Historia 16- "El grupo de ciclistas"
A Ezequiel le encantaba andar en bicicleta y se había apuntado en una mini carrera que se iba a realizar en su pueblo, el cual estaba rodeado de montañas altas que formaban un bello paisaje. Él y unos amigos practicaban por la ruta, donde eran catorce kilómetos de ida y vuelta, al final de esta había un pueblo turístico que tenía dos extensos y preciosos lagos que incluían una enorme cascada.
A comparación con la ruta en la que era la carrera, esta era minúscula. La ruta de competición solamente la ida eran catorce kilómetros, lo que sería solamente una ida y vuelta de la que ellos recorrían.
Un día, que el sol brillaba y el cielo estaba despejado, los amigos de Ezequiel le propusieron organizar un pequeño grupo con los ciclistas que iban a participar para practicar por la pequeña ruta. Ezequiel estaba contento, no había ninguna otra cosa más fascinante que andar en los grupos de los ciclistas aunque estos no eran unos verdaderos ciclistas, eran personas comunes y corrientes que les encantaba tanto como a él andar en la bicicleta.
El chico tenía todo el conjunto deportivo apto para andar en bicicleta, tenía los pantaloncillos, las gafas, el caso, la musculosa e incluso unos guantes que ayudaban a que las manos no se lastimasen ni se raspasen. Además, tenía una lujosa bicicleta que le había costado mucho dinero: era una profesional.
El grupo había quedado de acuerdo en juntarse el sábado por la mañana alrededor de las cinco de la mañana, cuando el sol apenas estaba saliendo. Se iban a encontrar en el bar de la esquina, que anunciaba el comienzo de la ruta. Uno de los chicos, Mauro, era dueño de aquél bar y les iba a regalar botellas de agua. Mauro era uno de los dos amigos de Ezequiel, el otro era Mateo, otro fiel aficionado al ciclismo, ambos estaban apasionados por este deporte y a todos lados iban con su bicicleta. En total eran quince los que iban a participar de la carrera pero solamente doce podían juntarse a practicar.
— ¿Están listo?— preguntó Gabriel, el que se había ofrecido para dirigir al grupo. Él era uno de los organizadores de la carrera y le parecía muy buena idea hacer una práctica, siempre y cuando no sea en el lugar donde se iba a realizar la verdadera carrera— Apúrense, si no se nos va a hacer tarde.
Pies en los pedales y manos en el manillar, los doce ciclistas, incluido Gabriel encabezando la caravana, movían las piernas ágil y rápidamente. Si solamente daban dos pedaleadas, ya habrían pasado una cuadra pero, en este cambio, debían de tener más fuerza. A pesar de que estaban muy bien entrenados, transpiraban; era primavera pero en el pueblo primavera parecía verano y verano... parecía una estación en la cual no había persona que no sufriera el insoportable calor.
Arriba y abajo, arriba y abajo y seguían avanzando. Nada ni nadie los iba a detener, hasta que de pronto, otro grupo de ciclistas que los superaban en cantidad y llevaban las mismas bicicletas con las mismas pegatinas y colores, los mismo cascos; pantalones y guantes; gafas y zapatillas... ¡Parecían clones! A Ezequiel le llamaron la atención, pues eran más veloces que ellos y ya los habían pasado en cuestión de segundos. Llamó a Gabriel, quien dio el aviso a todos.
— ¡Unos ciclistas muy parecidos a nosotros nos han pasado! ¡HAGAMOS ALGO!— rugió mientras estallaba en risas, pero luego se acordó que debía mantener la respiración regulada y se cayó.
Todos apuraron el paso o mejor dicho, el pedaleo en busca de los ciclistas iguales. Eran alrededor de quince y todos eran iguales.
—Se han ido, son personas muy extrañas— murmuró Ezequiel, mientras seguía el ritmo de sus compañeros.
Ya habían pasado quince minutos y todos estaban alterados, al paso que iban ya debían de haber pasado al otro grupo pero en cambio, no los encontraban ni había señales. Gabriel escuchó un ruido que era similar a los que hacían los autos que chocaban entre sí, se volteó y vio a los quince ciclistas tirados en el suelo. Metió freno y todos los demás que iban detrás de él se chocaron y trastrabillaron.
— ¿Qué pasa? ¡Avisa la próxima vez!— se escuchaban las quejas de los demás.
Gabriel les hizo señas a los demás para que se voltearan y los demás le hicieron caso. Se quedaron boquiabiertos excepto Ezequiel, quien no podía mover ningún músculo. Los gritos de "¡llamen a la policía!, y ¡llamen a la ambulancia!" no cesaban, todos estaban sombrados y a la vez asustados. Mateo era el único que reaccionó a tiempo para sacar el celular y marcar el número de la policía, la ambulancia y los bomberos, por si acaso. Todos propusieron ir en busca del auto que chocó y que un pequeño grupo vaya a ver como estaban los ciclistas, nadie se opuso. Marcos con Gabriel juntaron a cuatro personas más y se fueron en busca del auto, Ezequiel y Mateo se quedaron con otras cuatro personas para revisar si los otros ciclistas estaban heridos o... muertos. De tan solo pensarlo, Ezequiel se estremeció, nunca había visto a alguien muerto y tampoco deseaba hacerlo. Le indicó a Mateo y a los demás que lo siguieran, fueron hacia donde estaban los ciclistas que parecían clones y se pusieron en cuclillas para estar a la misma altura que ellos, quienes estaban tirados en el asfalto de la ruta. Las montañas los rodeaban y corría un viento refrescante que tranquilizaba a los chicos. El mismo viento que refrescaba a los chicos ululaba y a la vez daba un toque siniestro al lugar.
— ¿Alguien está vivo?— preguntó Mateo quien se estaba sacando las gafas negras y el casco amarillo y anaranjado fluorescentes.
Ezequiel sacó su celular de la riñonera y marcó el 911, siguió las indicaciones que le decía la chica y denunció el caso. Al cortar la llamada, se imaginó a sus otros compañeros que se habían ido en busca del auto, ya hacía un poco que se habían ido pero al ritmo que estaban acostumbrados a pedalear ya habían regresado. Podían encontrar al auto y denunciarlo o no podían encontrarlo y esperar a que llegase la policía. Fue hacia donde estaban los ciclistas en el suelo, ya que se había apartado para hablar con la policía pero al llegar no estaban los ciclistas.
— ¿Qué ha pasado?— preguntó inquieto ¿cómo se podían ir así sin más si estaban heridos?
—Se han ido, nosotros fuimos a mover las bicicletas a donde hay césped— señaló a un costado de la ruta donde se encontraban las bicicletas—, al volver ya no estaban. No hay rastros de nada, parece como si se hubiesen esfumado.
Esfumado. Se habían esfumado. Ya era la segunda vez que se habían ido, la primera vez cuando los pasaron en la ruta que eso se podía entender pero heridos nadie se puede esfumar... ¿O sí?
Al cabo de media hora, cuando los chicos se estaban exprimiendo el cerebro buscando alguna explicación, aparecieron Gabriel, Marcos y los otros cuatro ciclistas. Se los veía agotados y transpiraban mucho. Al ver que los ciclistas atropellados no estaban se pararon en seco boquiabiertos.
— ¿Qué ha pasado?— preguntaron todos al unísono.
Les contaron que se habían esfumado, que se descuidaron por tan solo un par minutos y ya se habían ido, lastimados y quizás algunos a punto de morir. Se habían ido sin dejar rastro.
Después de una hora, la policía llegó y ellos les mintieron de que también habían llamado a una ambulancia y que ya los habían recogidos, pero según la descripción de Ezequiel, los ciclistas eran veinte y veinte personas con sus respectivas bicicletas no entraban en una sola ambulancia. Vinieron más de una, les respondió sin pestañear, pues él pensaba que si lo hacía iban a desconfiar de él. La policía les prometió que iban a encontrar al auto y eso los tranquilizó, y a la vez los espantó.
Volvieron por la ruta, pero con la diferencia de que iban aún más rápido y nadie hablaba ni comentaba y menos hacía chistes, estaban asustados. Al llegar a la entrada en el pueblo, cada uno se fue por un camino distinto, no se despidieron ni nada, tan solo se fueron.
Al llegar a su casa, se sacó la ropa que ya estaba sudada y se metió en la cama. Al despertarse, luego de dos horas, se quiso levantar pero no pudo, unos tubos se le metían en la piel, unos tubos donde al final tenían una pequeña aguja: le estaban inyectando algo. Las sábanas de esa cama eran blancas al igual que toda la habitación, había una bicicleta y ropa tirada en un sillón iguales a las que llevaban los ciclistas en la ruta. ¿Qué hace eso ahí si no es mío?, se preguntaba. Ya cansado de no poder hacer nada, jaló de las sábanas blancas y se espantó al ver lo que no había. No tenía piernas y no estaba en su casa... estaba en un hospital.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro