula y el nacimiento de su pecho; como todo un caballero, quise evitar fijarme en su sujetador de encaje y deslicé la mirada hacia su cintura. Sentí la suavidad de su piel al deslizar mis pulgares por sus costados y percibí el calor de su cuerpo junto al mío. Estando ambos tan cerca, se percibía atracción, una peligrosa atracción que me incitaba a rozarle con las manos cada centímetro de la piel.

Ella se rió contra mi cuello y su aliento me acarició la nuca suavemente. Conseguí salir del estado de abstracción que me tenía preso y sacudí la cabeza para aclararme la mente; después, fijé mis ojos en otro punto de la habitación.

Agarré la camiseta que ella había dejado encima de la lámpara y le pedí que subiera los brazos para pasarle la tela por encima de la cabeza. Ella siguió mis indicaciones, y yo me apresuré a ponérsela porque ya me estaba afectando tenerla tan cerca.

Le terminé de bajar la camiseta y, al acomodársela, le bajé el dobladillo. Después de ponérsela, me separé de ella y pude notar que mi camiseta le llegaba casi a las rodillas.

Mi ropa le quedaba bastante larga, lo que resaltaba lo pequeña que era en comparación conmigo. Sonreí al verla tan adorable con esa camiseta holgada.

Repentinamente, ella volvió a acortar el espacio que nos separaba y se lanzó directo a mi cuello. Mis brazos la rodearon para evitar que se cayera al suelo.

Ella hundió la nariz en mi pelo, inhaló el aroma de mi camiseta y murmuró despacio:

—Sabes... en secreto, este aroma siempre ha sido mi perfume favorito —y nuevamente volvió a pegar la nariz a mi cuello.

Yo sonreí ante su ocurrencia y la llevé casi cargando hacia la cama.

Ella no me soltó ni se separó de mí al sentarse en el borde del colchón. Sus brazos se aferraban a mi cuello y no parecían dispuestos a liberarme.

—Ok, ya estás donde debes estar, ahora a dormir, que ya es tarde.

Ella asintió y, casi forzosamente, apartó sus brazos y los dejó caer hacia los lados.

Cuando me di la vuelta, ella inclinó la cabeza con curiosidad.

—¿Vas a dejarme sola?

Negué con la cabeza y caminé hacia el otro extremo de la cama.

—Me quedaré justo aquí, a tu lado.

Su semblante volvió a iluminarse de entusiasmo.

—¡Qué dulce! —anunció muy sonriente.

Suspiró profundamente y se dejó caer sobre las almohadas. Sus ojos ya se cerraban de cansancio. Subió las piernas a la cama y colocó las manos sobre su rostro para limpiarse el rímel de los ojos.

Su cuerpo se movió ligeramente cuando yo me dejé caer del otro lado de la cama. Apoyé la espalda en la cabecera y me froté los ojos, agotado.

Había sido una noche larga. Al fin estaba regresando a mí la paz y la tranquilidad. Tomé una profunda bocanada de aire y cerré los párpados durante diez segundos.

Cuando volví a abrir los ojos, vi que ella se cubría con el edredón, tomando una respiración profunda y, a los pocos segundos, su respiración se acompasó. Su cabeza estaba apoyada en la almohada y su pelo se extendía desordenado en distintas direcciones, cubriéndole el cuello. Miré atentamente su rostro, me fijé en sus rasgos detalladamente y, por un indeterminado lapso de tiempo, me perdí en ella.

A pesar de llevar toda la vida conociéndonos y siendo inseparables, no recordaba una sola vez en la que nos hubiéramos encontrado en una situación similar: los dos recostados en lados opuestos de la cama y en la misma habitación. Me sorprendió el darme cuenta de eso, porque sin duda era la primera vez que la tenía tan cerca, dormida a mi lado.

Creí que se había quedado dormida cuando de pronto, la escuché hablar. Sus labios se movieron, pero sus ojos siguieron cerrados.

—¿Sigues despierto?

Entre nosotros surgió un instante de silencio. Yo solté el aire en una exhalación y me separé de la cabecera para recostar mi cabeza sobre la almohada.

—Aún te escucho, así que sí —respondí, antes de bostezar y quedarme mirando el techo.

Ella ya no volvió a decir nada, así que di por hecho que el sueño ya la había dominado.

Volví a cerrar los párpados en un intento de conciliar el sueño. Mi respiración era lenta y tranquila. Estaba a punto de caer en la inconsciencia cuando el brazo de Beth se movió debajo del edredón y se deslizó sobre mi abdomen hasta rodearme el torso.

Todo rastro de agotamiento se esfumó de mi cuerpo y mi mente. Me sentí confundido y perdido por su inesperado acercamiento.

Estando tan próximos nuestros cuerpos, fue inevitable para mí no inhalar su esencia: el aroma a cereza en su cabello y la fragancia a rosas de su piel. Me nubló la mente percibir cerca de mí la calidez de su cuerpo y, de repente, un inquietante escalofrío se expandió por todo mi ser.

—Beth... —la llamé con voz suave. Ella no respondió.

—Mmh —murmuraron sus labios.

—Bethy, estás... —comencé a decirle, pero las palabras se me trabaron en la garganta al sentir su respiración rozándome la mandíbula.

De pronto, Beth se movió para acercarse un poco más y, inexplicablemente, se impulsó sujetándose de mis hombros con firmeza y se sentó sobre mi regazo.

Sorprendido, solté un jadeo y, todavía sumido en mi desconcierto, parpadeé al notar que estaba sentada a horcadas encima de mí.

—Eliza... —no me permitió hablar y colocó su dedo anular sobre mis labios.

La contemplé directamente a los ojos y, al mirar su rostro detenidamente, pensé que, por la sonrisa deslumbrante en sus labios y el brillo juguetón en sus ardientes pupilas, debía estar soñando con ella. Cerré los ojos por un instante con la clara intención de despertarme, porque ese sueño se estaba volviendo muy perverso y atrevido. Me había jurado nunca ver a Beth de esa manera; prometí nunca fijarme en ella como mujer, pero aquí estaba mi mente jugándome una mala pasada.

Confié en que al abrir los ojos la encontraría tumbada en la cama, respirando acompasadamente, pero nada cambió, porque la vi todavía sentada sobre mí.

Me tensé al sentir que sus manos se deslizaban por mi cuello. Mi cuerpo entero reaccionó a su caricia lenta y atrevida. La situación entre nosotros empezaba a sentirse demasiado extraña. Era como si nos hubiéramos sumergido en una seducción muy inesperada y peligrosa.

No entendía qué pretendía ella, pero la voz en mi cabeza quiso convencerme de que estaba adormilada y no tenía idea de lo que hacía o pensaba hacer.

—Beth, no estás soñando, sigues despierta y no estás pensando en lo que haces —le dije con la voz ronca y profunda.

Le toqué la piel de la muñeca y recorrí su antebrazo con los dedos hasta colocarle la mano en el codo para frenarla si intentaba hacer algo más.

—Déjame soñar contigo esta noche —susurró en voz baja.

El equilibrio de mis emociones se derrumbó y sacudió por completo mi autocontrol. Me invadieron una serie de sensaciones contradictorias.

Mi respiración se aceleró al sentir el roce de sus dedos en mi cuello y en mi nuca. Una corriente de deseo capturó mis ideales racionales y dejó salir una ola de emociones explosivas que me pusieron rígidos los músculos.

Ella se aprovechó de mi desconcierto y mi distracción para acercarse más. No noté cuál era su intención debido al conflicto que me revolvía la mente, solamente supe que todo se había salido de control cuando Beth metió una mano entre mis cabellos y me atrajo hacia sí para besarme. No pude detenerla y mi cuerpo tampoco reaccionó para evitarlo. Simplemente me quedé paralizado.

En un momento estábamos mirándonos y al siguiente sentí sus labios sellando los míos con suavidad. El contacto fue alucinante y la caricia de nuestras bocas enlazadas se sintió cálida.

Me atravesó una corriente eléctrica cuando ella me besó. Era como si una energía desconocida se estuviera propagando por mis venas, absorbiéndome los sentidos y volviéndome completamente loco.

Al principio, fue desconcertante sentir sus labios entre los míos, pero no podía negar que el beso que me ofreció fue maravilloso. Jamás había experimentado esas sensaciones con nadie más. Aquello era algo absolutamente inexplicable; no existían las palabras adecuadas para describirlo.

El primer beso que compartimos fue fugaz y dulce, una caricia de boca a boca. Mis ojos seguían abiertos cuando ella separó nuestros labios, y a centímetros de distancia, nuestros ojos se fundieron.

Sentía que lo que sucedía era igual de indescriptible para ambos, porque nunca sentimos nada parecido; o al menos, yo no había experimentado nunca ese remolino de emociones y sensaciones al besar a nadie más.

Percibí su respiración contra mi boca, la caricia lenta de sus dedos enredados en mi pelo. Probablemente, debí detenerla allí, apartarme en ese mismo momento, pero mi cuerpo no parecía querer escuchar las órdenes de mi cerebro.

Al separarnos un poco más, la miré directamente a los ojos.

—¿Acabas de besarme? —exclamé con mucha lentitud. Solamente pude decir esas tres palabras porque cualquier pensamiento o idea coherente se había evaporado de mi mente por un tiempo indefinido.

—Te besé y quiero volver a besarte —murmuró junto a mi sien y acarició mi nariz con la suya al agregar, con voz seductora—: Te quiero, Asher, no deseo separarme de ti jamás.

—Yo también te quiero, Bethy, pero lo que estamos haciendo es un error —murmuré muy cerca de su boca.

Se dibujó una resplandeciente sonrisa en sus comisuras cuando pegó su frente a la mía justo antes de decir:

—Si esto es un error, equivócate conmigo esta noche, olvídate de todo lo demás.

Maldición, su voz jamás había sonado tan sensual e irresistible. Era tentador tenerla encima de mí pidiéndome que no la detuviera, que volviéramos a besarnos. Sin esperarlo, sentí unas incontrolables ganas de reducir el espacio entre nuestros rostros, para presionar mis labios en los suyos y robarle la respiración.

No entendí quién se movió primero, pero aquella fantasía terminó volviéndose una realidad de ensueño.

Beth y yo nos miramos el uno al otro durante unos segundos. Mis manos se deslizaron de sus brazos a su cintura. Pude percibir la vibración de cada fragmento de piel que mis dedos tocaban. No quería soltarla.

Ella no pudo resistirse más; sus ojos miel se disolvieron en los míos cuando puso sus manos en mi cara y, muy lentamente, presionó su boca sobre la mía. Actuando de forma irracional, respondí a su beso mientras mis manos subían a lo largo de su espalda y acariciaban sus costados. Estábamos conectados, enredados entre la atracción y el desenfreno de cometer una absoluta locura.

La voz cuerda en mi cabeza me gritó: «Apártate de ella, ¿qué demonios haces? No debes besarla, te estás equivocando, ninguno de los dos está siendo razonable».

De alguna manera, pude reaccionar y supe que si no hacía algo, me arrepentiría muy pronto. Por ese motivo, la neblina de mi mente se fue disipando hasta aclarar mis pensamientos revueltos. Ya era tiempo de actuar de modo racional y dejar de lado la atracción apasionante que nos había capturado entre sus redes.

Con la intención de apartarla de mi lado, le coloqué las manos sobre las caderas. Pretendía separar su cuerpo del mío, pero ella volvió a apostar contra mi debilidad e hizo algo totalmente inesperado. Inclinó la cabeza y me besó suavemente en la sien. Yo no reaccioné y permanecí muy quieto. Ella aprovechó mi estado de abstracción y continuó dejando besos en mi rostro, marcando mi piel con sus suaves y apetecibles labios dulces. Finalmente, deslizó lentamente sus labios entreabiertos por mi cuello; me recorrió la mandíbula, la barbilla, la garganta y se detuvo en el lugar exacto en el que me latía el pulso acelerado y desenfrenado.

Supe que buscaba provocarme, seducirme con sus encantadores y juguetones labios, y he de admitir que consiguió justo lo que quería. Me provocó, me incitó a agarrarla de la nuca para volver a besarla con urgencia, de esa manera apasionada que la haría enloquecer entre mis brazos.

Si existía algún indicio de control, se perdió en el momento justo en el que juntamos nuestras bocas para explorarnos con ansias. No podría decir quién de los dos besó primero al otro; aquello fue algo inevitable e indescriptible. Besarla se convirtió en una necesidad, una adicción que me hizo caer en la tentación de fundir nuestros labios una y otra vez, de volver a equivocarme.

Ella me acarició la mejilla y yo levanté la mano para apartarle de la cara un mechón suelto. Después, puse una mano en su nuca y la atraje hacia mí.
Cerré los ojos cuando sentí sus labios próximos a los míos y, al sentirla pegada a mí, me dejé envolver por la adrenalina que envenenaba mi sistema.

Sus labios junto a los míos eran un peligro embriagador que me absorbía los sentidos.

Beth se aferró a mis hombros con fuerza y suspiró contra mi boca. Incliné la cabeza para acceder mejor a sus labios. Nuestras lenguas salieron a encontrarse y, cuando se enlazaron entre nuestros labios, perdí la noción del tiempo. Durante un tiempo indeterminado, los dos seguimos besándonos y acariciándonos con frenesí por encima de las prendas de ropa.

Me pregunté: ¿Cómo besarla podía estar mal si se sentía tan bien?

No le encontré respuesta alguna a esa pregunta.

Me estremecía con cada movimiento mínimo de sus manos en mi cabello; me nublaba la mente sentirla tan cerca de mí. Cuanto más tiempo pasaba, más la deseaba, y mis manos se morían por acariciarla y dejar huellas en su piel.

Mis besos la dejaban sin aliento, pero ninguno de los dos buscaba respirar porque no queríamos romper el beso ni la conexión a la que estábamos enganchados. Me pregunté si a ella le latiría el corazón tan fuerte como a mí mientras la besaba.

Nuestros pulmones se quedaron sin oxígeno y tuvimos que detenernos para respirar aire fresco. Apenas nos separamos unos centímetros.

Cuando ella apartó sus labios de los míos, me miró a los ojos y dijo:

—No te separes de mí. Deseo que me beses, quiero grabar tus caricias en mi memoria, te quiero conmigo toda la noche, necesito sentirte en mi piel y en mi cuerpo.

—Somos mejores amigos, no puedo acariciarte y mañana olvidarme de ti tan fácilmente —la interrumpí en un susurro.

Miré sus ojos y en ellos percibí una oleada cálida, un anhelo que era más profundo que todo lo que había sentido en mi vida.

—Asher, quiero estar contigo, así que olvídate de nuestra amistad y piensa que estás enamorado de mí. Piensa que me quieres y me deseas.

La lujuria en su mirada logró llamar mi atención; sus palabras seductoras y atrevidas aumentaron el nivel de excitación en mi cuerpo.

Beth colocó una mano en mi torso y sus dedos acariciaron mi piel. Tenía la camiseta subida, así que me estaba tocando directamente. Reaccioné impulsivamente, le rodeé el cuello con las palmas y sus siguientes palabras se acallaron en mis labios. Nuestras bocas se volvieron a encontrar y a devorarse con exigencia y desenfreno.

Un calor arrasador me invadió en el momento en que ella deslizó las manos por debajo de mi camiseta para quitármela. Yo le permití hacer lo que ella quería y me desprendí de la prenda, quedando con el torso descubierto. Sus manos inquietas comenzaron a acariciarme el abdomen, el pecho y continuaron su exploración en mis hombros y mis brazos.

Las mías se movieron impacientes hacia la parte baja de su espalda y se deslizaron lentamente por los costados de sus caderas hasta posarse sobre sus muslos descubiertos. La camiseta se le había subido bastante, dejando a la vista su cuerpo escultural. Mis dedos presionaron la piel de sus muslos y la recorrieron, apreciando cada fragmento.

Ambos compartimos un beso ardiente y efusivo, mientras nuestras manos se fundían caricias apasionadas de cuerpo contra cuerpo. Su piel contra la mía era el paraíso a mitad de la tormenta.

Varios segundos después, todo se descontroló drásticamente. Beth y yo perdimos la razón y la cordura mientras nos besábamos. Mis dedos siguieron ascendiendo, trazando caminos en su piel, y se perdieron debajo de la camiseta que le había puesto anteriormente. Le acaricié con las yemas de los dedos la espalda, la columna y las costillas, para después desplazar las manos a su abdomen plano y sensual. Muy lentamente coloqué una mano en el pecho mientras mi boca comenzaba a dejar besos dispersos en su cuello. Ella suspiró extasiada por mis caricias.

Mis labios recorrieron su sedosa piel blanca, mis dientes mordisquearon el lóbulo de su oreja y mis labios saborearon el exquisito aroma que desprendía. Un gruñido ronco escapó de mis labios entreabiertos.

Todo en ella me resultaba irresistible, atractivo y seductor. Tuve que contenerme a tumbarla sobre la cama para subirme sobre ella y terminar (entre caricias prohibidas y besos apasionados) con esa tensión y deseo acumulados.

Al volver a capturar sus labios, mis brazos la atrajeron a mi pecho, y el contacto de piel contra piel fue explosivo, chispeante y poderoso, como los relámpagos en una tormenta eléctrica.

Ella deslizó la boca por detrás de mi oreja y me rozó la piel, justo debajo del cuello. Yo le sujeté el mentón para besarla y le mordí ligeramente el labio inferior, sin poder resistirme. Sus manos trazaron un recorrido hacia mi espalda y sus uñas se clavaron en mi piel. En lugar de resultarme doloroso, se sintió placentero el haberle provocado una reacción tan salvaje y posesiva.

Su boca aterrizó en mi cuello y comenzó a succionar la piel descubierta, causándome sensaciones increíblemente satisfactorias. Todo sentido de razón desapareció cuando colocó sus labios bajo mi oreja y su aliento acarició mi piel. Mis caricias en su cuerpo eran urgentes. Ambos habíamos perdido el control y jadeábamos por la falta de aliento. Nuestras respiraciones eran entrecortadas y pesadas.

Con la voz extremadamente ronca e irreconocible, murmuró a mi oído:

—Me vuelves loca.

Un torbellino de emociones encontradas impactó de golpe contra mi cabeza y de repente fui plenamente consciente de la locura irremediable que estaba a punto de cometer.

Joder, ¿en qué carajos pensaba? Ella no era una completa extraña, era Beth, mi dulce Beth, alguien que seguramente no tenía ni idea de la gran equivocación que cometería si permitía que me acostara con ella. Yo no la merecía, maldición, si a la primera oportunidad que se me presentaba me enrollaba con cualquier chica por simple entretenimiento. Esta vez sería diferente, porque ella no era una más en mi vida. Nunca haría nada que pudiera poner en peligro nuestra amistad, así que estar en esa situación con ella era algo gravemente serio.

Me odié a mí mismo por haberme permitido llegar tan lejos. Nunca debí dejar que me besara, no debí devolverle el beso, porque eso complicaría aún más la catástrofe en la que estábamos metidos.

Reprimiendo las sensaciones que ella me hizo sentir con sus besos y caricias, la empujé suavemente y me levanté apresurado de la cama para recuperar la distancia que necesitaba CON URGENCIA.

Joder, jodeer, jodeeer... Estuve a pocos segundos de cometer una locura y ahora me arrepentía de todo, porque con ese beso ya nada volvería a ser igual. No olvidaría con facilidad el apasionado momento entre nosotros. Sacudí mi cabeza, intentando olvidar lo sucedido.

Beth quedó recostada boca arriba y ya no se movió más. Al fin se había quedado dormida. Su respiración era lenta y ligera. No podía sentirme más aliviado de ya no tener que lidiar con ella. Mi cabeza estaba hecha un lío catastrófico; en cualquier momento, mi cerebro explotaría de tanto pensar.

Agarré el edredón y la cubrí con él para que no sintiera frío. Mi respiración, al fin, se normalizó y volví a respirar lentamente. Un resoplido de frustración escapó de mis labios mientras me sentaba en el borde de la cama.

Ahora no había nada que pudiera remediar ese error. Lo peor de todo era que deseaba volver a besar los labios de mi amiga y no quería estar separado de ella.

«¡Vamos, concéntrate ya! ¿En qué demonios estabas pensando?», me pregunté mentalmente.

Me sentía terrible, muy culpable por no haberla apartado de inmediato desde que se colocó encima de mí. Cometí una equivocación monumental al devolverle el beso y seguirle la corriente, pero fue inevitable no hacerlo; ni mis pensamientos ni mi cuerpo me impidieron detenerme.

Me levanté con brusquedad de la cama y me pasé las manos entre el pelo, sintiéndome abrumado por demasiadas emociones encontradas y confusas.

Había dos cosas claras en mi cabeza: La número uno era que acababa de besarla y mi mente y mi cuerpo querían volver a sentirla de nuevo junto a mí. Una absoluta estupidez de la que tenía que olvidarme pronto, por supuesto. La número dos era que, por más significado que pudiera darle al chispazo me hizo sentir, tenía que hacerlo desaparecer y actuar como si nunca hubiera ocurrido nada entre nosotros. Tal vez me costaría sacarla de mi mente, pero esa era la única manera de impedir que su recuerdo me dejara una marca permanente en el corazón.

Una vez que tuve la situación muy clara y haber encontrado una solución, me incorporé y avancé a pasos lentos para no despertarla. Di un último paso hacia la puerta, pero justo antes de salir me detuve a observarla.

Ella estaba muy linda, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Era perfecta y la quería con intensidad, pero sería por ese mismo cariño y afecto que le tenía que me olvidaría de aquel beso, porque no quería apartarme de su lado; no aceptaría sentir nada que pudiera separarnos o que amenazara con fracturar nuestra amistad. Fingiría que no sentí nada y no permitiría que volviera a ocurrir nunca más.

De camino a la habitación de invitados, me repetía constantemente la misma frase: «No besé a Beth, ella no me besó a mí y nunca le contaré nada para protegerla».

Lamentablemente, los besos especiales dejan una huella que no se borra y tampoco se olvida, solamente que yo quería engañarme a mí mismo, y lo peor, pretendía engañarla a ella también.

Lo admito, fue una estupidez de mi parte haber guardado ese secreto.

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