02. Luna
Además del aspecto con el que eran reconocidos por los hombres y las mujeres terrestres, cada cuerpo celeste poseía una apariencia humana y personalidad particular que evidentemente solo podía ser percibida por el resto de astros que existían.
El Sol era representado por una figura femenina con cabellos castaños y una piel levemente aceitunada pero resplandeciente. Como era de esperarse, la mujer presumía de una forma de ser alegre y rebosante de energía, sumamente amigable y sonriente.
Como un claro contraste, la Luna lucía como una mujer pelinegra con una piel semejante a la nieve. Era de un carácter reservado, siendo distinguida como alguien en extremo tranquila e introspectiva.
A pesar de sus marcadas diferencias, tanto la Luna como el Sol eran imprescindibles para el transcurso de la humanidad. La existencia tal y como era conocida no sería posible sin el día o sin la noche.
Incluso con la gran distancia siempre presente entre ellas y requerida para que el Sol y la Luna llevaran a cabo sus respectivas funciones, fue cuestión de tiempo para que ambos astros cayeran profundamente enamorados del otro.
La Luna admitía que habría resultado más sensato enamorarse de la Tierra, puesto que en todo momento acompañaba a tal mujer que era mucho más alta que ella y que era la personificación de la vida misma.
No obstante, fue la calidez que irradiaba el Sol la que logró cautivar el corazón de la Luna por completo. El que aquella mujer castaña fuera tan diferente a ella implicaba que estaban destinadas a complementarse; estaban encomendadas a compensar las deficiencias ajenas pero también a realzar las virtudes de su contraparte.
El Sol compartía la opinión de su amada y sacaba provecho de sus conexiones con múltiples cuerpos celestes para posibilitar un constante e infalible intercambio de cartas con la Luna, donde cada una de ellas profesaba su amor por la otra con las palabras de su elección.
Aunque las dos se esforzaban en mantenerse comunicadas, era inevitable que de vez en cuando la soledad se apoderara de ellas y que en consecuencia el anhelo por reunirse con su amada se intensificara. El que convivieran día a día con tal añoranza no la volvía en absoluto más sencilla de sobrellevar o de tolerar.
Tras días, meses o años surgía lo comprendido como eclipse solar, un fenómeno natural que les brindaba la espléndida y más que ansiada oportunidad de pasar un momento juntas. Apreciaban con todo de sí mismas el reencuentro, sin importar la corta duración de éste.
Precisamente se aproximaba un eclipse solar y los dos astros también difirieron de modo significativo en la actitud con la que esperaron que el acontecimiento tuviera lugar.
La cercanía del eclipse conseguía emocionar al Sol que era por esencia optimista y paciente, pero en la melancólica Luna solo podía generar tal impaciencia y deseo que inclusive lograba ser transmitido a la relajada Tierra.
Cuando finalmente alcanzaron el día del eclipse, el Sol no desperdició ni un instante y depositó montones de besos en el rostro de la Luna con el propósito de comunicar el vasto cariño que albergaba por ella.
Mientras que la Luna envolvió sus brazos alrededor de la cintura de la más alta, rogando que sucediera una clase de milagro que impidiera que el Sol volviera a separarse de ella.
En el segundo que el encuentro de sus almas y cuerpos concluyó, tanto el Sol como la Luna se retiraron un poco tristes de volver a distanciarse en tiempo y en espacio, pero también tenían la completa seguridad de que sus sentimientos por la otra lograrían mantenerse intactos hasta el próximo eclipse, sin importar cuándo ocurriera éste.
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