[Day two] ❝Estrellas❞ |InasaFem|
❝Te amé como Icarus amaba a el sol, demasiado cerca, demasiado❞
La mujer de cabellos oscuros observa tranquilamente la figura infantil, posando su pálida palma sobre la piel blanca del infante. Los sonoros suspiros son escuchados, mientras aquel cabello largo se balanceaba contra la oscuridad de la noche, brillando cual bóveda celeste.
— Las estrellas son muy lindas, ¿no es así mamá? — Pregunta con aquella voz chillona tan característica, observando decaída como el tanque de oxígeno se posicionaba con dificultan cerca de la antes mencionada y aquella adulta comenzaba a respirar con dificultad.
— Inasa. Mi linda y preciosa Inasa — Ambos mofletes son tocados con delicadeza, el color rojizo se implanta en el puente de la nariz de la avergonzada pequeña, sintiendo la calidez que las diminutas manos transmitían a su ser—, tú siempre serás mi pequeña gran galaxia.
Desconcertada por aquellas palabras sin contexto la azabache aparta las palmas que obstruyen su campo de visión. Con delicadeza se levanta, intentando no arrugar su vestido de pijama. Por un momento nota la imagen que su madre esta proporcionando y sin más, Yoarashi se queda sin habla al contemplarla. Su cabello negro atrapa la galaxia en sus hebras y las pecas esparcidas por todo el inmaculado rostro se convierten en polvo estelar; sus ojos hacían parecer que las estrellas no brillan con suficiente intensidad. Su madre, su querida progenitora, aquella que parecía haberse convertido en el universo mismo y acunar en su belleza, las raíces del recóndito de lo desconocido.
Ella era extremadamente bella, demasiado como para ser cierta.
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Tenía diez años en el aquel entonces, fue a mediados de julio cuando pudo ver como los puntos estelares comenzaban a caer del cielo, volviéndose soles fugaces. Yoarashi Inasa se convirtió en Icarus aquella noche, donde por primera vez, se enamoró de una estrella que era más brillante que el sol. Pero justo como aquel, amarla solo significaría su perdición.
Era la quinta vez que su tía le gritaba desde el primer piso esa noche, el olor a madera mojada se esparcía con parsimonia por el ambiente tórrido, y ella ya se sentía mareada de dicho suceso. La fragancia del pastel de arándanos y café lograban que el vómito se colará en su paladar, acumulándose en la boca del estómago, esperando ansioso por ser liberado.
Iracunda agarra las tijeras que puede observar en una de las repisas de la habitación, comenzando a pasarla con fiereza contra sus hebras color carbón, lágrimas surcaban los grandes orbes y la culpa comenzaba a emanar en su alma. Se estaba arrepintiendo de aquella situación que con gozo había comenzado, pero era imposible parar, porque Inasa odiaba ser el vivo retrato de su difunta madre y aquel anterior largo cabello, era la prueba de la efímera existencia de la mujer que la procreó, la cual al final la abandonó; incapaz de confrontar a la hermana del padre que nunca conoció, escapa hacia su habitación, intentando contener la pesadez del sueño que el insomnio estaba creando en su pequeño cuerpo.
Las luces del hogar son apagadas poco después de que cambia sus ropas por su pijama, los pasos exteriores rechinan contra la madera y la descuidada alfombra de terciopelo de segunda, murmullos son acallados por las paredes conviertas de crayolas y tapiz floreado. Por un ápice de tiempo, Yoarashi jura haber escuchado como le deseaban una feliz noche, aunque realmente poco le llegaba a importar. No necesitaba ese tipo de aprecio, lo repudiaba.
Inasa rodea su habitación, buscando uno de los libros antiguos que había en aquella alcoba. Cuando lo encuentra, intenta jugar con la obra que palpaban sus insignificantes manos y siendo esta, la que solían leer los adultos, relatando historias con un lenguaje demasiado confuso. Dicho libro no tenía ni dibujos a color, ni brujas que otorgaban manzanas envenenadas a jovencitas que se llegaban a tomar en su andar y entonces, a sus diez años se pregunta la razón esencial de leer aquello. Aún a pesar de ese pensamiento no aparta el material, en el fondo el deseo de ser adulta la invade y a sus ojos, el poder entender los garabatos que ahí se planteaban, ayudaría que su tarea fuera más fácil.
Duró horas intentando acoplarse a la extraña lectura, aunque aquellos esfuerzos no ayudaron de mucho, pues después de enterrarse en la cúspide del aburrimiento decide escapar de aquella ilusa realidad, donde las ilustraciones no existen en los libros populares y los dibujos son solo sueños plasmados en libros de infantes.
Los puntos estelares reciben su presencia emocionados, otorgando el brillo de sus más finos satélites centelleantes como ofrenda al ser observados por la infante impoluta, era la primera vez en mucho tiempo en que ellas no eran miradas con tristeza, si no con anhelo. Aunque lo que pasa luego de aquello, logra que su imaginación florezca rápidamente.
Una estrella fugaz comienza a pasar cerca de la órbita terrestre, demasiado cerca. Incapaz de controlarse, la fuerza de atracción gravitacional atrae al cuerpo celestial a la tierra, empujándolo con fuerza a través de la capa de ozono; el punto brilloso cae rudamente contra los árboles que reposan cerca de su vivienda en el campo. Decidida Yoarashi, invadida por la curiosidad, decide ir a observar.
Las botas de goma se impregnan del barro de los charcos que se encuentran a su alrededor, la suave ventisca eleva los cortos cabellos, logrando obstruir su vista y haciendo que se tropezara unas cuantas veces; cuando al fin llega, nota como un bicolor algo mayor que ella la observa curioso, como si un humano fuera lo más extraño del mundo. Inasa solo tiene que observarlo a los ojos para comenzar a hablar.
— ¡Chico bicolor! Tú me recuerdas a algo — Exclama sonriente. Olvidando que él era un desconocido.
— ¿Qué cosa? — Pregunta con su voz apagada, intentando descifrar si lo que se encontraba ante él era hombre o mujer.
— Estrellas.
El silencio reina entre ellos. Sin más la joven se acerca, sacando a relucir lo pequeña que era ante el inhumano ser. Lo único que puede pensar Shōto, es que aunque fueran de diferentes galaxias, la fuerza de atracción de aquella niña lo sacaba lentamente de órbita y no podía mentir, por el padre sol, le gustaba ese sentimiento cálido que nace eterno en su interior.
Porque las estrellas creen en el amor eterno y a primera vista.
La energía que emana Shōto quema, hace que la delicada piel de Yoarashi arda y sienta derretirse como cera de vela contra la llama más eterna.
— Así que usted es el señor estrella — Es lo primero que dice por primera vez desde que ambos se sentaron en la insignificante colina de pasto.
— Me llamo Shōto — Corrige lejos de estar molesto.
— Yo me llamo Inasa Yoarashi, ¿alguna vez te has enamorado, Shōto? — Es lo primero que le interesa saber, aunque al bicolor le parece algo extraño no dice nada, porque muy en el fondo entiende, que era Inasa siendo simplemente Inasa.
— Sí.
— ¿Era otra estrella? — El asiente ante la pregunta.
— Ella se extinguió hace milenios.
— ¿Cómo era? — Inasa lo observa por el rabillo del ojo, grabando las facciones del contrario en silencio. Aquellos ojos sin vida, le recordaban a los de su madre.
— Era como, bueno, tan cálida, fría y a la vez tan efímera.
— ¿Cuál era su nombre?
— Ochako, una estrella del norte — Por un momento los orbes de diferente color brillan, para luego extinguir su luz. Él habla de ella como si fuera quién le pone las estrellas en el cielo.
— ¿Y yo que soy, Shōto?
— Acabamos de conocernos, humana.
— Mamá decía que las primeras impresiones dicen mucho.
— No lo sé.
— Si Ochako era una estrella, ¿yo que vengo siendo para ti? — Shōto piensa detenidamente la respuesta y después de un tiempo en silencio, responde seguro de su argumento.
— Una galaxia entera.
Las mejillas se tornan rosadas y solo puede soltar un gimoteo como respuesta. Para Shōto los humanos podían ser bastante raros; sin más las luciérnagas comienzan a salir de su escondite y a juntarse al rededor de ambos seres, siendo estos simples hijos de la tristeza.
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Cuando la mañana comienza a emerger, aquellos aliados entienden que es hora de decir adiós. Porque el sol es la única estrella que rige en el apogeo del día, aquellas que intenten ir en contra de él, serán extintas por el dios que todo lo ve.
— No te vayas, Shōto.
— Moriré — Responde sin pena o remordimiento alguno.
— ¿Qué debo hacer cuando te vayas?
— Solo busca las estrellas y piensa que no me he ido.
Él se aleja rápidamente, convirtiéndose en el punto centelleante que siempre ha sido. Y ella promete jamás olvidar a tan fría y cálida estrella.
— Ina, ¿qué haces allá afuera? — Pregunta su tía aún cansada, bostezando lentamente. La mencionada la observa mientras se acerca.
— Contemplo las estrellas y hablo con mi amigo Shōto — La adulta cree que habla de algún amigo imaginario, así que sonríe mientras toca los cortos cabellos, sorprendiéndose al observar el gran cambio.
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