18.
[..]
—Joder, hermano, levántate ya de ahí —Alejandro se ríe, pero las esquinas de sus ojos no terminan de sonreír, y suena más como uno de sus sollozos camuflados en una sonrisa, porque juraría que veo sus ojos llenarse de lágrimas.
Estoy apenas despertando cuando escucho su voz, y lo veo sentado justo frente a Elio, mi hermano menor, y también su mejor amigo. Veo toda la escena, a Elio todavía sedado y a Alejandro tomarle de la mano. Lo veo como en un sueño, uno que me había imaginado desde el momento en que la noticia de su enfermedad fue diagnosticada.
Tengo que frotarme los ojos para despertarme y ver mejor, y sólo así darme cuenta de que también están Eddie y Leo parados al otro lado en la misma habitación que yo.
Me levanto de golpe.
—¿Dónde está mamá? —murmuro, pero debido a lo somnolienta que aún me encuentro, mi voz se oye muy baja y ronca.
Alejandro me mira, aunque no parece entender lo que dije.
—Lily, ¡gracias a Dios! Duermes más que un bebé.
—¿Estás bien? ¿Quieres que llamemos a tu madre? —Eddie se interpone entre Alejandro y yo, y me da un gran abrazo—. Joder, Lily, nos tenías muy preocupados.
He de decir que entre los Balde, Eddie era el más cariñoso, y por ser el mayor, también el más sensato e inteligente. Mi relación con Eddie era estrecha gracias a lo expresivo que era, pero con Alejandro existía una conexión de pequeños que estuvo más presente en mi infancia. Por eso, observo a Alejandro y no hace falta que digamos una palabra, él entiende perfectamente lo que estoy sintiendo.
—Estoy... —trato de hablar sobre el pecho de Eddie, pero no consigo finalizar la frase, porque no estoy bien.
No estoy bien.
Eddie me suelta y me mira, traga saliva cuando se da cuenta de la mirada que le lanzo a su hermano, de la mirada que su hermano me lanza.
Cuando estoy presenciando la escena de mi hermano y Alejandro, no puedo evitar imaginarme la vida que podría haberle tocado a Elio, podría haber acabado igual que Alejandro, en un club de fútbol prestigioso, porque no le faltaba talento.
Ambos, desde pequeños habían sido muy amigos gracias al fútbol, aunque Alejandro solía dedicarse más de atleta que futbolista. Su verdadera vocación lo descubrió cuando mi hermano le enseñó la pasión de jugar el fútbol, o al menos eso era lo que Alejandro solía decir.
Ambos podrían haber acabado en la cima, juntos.
Y sin embargo, ahí estábamos. Alejandro completamente sano, incluso más de lo que se consideraría normal, y Elio tumbado en una camilla del hospital, con su cuerpo en metástasis.
Desearía poder gritar, y desearía no odiar a Alejandro en éste momento por tener una vida tan plena y perfecta. Desearía no odiar al destino por elegirlo a él, de entre tantas personas malas que realmente lo merecen más. Desearía no tener estos pensamientos ahora mismo, porque... estoy colapsando.
—Los dejo solos, tal vez si le hablan de chicas se despierte —trato de bromear, pero soy consiente de que se me nota la tristeza, y las ganas de abandonar ese lugar.
Me levanto del sofá en el que me había quedado dormida, y cruzo la habitación hasta la salida. Paso de largo a Leo, aunque noto su batalla interna entre hablarme o no, mueve su mano hacia mí cuando camino cerca de él, pero no me toca, y yo ni siquiera le doy un saludo.
No entiendo por qué está aquí, incluso me sorprende, y aunque ahora no sea importante, siento algo de vergüenza por lucir así de desastrosa como lo hago, porque me hubiera gustado mostrarle una versión más feliz y sana de mí misma, ahora que apenas iniciamos en conocernos.
Pero lo ignoro, y consigo salir por la puerta hasta cerrarla, para sólo entonces soltar todo el aire que retengo y dejarme caer. Me sujeto por la pared mientras el ataque de ansiedad se adueña de mis sentidos, estoy deslizando mi cuerpo hasta que mis rodillas toquen las baldosas frias del hospital, aunque me quede atascada en un sólo sitio, empiezo a llorar.
Porque acabo de despertar en una puta pesadilla.
—Lily —la voz de Leo suena profunda, grave, como una versión suya muy diferente a la que conocí minutos antes en el balcón de Alejandro—. Lo siento mucho.
Me duelen, sus palabras me afectan. Eso era lo último que esperaba escuchar la noche anterior, no esperaba que la gente sintiera lástima por la vida que me tocaba, mucho menos un millonario tan famoso como él. Me levanto y salgo corriendo hacia el elevador.
—¡Espera! ¿Lily?
El elevador está por cerrarse, pero él me alcanza. Una vez más, sonrío débilmente al pensar que, por eso odio a los deportistas. Leo trata de respirar con normalidad, aunque todavía sigue agitado por la carrera.
—Yo, perdón que haya venido, yo... sólo estaba... preocupado por vos.
Trago saliva y lo observo frente a mí. Nunca estuve tan feliz y tan triste. Es decir, yo lo admiraba, y sentía que una pequeña cosa estaba existiendo entre él y yo la noche anterior, sentía que podíamos ser amigos... Pero ahora ya no había lugar en mi imaginación, para que una vida en España sea posible, no hasta que Elio se recuperara en Francia.
No podía contar con hacerme amiga de un futbolista tan famoso y lleno de futuro, mientras mi hermano sufría.
Mi lugar no era ahí, mi lugar no era cerca de gente feliz, porque yo no era feliz. No tenía sentido seguir este juego entre los dos.
Me había jurado no tener contacto con ningún amigo de Alejandro, ningún jodido futbolista, y otra vez había fallado.
—Gracias, pero no deberías estar aquí —respondo, con un ligero temblor en la voz.
Leo se mete al elevador conmigo, y ambos bajamos a la planta baja.
Puedo ver cómo su respiración vuelve a la normalidad, me está mirando todo el trayecto de treinta segundos en el elevador, sin decir nada. Hasta que llegamos y el elevador hace un sonido indicando que las puertas serían abiertas.
—No hay otro lugar donde quiera estar —responde finalmente.
Y me toma de la mano, y me lleva a quién sabe donde. Y quién sabe el por qué lo dejo hacerlo. Leo saca una gorra de algún sitio, ni siquiera me había dado cuenta de que lo llevaba, hasta que se lo pone en la cabeza, y consigue ocultar la mayoría de su rostro al bajar la mirada.
Caminamos por el hospital hasta alcanzar un pequeño espacio de oración para los enfermos. Me quedo de piedra, observando a las personas que lo rodean. Son muchas personas tristes.
No quiero ir más allá, junto a tantas personas tristes, así que suelto la mano de Leo, e inmediatamente noto la ausencia de su calor. Él se detiene a mirarme.
—No sé cómo sea en España, pero en Argentina, supongo que predomina mucho la fé. Mi abuela siempre me hablaba de que la fé mueve montañas —comienza a hablar, tiene que cuidarse de levantar mucho la mirada para que la gente no lo reconozca—. Mi abuela tenía fé en mí. Y ahora soy lo que soy gracias a ella.
—Pues tu abuela debe estar flipando, te has convertido en el mejor del mundo —comento, una sonrisa ladina se me escapa.
Leo hace una mueca que no consigo comprender, mira hacia arriba, y noto la barba crecida de unos cuantos días, también puedo ver su rostro por completo, aunque por suerte soy la única que lo nota.
Está sonriendo con los labios apretados. Siento que se guarda algo más.
—Bueno, está allá arriba ahora, y supongo que tuvo razón.
Oh.
—Lo... siento, yo no tenía... idea.
Acabo de meter la pata.
—No importa —dice, y vuelve a esconder el rostro—. El caso es, tal vez el ser humano es incapaz de sobrevivir sin un poco de... fé.
Su mirada se dirige al pequeño santuario, en donde la gente dejaba cartas, o se acercaba para lavarse las manos en una pequeña fuente en donde se alzaba a la vista la figura de una virgen vestida de azul, con una corona de doce estrellas. Estoy bastante impresionada por el realismo de la escultura, pero me impresiona aún más el bello matorral enredado en flores, que la rodea, y el agua cayendo en cascada hasta llenar la pequeña fuente.
La pequeña multitud de personas tristes simplemente se acerca a tocar todo lo que consiga.
—No sé cómo decirlo pero... no soy muy devota de... ésto. —Me encojo de hombros señalando con la cabeza hacia la imagen de la virgen.
—Lo entiendo —me dice, después se acerca a la imagen sigilosamente, toma una de las flores y luego de observar a la virgen, termina por acercarse a mí.
Pienso que va decir algo, o incluso me lo imagino comenzando a rezar, diciendo alguna cosa de esas. Aunque mis padres me criaron sin obligarme a practicar ninguna religión, nunca me he sentido incómoda o molesta al ver la vida de los demás que sí lo practican, a veces incluso me preguntaba si realmente les ayudaba en algo, o vivían pidiendo milagros por siempre.
Si vivían creyendo que algún día Dios, o lo que sea, los escucharía. Y si no lo hacía nunca.
—No tienes que hacerlo —dice Leo, entonces me acerca la flor que acaba de tomar del jardín.
Dudo en aceptarlo. Pero finalmente decido cogerla con los dedos.
—¿Entonces qué tengo que hacer?
Leo está sonriendo, y me mira, apenas puedo ver su sonrisa bajo la sombra del gorro.
—Tener fé.
Sus palabras me causan un nudo en la garganta. No sé cómo explicarle que esa palabra dejó de existir para mí hace tiempo. Sus ojos brillan de una forma en la que, me cuesta pensar en la idea de siquiera demostrarle que la vida es más oscura de lo que su abuela le hizo creer.
Que las cosas a veces no son tan simples.
—¿Y eso sirve de algo? Quiero decir, Dios ya ha escogido condenar a mi familia, ha escogido a mi hermano, y no hay forma de que esto se acabe.
Mi voz se ha quebrado a la mitad de la frase, y el nudo en la garganta ha causado que se me inunden los ojos de lágrimas, quiero reprimirlas, pero me es casi imposible. Desearía que Leo no hubiera sido testigo de nada de ésto, de lo oscura que podía ponerse la vida.
—Cuando era muy chiquito, solía decirle a mi abu que estaba un poco chapita —Leo se recuesta por el borde de uno de los pilares que rodeaba el santuario, cuando lo hace luce más relajado que antes.
—¿Y eso qué significa?
—Algo así como estar muy loca.
Me río, y él me acompaña con su risa. Entonces me acerco a él para apoyarme en su hombro, juntando mi espalda contra el pilar.
—Yo no creía en mí mismo, tenía el autoestima algo destruida por los chicos de mi barrio, pero ella... me veía de una forma que nunca nadie lo hizo jamás, ni siquiera mis padres, o mis hermanos... Ninguno de ellos me creía capaz de... ser alguien.
—Dicen que eras muy bueno de pequeño —añado algo curiosa.
Me cuesta imaginarlo siendo un fracasado porque, tenía toda la pinta de tener el camino fácil. Pero he aprendido gracias a Pedri, que dejarme llevar por una sola apariencia podría resultar en un error. Así que lo observo expectante a su respuesta.
—Lo era, pero no lo sabía, no lo creía. Mis padres me ocultaron por años lo bueno que podía llegar a ser, porque no conseguían creer que nadie de la familia llegara a salir de Rosario, salir del pueblo pobre.
Siento la necesidad de levantar la cabeza de su hombro para admirar la expresión de su rostro, había algo en su mirada que me comunicaba nostalgia mezclada con rencor, aunque por la forma en que me lo contaba, con esa voz que sólo transmitía tranquilidad, al mismo tiempo me hacía pensar que ya lo tenía más que superado.
—¿No tenías idea de que eras bueno?
—No, osea, no hasta que mi abuela se lo dijo a un entrenador del barrio, y me dejaron jugar contra unos chicos un poco más mayores. El fútbol era todo lo que me hacía feliz.
—¿Era?
Leo se ríe.
—Lo es, lo sigue siendo. Pero no todo fue perfecto, tiene sus complicaciones.
—Debe ser complicado ser un millonario ¿Eh? —bromeo, y trato de que no suene a ningún comentario despectivo, lo cual lo hace sonreír.
—Es horrible levantarme por las mañanas y no tener idea de cuál tienda ridículamente costosa comprarme el próximo par de ropa y el próximo coche deportivo.
Estamos sonriendo de forma cómplice, pero noto cómo una lagrima rebelde se me escapa. Si Leo lo ha notado, decide no decir nada al respecto.
—Tenía una enfermedad, que no me permitía crecer de forma normal, y era tan pequeño que a veces dudaban en meterme a jugar contra equipos en donde los chicos eran bastante altos comparados conmigo.
—¿Cómo de pequeño? —Sonrío.
—Pequeñito, como una pulga.
Me suelto a reír, y es entonces que me limpio el rastro de lágrimas de los ojos. Leo sonríe, y acerca una de sus manos a mis mejillas para ayudarme a secarlo por completo. Tiene los ojos más felices que pude haber visto en mi vida, y por un segundo deseo que los míos se vean igual, deseo sentirme con tanta paz como la que Leo me transmite cada vez que nos cruzamos, y de alguna forma incluso me siento más relajada.
—Entonces, pequeña pulga ¿Qué sucedió después?
Su mirada bajó al suelo.
—Sólo el dinero logró curarme, ayudarme, al menos. Sin dinero, no podía llegar a ninguna parte, no en mi barrio, pero todo ese dinero tardó en llegar, fue como un largo camino lleno de piedras. Como una montaña que parecía nunca moverse.
—Pero la fé mueve montañas, ¿no es así?
—La fé de mi abu, movió cada montaña de mierda que se atrevió a ponerse en mi camino.
—Mhm —asiento, y para éste punto soy incapaz de apartar la mirada de sus ojos. Y deduzco que le está sucediendo lo mismo conmigo.
Nuestro alrededor es un completo desastre. Un panorama triste y deprimente, donde vemos a personas llorando, de rodillas en el borde de una figura majestuosa de una virgen, y un par de personas más, rezando en voz baja, tocando parte del manto de la figura, incluso también con los pasillos llenos de gente enferma, sintiendo que muy probablemente, Dios los ha abandonado.
Cuando todo nuestro alrededor es una escena ridículamente gris, veo un destello de color en los ojos de Leo. Un destello de luz que me permite llorar, llorar porque me siento agradecida de sus palabras. De su pequeña historia, que además de ser bonita me recuerda que la mía todavía puede mejorar.
—Voy a estar acá para vos, y te sostendré en lo más profundo de tu desesperación —alcanza a murmurar, tan bajo que incluso me parece haberlo imaginado, mientras nos fundimos en un abrazo.
Y comienzo a llorar de una forma amarga, y triste. Y Leo no piensa siquiera en soltarme.
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