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Capítulo XIV: El Eco de los Tambores

El amanecer los encontró de vuelta en la mansión de Leonardo, donde habían regresado después de la fiesta. La noche había sido un torbellino de risas, luces y música, y aunque el eco de la celebración aún vibraba en sus mentes, la calma de la habitación ahora los envolvía.

Lucas abrió los ojos lentamente, notando cómo la luz del sol se filtraba a través de las cortinas. Estaba arropado bajo las sábanas de lino, el aroma a madera y café impregnando el aire. A su lado, Leonardo permanecía con la cabeza apoyada en su mano, observándolo con una leve sonrisa.

—No me mires así —murmuró Lucas, con su voz aún arrastrada por el sueño.

—No puedo evitarlo —respondió Leonardo, con esa mirada cargada de intensidad que hacía temblar los cimientos de cualquier idea de rutina.

La puerta se abrió suavemente, dejando entrar a un asistente con el desayuno. La bandeja cargada de café humeante, tostadas doradas y frutas frescas fue depositada sobre la mesa junto a la ventana. Sin decir una palabra, el asistente se retiró, dejando tras de sí una estela de tranquilidad.

Lucas se incorporó, dejando que las sábanas cayeran hasta su cintura. Sus ojos recorrieron la habitación, como si estuviera tratando de anclar el momento a la realidad. Leonardo se levantó también, tomando una taza de café y ofreciéndosela.

—Dormiste más de lo que esperaba —comentó Leonardo, tomando un sorbo de su propia taza.

—Y tú menos de lo que deberías —replicó Lucas, medio sonriendo mientras lo aceptaba.

Durante unos minutos, el silencio se apoderó de ellos. Era un silencio que no pesaba, sino que marcaba un ritmo, como los compases de una canción que aún no llega a su clímax. Entonces, Leonardo se inclinó hacia Lucas y rozó su mejilla con los labios.

—Tenemos que alistarnos —dijo Lucas al fin, bajando la mirada a la taza entre sus manos.

—Lo sé, pero no quiero que este momento termine.

Leonardo se dirigió al armario y sacó una camisa de lino clara junto con una chaqueta. La extendió hacia Lucas, quien se la puso sin protestar. Mientras se vestían, sus movimientos eran lentos, casi coreografiados, como si la música de la fiesta de la noche anterior aún guiara sus pasos.

—¿Crees que llegaremos a tiempo para el primer día? —preguntó Lucas, abrochándose la camisa con dedos ágiles.

Leonardo lo miró a través del espejo, sonriendo. —Llegaremos. Aunque, para ser sincero, ya siento que el día empezó desde el momento en que despertaste aquí.

Lucas negó con la cabeza, pero no pudo evitar sonreír. Salieron juntos de la habitación, dejando atrás no solo las sábanas desordenadas, sino también el eco de un amanecer que prometía ser inolvidable.

Una ves fuera de la mansión, el motor del coche rugió suavemente cuando Leonardo giró la llave, llenando el silencio con un ronroneo grave y constante. Lucas, sentado en el asiento del acompañante, ajustó el cinturón mientras miraba por la ventana. El camino hacia la universidad los llevaría a través de calles vacías aún despertando del letargo del invierno, pero en el interior del auto, el ambiente estaba lejos de ser apacible.

Leonardo encendió la música, y al instante los tambores retumbaron en los altavoces, un ritmo intenso y envolvente que llenó el espacio reducido del coche. Cada golpe resonaba con precisión, como si marcara un compás para sus pensamientos. Lucas, atrapado por el sonido, cerró los ojos por un momento, dejándose llevar.

—¿Te gusta? —preguntó Leonardo, con una sonrisa casi traviesa.

Lucas abrió los ojos y lo miró, con las comisuras de los labios levantándose apenas. —Es como si el sonido me empujara desde adentro. Lo siento aquí —dijo, tocándose el pecho con la palma de la mano.

Leonardo asintió, con la vista fija en el camino. —Eso es lo que quería. Que lo sientas, no solo que lo escuches.

El ritmo de los tambores crecía, cada golpe era como un latido que se expandía en el espacio cerrado, haciendo vibrar el tablero, los asientos, el aire entre ellos. Leonardo comenzó a tararear la melodía sobre la base rítmica, como si intentara sincronizar su voz con la cadencia de los tambores. Lucas lo observaba de reojo, encantado por su soltura, por la forma en que cada movimiento parecía fluir con el ritmo.

—¿Siempre conduces con música así? —preguntó Lucas, casi alzando la voz para ser escuchado por encima de los tambores.

—Solo cuando quiero empezar el día con un golpe fuerte —respondió Leonardo, riendo suavemente.

Lucas se rió también, pero luego su mirada se perdió en la carretera. Los golpes de los tambores, como los latidos de un corazón gigantesco, seguían marcando el ritmo de sus pensamientos. Cerró los ojos de nuevo y se dejó llevar por el eco de la música, que parecía entrelazarse con los recuerdos de la noche pasada, con el calor de la cama compartida y las palabras no dichas.

El coche frenó suavemente en un semáforo. Leonardo, sin apartar las manos del volante, giró la cabeza hacia Lucas. Durante un instante, el sonido de los tambores pareció quedarse suspendido en el aire, resonando solo entre ellos.

—Lucas, hay algo que quiero decirte. —La voz de Leonardo era baja, pero el peso de sus palabras cortó a través del ritmo.

—¿Qué es? —Lucas abrió los ojos y lo miró, sintiendo el golpe invisible de la expectativa.

Leonardo respiró hondo, justo cuando el semáforo cambió a verde. El coche se puso en marcha, y los tambores retomaron su dominio, un crescendo que pareció sincronizarse con la aceleración.

—Solo... me alegro de que estés aquí, conmigo. Eso es todo. —Su voz se perdió un poco entre el sonido, pero Lucas la escuchó claramente.

No respondió de inmediato. En cambio, extendió una mano y la colocó suavemente sobre la de Leonardo, que descansaba en la palanca de cambios. El ritmo de los tambores continuó, golpeando con fuerza y generando eco, llenando el coche, llenándolos a ellos, como si el momento fuera una canción que aún no había llegado a su final.

Al llegar al edificio educativo, la entrada a la universidad estaba llena de un bullicio propio del primer día después del receso, con estudiantes entrando en grupos, algunos de ellos todavía riendo por anécdotas de la fiesta del fin de semana. Leonardo y Lucas caminaban juntos, sus pasos aún sincronizados, como si el invierno no hubiera sido suficiente para separarlos. Pero hoy, las cosas serían distintas.

Martin, con su habitual sonrisa burlona, se adelantó un poco y, tomando a Leo por el brazo, lo apartó con una risa cómplice.

—Bueno, Leo, ya nos pasamos todo el invierno juntos, ¿No? ¡Creo que me merezco un poco de espacio ahora! —dijo Martin, guiñando un ojo.

Sofía, que venía detrás, no tardó en unirse a la broma.

—Exacto. Ya estuvieron pegados todo el receso, ¡dejen algo para los demás! —se rió, dándole un pequeño empujón a Leonardo.

Antes de que Leo pudiera responder, Damián, con su característico aire desinhibido, tomó a Lucas por el brazo de manera juguetona.

—¡Vamos, Lucas!— Damián sonrió de manera exagerada, —Necesito un respiro de ustedes dos, ya fue suficiente tiempo juntos en casa. Es hora de que me lleve a mi amigo para una charla seria, ¿No, Gonza?

Gonzalo, que venía al lado de Damián, asintió con una sonrisa aún más amplia, disfrutando del momento.

—Claro, ya estuvo bueno, ¡tienen que dejar de abrazarse tanto! —bromeó, mientras daba un vistazo a Lucas.

A lo lejos, Leo y Lucas se miraron, entre sorprendidos y divertidos, mientras los demás se los llevaban en direcciones opuestas, en una especie de separación forzada pero ligera, que, sin embargo, dejaba un sabor a risa compartida y a esa complicidad que a veces solo las amistades más cercanas podrían entender.

En su interior, aunque el tono jocoso de la situación aligeraba el ambiente, tanto Leonardo como Lucas sabían que el cambio en sus relaciones estaba por llegar, y aunque la risa resonaba en sus oídos, las miradas de sus amigos ya no eran las mismas.

Luego de un rato, el café de la universidad estaba lleno de estudiantes que charlaban animadamente, pero en una mesa apartada, Sofía y Martín parecían estar compartiendo una conversación más seria. Mientras Leonardo, con su taza de café en las manos, los miraba curioso, sin entender aún qué había detrás de esa mirada cómplice que se cruzaban entre ellos.

Martín, que generalmente no solía ser tan directo, rompió el silencio de manera inesperada.

—Leo, tenemos que hablar de algo —dijo, ajustando su posición en la silla, tratando de sonar lo más casual posible, pero sabiendo que esto era más importante de lo que parecía.

Sofía, siempre con su manera directa de hacer las cosas, agregó con una sonrisa ligera.

—Bueno, ya no podemos seguir fingiendo que no pasó nada. Martín y yo... estamos comenzando algo.

Leonardo los miró con sorpresa, parpadeando mientras intentaba procesar lo que acababa de escuchar. La idea de que Sofía y Martín estuvieran juntos, aunque no le parecía imposible, lo sorprendía por lo rápido que había sucedido todo.

—¿Están... ustedes dos? —preguntó, levantando una ceja.

Sofía asintió, sin poder evitar que una sonrisa se dibujara en su rostro.—Sí, Leo, parece que después de todo este tiempo juntos, las cosas se dieron. Y queríamos que lo supieras. No queríamos que te enteraras por otros.

Martín, con una leve risa nerviosa, asintió también.—Lo sé, suena un poco loco, pero creo que tenemos algo real aquí. Y nos parecía importante decírtelo ahora que estamos comenzando.

Leonardo, aunque en un principio se sintió algo desconcertado, no tardó en esbozar una sonrisa genuina.

—Me alegra mucho por ustedes —dijo sinceramente—. Siempre supe que había algo entre ustedes, solo que no esperaba que fuera tan pronto. Pero, si son felices, eso es lo único que importa.

Sofía y Martín se miraron entre sí, satisfechos de que Leonardo hubiera reaccionado tan bien. Era un buen paso para que su amistad siguiera fortaleciéndose.

Mientras en las gradas del campus, Lucas estaba sentado, mirando al frente, todavía con la sensación de haber regresado a la rutina. La universidad siempre tenía ese aire de energía apresurada, pero algo en el ambiente esa mañana le hacía sentir que había algo más.

Damián y Gonzalo se sentaron junto a él, sus miradas compartían una tensión que Lucas notó de inmediato.

—Lucas, hay algo de lo que tenemos que hablar —dijo Damián, mirando con seriedad a su amigo.

Gonzalo lo miró por un segundo, respirando hondo antes de hablar.—Es que, después de todo lo que pasó, sentimos que era hora de ser honestos contigo. Damián y yo... estamos comenzando algo, como pareja.

Lucas, que había estado distraído hasta ese momento, levantó la vista sorprendido. El brillo en sus ojos dio paso a una sonrisa incrédula.

—¿Ustedes dos? —preguntó, levantando las cejas, tratando de hacer que la sorpresa no se notara tanto.

Damián sonrió, algo tímido, mientras Gonzalo tomaba la palabra.

—Sí, ya sé que puede sonar raro, pero después de todo lo que pasó entre nosotros, nos dimos cuenta de que lo que tenemos no es solo una conexión física. Hay algo más. Y queríamos que fueras el primero en saberlo.

Lucas se quedó en silencio por un momento, asimilando la información. Finalmente, sonrió de una forma amplia y genuina.

—Me alegra mucho, chicos. En serio. No me lo esperaba, pero me encanta que estemos tan cerca como amigos para poder compartir estas cosas.

Damián y Gonzalo se miraron aliviados, sabiendo que su amigo entendía la importancia de lo que estaban compartiendo. La relación que estaban formando era algo genuino, y era importante que Lucas lo supiera, especialmente por la amistad que tenían.

De repente, un sonido comenzó a llenar el espacio. Al principio fue leve, apenas un murmullo en el fondo, como el viento que roza una superficie. Pero luego, se hizo más intenso, como un tambor que resonaba a lo lejos, un ritmo inconfundible. Los tres amigos miraron hacia el centro del campus, donde un grupo de estudiantes se había reunido, rodeados de tambores, panderetas y otros instrumentos de percusión.

Los tambores comenzaron a retumbar, uno a uno, en un patrón que crecía con cada golpe. El eco de la música viajaba por el aire, penetrando en el espacio y provocando una vibración en el suelo bajo sus pies. Era como si el campus entero estuviera marcado por un solo latido, un pulso común que los conectaba a todos, aunque pocos se atrevían a sumarse al ritmo.

—Esto suena a fiesta, ¿No? —comentó Damián, con una sonrisa, mientras miraba a Gonzalo, que asentía con la cabeza. Ambos se dejaban llevar por la intensidad del ritmo, la energía de los tambores era imposible de ignorar.

Lucas, por su parte, cerró los ojos por un momento, sintiendo cómo el sonido penetraba en su cuerpo. Era una sensación que lo envolvía, como si la música estuviera dentro de él.

—Es como si estuviéramos en el corazón de un carnaval, ¿No? —dijo Lucas, abriendo los ojos para mirar a sus amigos. Los tambores no solo sonaban, sino que casi se sentían en la piel, una vibración constante que hacía que el aire pareciera moverse.

Los tres amigos se miraron entre sí, y por un momento, la conversación sobre las relaciones, sobre lo que estaba pasando entre ellos y sus amigos, quedó atrás. La música, el ritmo de los tambores, los llevó a otro lugar, a un espacio sin palabras, donde solo existía el latido de los tambores y el eco que se reflejaba en sus corazones.

Era como si el campus entero hubiera dejado de ser solo un lugar de estudios, de rutina. Ahora, el campus era un escenario de celebración, un lugar donde la música y la percusión se habían convertido en una lengua común, una forma de conectar, de ser parte de algo mucho más grande. Y allí, en las gradas, ellos tres simplemente escuchaban, disfrutando del momento, dejando que el ritmo les hablara de una manera diferente.

Los tambores que resonaban por todo el campus no eran solo el eco de la fiesta o de un momento casual; formaban parte de los preparativos para un gran evento universitario. Un recital que iba a llenar la noche de ritmo y energía, donde estudiantes de distintas facultades se reunirían para celebrar la diversidad cultural y artística. Las prácticas de percusión que se escuchaban a lo lejos eran un ensayo de los grupos musicales, preparando la sinfonía de sonidos que resonaría en el evento principal.

Aunque en las gradas, Lucas, Damián y Gonzalo no sabían exactamente de qué se trataba el espectáculo, la energía de los tambores los envolvía. Para ellos, esa música marcaba un punto de conexión, un susurro que se escapaba de los pasillos de la universidad, dejándoles claro que el campus, a veces tan serio y riguroso, también podía vibrar con la fuerza de una celebración sin igual.

La música era, en definitiva, la antesala de una noche memorable, un preludio que prometía algo grande, como una promesa compartida entre todos los que caminaban y escuchaban. La práctica de los tambores era solo el principio de un evento que uniría a la universidad en un solo ritmo, un solo latido. Los tambores siguieron golpeando, y con cada golpe, algo dentro de ellos resonaba, como un vínculo que se iba forjando, como una verdad compartida que, por un instante, no necesitaba ser expresada con palabras. Solo necesitaban dejarse llevar por el ritmo y la música.

CONTINUARÁ....

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