
♡ 19
ASHER
Elizabeth estuvo presente el día que me caí de mi bicicleta y me fracturé la rodilla, fue a mi primer partido de fútbol americano, y estuvo junto a mí el día que me nombraron jugador oficial del equipo. Estuvo allí el día que mi madre me confesó que tendría un hermano pequeño y estuvo durante esos primeros días en los que Alen llegó a nuestras vidas para terminar de consolidar nuestra familia. También estuvo en el festival en el que gané mi primer trofeo. La tuve a mi lado en todos mis cumpleaños, en mis momentos más felices y también en los más tristes de mi infancia y mi juventud.
Siempre estuvo cuando la necesité y justamente ahora pensaba que no había valorado su presencia en cada faceta de mi vida. Ella nunca me ofendió, nunca me juzgó ni recriminó mis actos, y yo, en una sola tarde, hice esas tres cosas simplemente porque me enfurecía que quisiera salir con alguien que no estaba a su altura.
No iba a mentirle a nadie ni a decir que ese tipo me agradaba, ya que, honestamente, detestaba a Reagan Rush porque era un infeliz manipulador. Seguía odiándolo y todavía pensaba que era despreciable, la peor de todas las opciones en la larga lista de chicos que pretendían salir con Beth.
Sin embargo, a pesar de cargar con mi enfado y mi furia contra el maldito de mi enemigo, no podía dejar de dar vueltas en mi cabeza al recuerdo de nosotros discutiendo, y luego volvía a visualizar a Beth con Reagan en la cancha deportiva; los veía riéndose y me sentía quebrar. Me ponía enfermo la idea de verla con él de nuevo.
La protegía excesivamente y lo sabía, pero quería controlarla porque me enloquecía pensar que ella podía enamorarse de alguien, fijarse en un chico con intenciones ocultas, encariñarse con otro que no la conociera tanto como yo lo hacía. Temía verla admirando, queriendo y amando a alguien que no valoraría su corazón y su magnífico talento. Elizabeth era una artista, una chica maravillosa que debía ser tratada de manera especial, y sabía perfectamente que ni Reagan ni nadie estaban enterados de eso, porque ninguno la apreciaría jamás como yo lo hacía.
Ese era el mayor problema: Beth creía en Reagan. Creía que era amable y atento con ella porque decía tener buenas intenciones. Para ella, yo era el malo de la historia, el villano, el único que estaba equivocado. Yo no quería estar en su contra; tan solo pretendía mantenerla a salvo, fuera de peligro y lejos de esas desilusiones amorosas amargas en las que tipos como Reagan eran expertos.
La frustración, la angustia, la carga emocional y la inmensa furia, me nublaban la cordura y se habían apoderado de mi mente.
Algunas horas atrás había llegado a casa, pero apenas entré a dejar mi mochila en la sala de estar, porque no podía permanecer quieto y pensar en la imagen dolida de mi mejor amiga pidiéndome que la dejara en paz. Necesitaba distraerme, estar en constante movimiento, mantener mi cabeza ocupada para no volver a equivocarme y cometer alguna tontería que empeorara la situación de mi amistad con Beth.
No quería perderla, pero tampoco tenía idea de cómo recuperar su confianza y su comprensión. Mi cabeza estaba hecha un lío y mi cuerpo ya necesitaba un descanso. Mis pulmones buscaban un respiro prolongado porque desde hacía rato que sentía una presión asfixiante atascada en mi garganta.
Llevaba ya más de una hora en el patio delantero de mi casa, metiendo tiros libres en la canasta de 2‚5 metros de altura que había junto a la cochera. Cuando el balón encestó, entró en el aro y cayó hacia el suelo, corrí a alcanzarlo y lo sujeté en el aire. Rápidamente, volví a mi posición para repetir el lanzamiento, y fue en ese instante en que apareció Max, mi amigo de la academia.
—Así que aquí estás, eh. Ya empezaba a preguntarme si te habían secuestrado los extraterrestres, porque ni respondías mis mensajes ni atendidas mis llamadas al celular, viejo.
Le dirigí una breve mirada y no perdí la concentración al elevar el brazo y lanzar precipitadamente el balón hacia el aro de la canasta.
—¿No ves que estoy ocupado? Me estoy ejercitando para el próximo partido, que si no mal recuerdo, será en pocas semanas.
Max notó que había algo inusual en el tono de mi voz, especialmente en mi manera seca y fría de responderle.
—Sabes que no puedes engañarme. Te conozco demasiado bien y detecto que ha ocurrido algo grave, pero no quieres contarme de qué se trata.
Se detuvo junto al tubo que sostenía la canasta y se apoyó en él con los brazos cruzados. Apreté los labios, disgustado, y me puse tenso de nuevo.
—Somos amigos, Asher. Estoy aquí para escucharte, hermano.
Max recogió el balón del suelo y lo lanzó hacia mí para que lo atrapara y siguiera practicando. Al tomarlo entre mis manos, lo boté un par de veces en el asfalto, con los dedos crispados.
—No tiene relación con Elizabeth, Max —dije bruscamente antes de elevar las manos y golpear el balón con las palmas. El mismo salió disparado en el aire y golpeó el aro de metal con demasiada fuerza.
En el instante en que cayó al asfalto, vi su expresión indescifrable mientras miraba hacia el cielo como si estuviera ocurriendo algo que consideraba imposible.
—Ahí está, he dado en el blanco —exclamó con mucho ánimo, y yo le dirigí una mirada de absoluta confusión—. Elizabeth es lo que te pasa, ya decía yo que en algún momento sucedería.
Fruncí el ceño mientras avanzaba a grandes zancadas hacia él.
—¿Qué sucedería qué cosa? Y más te vale que me respondas.
Max se separó del sitio en el que estaba apoyado y vino a mi encuentro. Su comportamiento relajado y tranquilo me puso de los nervios.
—Sabía que terminarías perdiendo la cabeza por esa chica —declaró firmemente, y en su rostro apareció una amplia sonrisa—. Ella te importa demasiado, la quieres.
—Claro que la quiero, es mi mejor amiga y solamente busco que sea feliz, pero... —respondí con rotundidad, pero me interrumpí para contener mis palabras.
—Pero...
Mi mandíbula se tensó y mi semblante se endureció notablemente.
—Pero ella está empeñada en ir a aquella fiesta con su nuevo gran amigo, que es nada más y nada menos que Reagan Rush, el rompecorazones de la academia —solté con furia. Me palpitaron las sienes por el coraje que sentía al solo mencionar su nombre.
No fui capaz de ocultar mi resentimiento ni el fastidio que me producía tener que asimilar que no podría cambiar nada. Elizabeth no me había escuchado antes y no cambiaría de idea por más que yo insistiera en que salir con el imbécil era una pésima idea.
Max me observó perplejo. Sus ojos verdes también se oscurecieron al oír que Reagan saldría con ella. No le agradaba la noticia y no me sorprendía que fuera así; Max y yo sabíamos perfectamente la clase de escoria que era el quaterback del equipo de baloncesto.
—Espero que no pienses permitir que vaya a socializar con nuestro peor enemigo —puntualizó en un tono decidido y autoritario.
Solté una risa amarga y hueca, cargada de ironía.
—Ve y díselo tú, porque a mí no me quiso escuchar y me mandó directo al carajo —espeté, con los dientes apretados.
Oficialmente, había demasiada tensión acumulada en cada músculo de mi sistema nervioso.
—Pero Eli siempre te escucha, debes ir a buscarla, vuelve a insistirle y explícale las razones por las que...
Le corté en seco y me crucé de brazos.
—Ya lo intenté, Max. No sé qué demonios le dijo Reagan que la tiene entre las nubes. Ese idiota, en pocos días, ha conseguido que nos enfrentemos y salgamos peleados y estoy seguro de que eso es lo que pretendía. No tengo dudas de que se le ha acercado para vengarse de mí y fastidiarme la existencia.
Max asintió, viéndose muy convencido.
—Pienso lo mismo; Reagan juró que iba a destruirte, y nada le motivaría más que joderte la vida metiéndose con las personas que significan todo para ti. Ese traidor está planeando utilizar a Eli por el odio que te tiene a ti, es evidente.
—Y he querido advertirle a Beth sobre sus intenciones. El viernes le pedí que se alejara de él, pero hoy todo se salió de control. Ella lo defendió y me dijo que no me metiera en su vida.
Me sentí dolido al pronunciar esas palabras en voz alta. Beth jamás me había hecho sentir de aquella manera.
Max me contempló en silencio y se limitó a escucharme desde su posición.
—Ella dijo muchas cosas, afirmó que no tengo derecho a juzgar a Reagan porque yo soy igual a él. ¿Puedes creerlo? Ella piensa que yo también manipulo y me divierto con las chicas para después abandonarlas.
Mi corazón se oprimía cada vez que mencionaba una palabra. Acababa de notar que jamás en mi vida había experimentado algo como eso. Estaba dolido y me sentía traicionado, pero sobre todo, sentía desilusión porque creí ciegamente que Beth sería la única persona en el mundo que jamás me juzgaría ni pensaría mal de mí.
—Ustedes tienen que hablar y solucionar sus diferencias —sugirió Max tras algunos segundos de análisis.
Yo lo escruté con la mirada y negué con la cabeza.
—No —declaré con la voz ronca y firme.
Ya estaba convencido de que no iba a insistirle ni a pedirle que reconsiderara mi petición, porque la que estaba equivocada y me debía una disculpa era ella.
Desvié la mirada hacia otro punto y esquivé a Max para retomar mis actividades deportivas. Mientras avanzaba hacia la canasta con el balón entre las manos, lo escuché decirme:
—¿Qué dices?
Max reaccionó con horror ante mi última palabra en aquella discusión sin sentido.
—He dicho que no voy a perder más el tiempo con ella. Si no quiere escucharme, que no lo haga; ya no me importa la decisión que tome al respecto, porque de una manera u otra no pienso asistir a esa fiesta de mierda —lo solté con brevedad, pretendiendo ser claro.
—No me creo eso de que no te importa dejar a Beth sola con ese idiota. Es tu mejor amiga, siempre has visto por ella y, sin importar lo que ha dicho, mañana tienes que cuidarla de las malas intenciones de Reagan. Es tu deber, se lo prometiste —insistió Max, repentinamente molesto conmigo.
Una voz distinta a la suya volvió a mi cabeza para atormentarme; sentí el eco de sus palabras en mi mente una y otra vez. Podía oírla diciéndome: «Déjame vivir mi vida y olvídate ya de ser mi salvador, porque al intentar protegerme solamente me estás destruyendo».
Al lanzar el tiro libre, solté el balón con brutalidad y este golpeó un extremo del aro antes de caer de golpe contra el suelo. Al fallar el tiro, maldije en voz alta y me volví furioso para enfrentarme a Max.
—No voy a poner un pie en la casa de ese pedazo de basura, lo detesto y no le daré el gusto de burlarse de mí en mi cara. No tiraré mi honor y mi orgullo por la borda solamente por Elizabeth.
—¿Solamente por Elizabeth? ¿Puedes decirme qué mierda tienes en la cabeza que no me escuchas? Ella lo es todo para ti y la vas a dejar en sus manos solo porque hirió tu orgullo y se negó a escucharte.
Mis puños se cerraron y mis músculos se contrajeron.
—Yo no soy responsable de lo que ella decida. Si ella quiere salir y enrollarse con un tipo que no la va a valorar, pues que lo haga. Me da igual, no es mi problema —sentencié con la voz amarga y gélida.
Las facciones de su rostro se contrajeron de enfado y frustración. Le hice frente y me paré delante de él con una postura intimidante e infranqueable.
—Pues debería importarte, porque hay algo que tú no sabes y que probablemente deberías saber.
Arqueé las cejas y solté un desinteresado:
—¿Qué?
—La semana pasada, en mi fiesta de cumpleaños, los encontré juntos en el salón de la mansión. No oí lo que decían, pero por lo que vi, parecía que estaban discutiendo. Creo que él intentaba forzarla a hacer algo, porque cuando yo aparecí para interferir en su forcejeo, él la liberó y se enfrentó a mí. Yo le espeté que no se le acercara y él se rió abiertamente de mi amenaza, pero cuando le advertí que te llamaría, el muy cobarde salió disparado de la fiesta; al parecer, te tiene miedo.
Su confesión cambió mi perspectiva sobre todo lo que había pensado hasta el momento. Lo había sospechado en un principio, pero ahora no tenía dudas de que esto no era más que una venganza de Reagan por nuestros enfrentamientos en el pasado.
De la nada, me deshice del malestar que me oprimía el pecho y volví a recapacitar, dejando de lado mi estúpida actitud.
—Vale, ya entendí que tienes razón. Elizabeth me necesita y yo no la abandonaré, así que ya está decidido: mañana iremos a la dichosa fiesta de Reagan y estaremos atentos a cualquier cosa sospechosa. Lo vigilaremos y, si en algún momento vemos que le pone las manos encima a mi princesa, haremos que se arrepienta de haberse metido con la persona que más aprecio —declaré con voz severa.
Max levantó la mano con el semblante iluminado de malicia. Yo sonreí ligeramente y choqué mi puño con el suyo para sellar nuestro acuerdo.
***
Después de que Max se fue de mi casa, nos reunimos y cenamos en familia en el comedor. Conversamos un rato y, al llegar la noche, todos nos despedimos y subimos a nuestras respectivas habitaciones. Al entrar en la mía, todavía seguía pensando en ella; había estado en mi mente durante toda la tarde y, incluso en medio de la oscuridad, seguía presente en mis pensamientos.
Después de quitarme la sudadera deportiva, me dejé caer de espaldas sobre mi cama y, al recostar la cabeza sobre la almohada, me quedé mirando el techo, pensativo.
Suspiré agotado por los acontecimientos del día. Había pasado de estar abrazando a mi mejor amiga a salir peleado con ella por culpa de mi peor enemigo: Reagan.
Durante lo que me parecieron horas, intenté quedarme dormido, pero no lo conseguí. No podía conciliar el sueño porque no me sentía tranquilo; estaba impaciente por saber de Beth y por verla de nuevo.
En la oscuridad de mi habitación, encendí mi laptop. Tras desbloquearla, apareció en la pantalla la foto de nosotros dos en las vacaciones del verano pasado. En la imagen los dos aparecíamos abrazados y recostados sobre la arena; ella guiñaba un ojo a la cámara y yo la miraba a ella y sonreía. Cerré los ojos e inspiré hondo, abatido. Echaba de menos esos momentos en los que nada interfería en nuestra amistad.
Coloqué las manos sobre mi cabeza y resoplé frustrado. Ser consciente de que nuestra amistad podría estar colapsando me angustiaba demasiado y me producía un malestar en el interior del pecho. Perder a Beth sería como perderme a mí mismo, y no estaba dispuesto a eso.
Abrí la pantalla de navegación y me metí en YouTube para escuchar la Playlist que habíamos seleccionado juntos. Al oír la primera melodía, volví a sentir la tranquilidad que me había abandonado durante el día.
En algún momento, me relajé y me dormí profundamente, pensando que al siguiente día las cosas entre Beth y yo tendrían que mejorar.
***
El despertador sonó al costado de la cama y tuve que extender la mano para apagarlo.
El amanecer del día martes fue inolvidable para mí, porque fue una de esas mañanas impredecibles en las que despertaba con un dolor de cabeza insoportable.
Mientras me preparaba para salir al colegio, las punzadas se volvían más y más constantes, insufribles y molestas, hasta el grado de nublarme la vista y hacer que la habitación me diera vueltas.
Al bajar a desayunar, tuve que disimular que me sentía bien para no preocupar a mi madre, pero antes de salir de la casa, decidí comentarle que me diera una aspirina porque me sentía un poco mal. Ella me hizo algunas preguntas, pero yo insistí en decirle que me había pasado toda la tarde haciendo deporte en el patio y que seguramente el dolor se debía al tiempo que estuve bajo la intensa luz solar y al esfuerzo al que me sometí. Al final, pude convencerla y me dejó irme con la condición de que, si me sentía peor, le informara a los profesores para que ella pudiera pasar por mí y llevarme al médico. Algunas veces, mi madre exageraba las situaciones de innumerables maneras.
Tras media hora de trayecto hacia la academia, el dolor de cabeza fue disminuyendo hasta evaporarse por completo. Llegué justo a tiempo a la primera clase del día e intenté concentrarme en la voz del profesor mientras nos explicaba algo sobre los teoremas de los científicos más conocidos.
En cada una de las clases me sucedió lo mismo: llegaba, me sentaba, apuntaba la fecha y el título en mi cuaderno, pero cuando la clase daba comienzo no lograba concentrarme. Mi mente viajaba a un universo en el que quería separar a Beth de Reagan y llevarla lejos para protegerla y cuidar de ella. Podía sonar absurdo, pero nos imaginaba a los dos juntos, agarrados de la mano, volviendo a ser los mejores amigos más felices y contentos del universo. Mi cabeza reproducía imágenes animadas de nosotros haciendo todas las cosas que salíamos hacer cuando estábamos juntos. Sí, "raro" era la palabra exacta para definir mis animaciones imaginarías.
Los segundos, los minutos, las horas, la mañana y el día transcurrieron muy rápido; todo sucedió tan apresurado que fui incapaz de recordar qué hice en las ocho horas de materias impartidas. En mi cabeza solo había un pensamiento constante: Encontrar a Beth, hablar con Beth, abrazar a Beth, golpear a Reagan si lo veía cerca de Beth y volver a amenazarlo como la última vez que nos enfrentamos.
Finalmente, a las dos de la tarde, salí de la academia con la mochila colgando del hombro, avanzando apresuradamente entre la multitud de estudiantes que salían de sus aulas.
Quise llegar a tiempo para alcanzar a Beth y hablar con ella, pero después de atravesar la entrada, cuando apenas iba bajando los escalones, visualicé que el autobús escolar acababa de ponerse en marcha y, a través de una de las ventanas laterales, pude verla.
Me detuve antes de pisar el último escalón y sentí que todo lo que quería decirle se esfumaba de mis labios porque había llegado tarde.
—¡Maldita sea! ¡Joder! —musité enfadado, mientras enredaba las manos en los mechones oscuros de mi cabello.
Después de culparme por no haber podido alcanzarla y de ser el peor de todos los amigos, terminé rindiéndome y pensé que lo mejor sería asistir a la fiesta, encontrarla allí y forzarla a aclarar las cosas de una vez por todas. Hablaría con ella amablemente y le expresaría mis más sinceras disculpas.
Tendría que perdonarme si le era del todo honesto, ¿no?
De camino a casa, practiqué mi monólogo completo e intenté memorizarlo. Al aparcar mi motocicleta en el garaje, escuché que mi madre me llamaba. Entré y la encontré sentada en el sofá leyendo algunos expedientes. Ella me preguntó cómo me encontraba y le dije que ya no sentía ninguna molestia. Su expresión reflejó alivio y me lo hizo saber con una amplia sonrisa. De un segundo a otro, pareció acordarse de algo importante, se incorporó y salió apurada de la estancia. Vi que entró a la cocina y la seguí.
Me comentó que había dejado la sopa calentándose en la estufa y asentí. Ella me preguntó cómo me había ido en el colegio y le respondí que fue un día tranquilo en pocas palabras. Entonces, continuó preparando la comida mientras me contaba una de las anécdotas de su vida como estudiante. Me quedé allí escuchándola y le ayudé a preparar la ensalada. Al terminar, mi madre llamó a Alen para que bajara a comer y nos sentamos los tres juntos en la cocina para disfrutar de los exquisitos alimentos que había preparado la mamá más maravillosa del mundo.
Ese mismo día, al llegar la tarde, específicamente al dar las seis, le envié un mensaje a Max diciéndole que nos veríamos en la casa del idiota de Reagan para entrar juntos a la famosa fiesta. Cuando llegó la hora de irme, le dije a mi madre que saldría con Max y ella me pidió que no regresara tarde. También mencionó que mi tía Margaret la había llamado para pedirle que cuidara a sus dos hijos pequeños porque tendría una cena de negocios, así que mi madre se llevaría a Alen y se irían juntos a la casa de mi tía. Me informó que mi padre pasaría por ellos al siguiente día y que yo sería el único que se quedaría en casa esa noche. En ese momento no le tomé mucha importancia a aquello, pero más tarde agradecí haberme quedado solo.
Al salir de la casa y subirme a mi motocicleta, me costó ignorar el hecho de que Elizabeth podía estar de camino a la fiesta. Así que, antes de salir de la comunidad, pasé delante de su casa y me fijé en que las luces de su habitación todavía estaban encendidas, lo cual indicaba que aún no había salido.
Pude detenerme allí y esperar a que saliera para conversar con tranquilidad, pero tuve un presentimiento fuerte de que no debía enfrentarla en ese lugar, porque al hacerlo no la detendría y ella se marcharía de igual manera. Decidí seguir el plan que tenía con Max y aumenté la velocidad en mi motocicleta para incorporarme al tráfico nocturno y recorrer los dos kilómetros restantes en el menor tiempo posible.
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