
Impulsos
Esto que vais a leer a continuación es una historia de terror, aunque no lo parezca. Algunos creeréis que me lo he inventado todo para llamar la atención y otros que la tila que suelo beberme cada mañana, en lugar del café, contiene algo más que unas simples hierbas. Lo cierto es que no me importa lo que la gente piense, ni siquiera creo que este documento que he creado a las cuatro de la mañana lo vaya a leer alguien. Tal vez lo borre en cuanto lo termine o lo venda por algún sitio fingiendo ser escritor de ficción. Al menos me conformo con sacar mis pensamientos de la cabeza, algo que llevo necesitando desde hace tiempo.
Para poder entenderme tendréis que conocer todos los detalles, pero si sois gente tan impaciente que empieza los libros por el final os adelanto que a mis veinte años dejé de ser humano. O no. No estoy muy seguro de cómo se me calificaría, desde luego la gente corriente no sale de noche con cara de pocos amigos y vuelve a casa con las manos llenas de tierra y sangre. Aunque suelo ser muy limpio, ya que mi sueldo no da para estar comprando ropa cada día.
Vamos a empezar por lo básico. Mi nombre es Germán y todo comenzó hace unos doce años. Por aquel entonces era un chaval iluso, flacucho y sin apenas dinero. Había terminado el instituto hacía poco y tras pasar por bachiller tuve claro que prefería domar leones a volver a pisar un aula. Mi padre, ante esta decisión fue muy claro al respecto. «Si no quieres aspirar a algo mejor es tu problema, pero en mi casa no vas a estar sin dar un palo al agua», dijo sentado en su sillón con su cerveza en la mano. Al principio me costó encontrar trabajo, también se debió a que era bastante insolente en las entrevistas. No sabía qué utilidad tenían aquellas preguntas de conocerse a uno mismo y cuantas más hacía menos esfuerzo le ponía. Recuerdo una en concreto en la que mi argumento para trabajar en una famosa hamburguesería fue que siempre me habían gustado las vacas.
Como es lógico nadie me contrató, pero al menos me sirvió para contar anécdotas entre mis amigos. Por suerte, el primo de uno de ellos buscaba a alguien para su pizzería y como tenía el carnet de moto me convertí en el repartidor más antipático del mundo. No os voy a engañar, nunca fui un ángel y mi boca tenía más veneno que una serpiente. Por más que me esforzara nunca pude morderme la lengua como hacían todos. Esto a mi jefe nunca le molestaba siempre que cumpliera con la entrega y regresara con el dinero en la mano. Él, en parte se parecía a mí, pero con veinte años más, solo quería ganar el dinero suficiente para seguir pagando el alquiler y hacer lo que más le gustaba, que era competir en juegos de rol con sus amigos.
Todo me iba bien entonces, con el sueldo que ganaba me cubría mis caprichos y podía entrar y salir de casa cuando quería, por lo que me sentía como un rey. Quizá si mi incidente no hubiera ocurrido habría seguido de la misma forma hasta casi los treinta, pero lo que sucedió nadie lo habría escrito en ningún horóscopo.
Eran las dos de la madrugada, estaba a punto de terminar la jornada cuando un cliente llamó desesperado por cinco pizzas. Mi jefe me convenció para que fuera a cambio de dejarme salir antes la noche siguiente, de modo que me adentré en las calles sin mucho ánimo y maldiciendo a la gente que llamaba a aquellas horas. Estaba a medio camino, por una carretera junto al mar solitaria cuando noté un extraño brillo en el cielo. Paré la moto poco a poco, al principio parecía una estrella fugaz, pero después se hizo más grande y más luminoso, hasta que entendí que aquello no era normal y que, aunque me encantaran las películas del espacio exterior, debía salir de allí de inmediato. Por desgracia, la moto con más de quince años de antigüedad se caló y me traicionó en el momento menos oportuno.
Aquella luz se detuvo en el cielo y vi la forma de una nave suspendida que me apuntaba con un gran foco. Tal y como sucedía en las películas fui succionado, de pronto mi cuerpo se separó de la moto y voló por los aires como una pelusa bajo una aspiradora de las buenas.
No sé exactamente cuánto tiempo me tuvieron allí, pero fue el suficiente para que denunciaran mi desaparición. Quizá todo esto os parezca una historia casi infantil, algo que se ha visto en la tele cientos de veces, pero os aseguro que lo que pasó fue más propio de una película gore japonesa. Aquella raza alienígena eran los Gorks, unos seres que parecían una mutación entre un cocodrilo y un calamar. Tenían una tecnología muy avanzada, aunque también jefes incompetentes como pasaba en la Tierra.
Durante las semanas que permanecí con ellos me desnudaron y abrieron mi cabeza como si fuera un melón. Hicieron cambios en mi cerebro, introdujeron información nueva y cambiaron mi ADN. Mi cuerpo se hizo más fuerte y ágil, y mi mente se convirtió en un juguete interactivo que esperaba a que ellos dijeran una orden para actuar. También me hicieron aprender su idioma por medio de cables en el cerebro, por lo que pronto pude enterarme de casi todo lo que sucedía.
Al parecer querían conquistar la Tierra, pues su mundo lo habían convertido en un estercolero y tras una guerra mundial este estaba a punto de estallar. Pero, aunque su situación pudiera parecer crítica no se trataba de ninguna especie en peligro de extinción de la que se compadecería Greenpeace. No. Eran unos desalmados que habían aprovechado la situación para buscar otros planetas y expandirse. Al parecer las grandes compañías competían con hacerse con el mundo más grande y fácil de conquistar para transformarlo en una atracción turística, ya que estas estaban en auge y eran la base de su economía. Una de esas compañías que acababan de emerger había puesto su mira en nuestro mundo. Más tarde entendieron que aquella decisión fue un error, pues descubrieron que la Tierra tenía en su atmósfera un compuesto que para ellos era letal: el oxígeno. Cada vez que intentaban bajar y adaptar sus equipos a la superficie acababan enfermos y lisiados. Tampoco podían eliminar el oxígeno porque contribuiría al desarrollo de bacterias que respiraban azufre y les producían importantes gastroenteritis que podían acabar con ellos. Por ello decidieron usar humanos para conquistarlo todo hasta que encontraran la forma de adaptarse al lugar y pudieran construir una base. Yo fui el primero y el último experimento de laboratorio que usaron. ¿Por qué yo? Simplemente tuve la desgracia de pasar por el lugar equivocado en el momento equivocado, no era nadie especial.
Durante mi cambio hice una extraña amistad con uno de ellos. Se llamaba Kiril, era una especie de becario al que habían obligado a ir para aprobar la asignatura que tenía pendiente y poder dedicarse a la construcción, que era lo que quería. Me hacía mucha compañía y a menudo me decía que le gustaba mi labia y que si fuera un Gork habría sido un buen embajador de su mundo.
Todo aquello duró unos meses, hasta que la empresa decidió paralizar la conquista y retirarse. Aquel programa les estaba llevando más tiempo y dinero del previsto y si seguían por ese camino acabarían arruinados, de modo que decidieron dejar el proyecto y deshacerse de todo lo conseguido hasta el momento. Y eso me incluía a mí. Por suerte, Kiril me dejó en una playa, cerca del lugar donde me habían capturado y sin decirle nada a los demás, ya que le daba pena matarme después de todo el tiempo que habíamos pasado juntos.
De modo que se marcharon sin dejar rastro y me dejaron allí tirado. Como una maqueta a medio hacer. Yo no tuve más remedio que regresar a casa y fingir que nada había sucedido. A mi padre casi le dio un infarto cuando aparecí en la entrada, sin cabello y sin ropa. No di demasiadas explicaciones, solo que no me acordaba de lo que había sucedido y que no quería hablar de ello. Él llegó a pensar que me había unido a una especie de secta rara.
Volví a mi trabajo de repartidor, mi jefe apenas hizo preguntas de dónde había estado, solo remarcó que me había puesto cachas.
Durante un par de semanas rehíce mi vieja vida, todo parecía ir como siempre, aunque pronto me di cuenta de que yo había cambiado. Mi cuerpo era como un todo terreno, podía ver en la oscuridad como si tuviera visión nocturna en los ojos. Mis heridas no tardaban en curarse y mis manos podían calentarse hasta casi echarse a arder.
Seguro que pensaréis: «Genial, ahora tienes todos los requisitos para ser un superhéroe». Aunque podía hacer cosas que nadie más hacía estaba muy lejos de colgarme una capa y salir por la noche a dar palizas a los malos. Pronto sucedió el primer asesinato, y desde entonces supe que me parecía más bien a un supervillano. Empezaron siendo clientes de la pizzería que se ponían bordes conmigo. Cualquier tipo de ataque verbal tenía la misma respuesta y tenía tanta facilidad para acabar con ellos que apenas dejaba rastro. De pronto una cabeza volaba hacia la moqueta, de repente mis manos derretían un rostro y en un instante un grupo de inquilinos ruidosos pasaban a mejor vida.
A la cuarta vez que sucedió decidí dejar el trabajo. Si no tenía cuidado pronto la policía me seguiría la pista. Los asesinatos no se detuvieron y yo no podía controlarme, de pronto dejaba de pensar y mi cuerpo actuaba solo. Con los años me volví un experto ocultando cadáveres. Intenté controlarlo más veces de las que puedo contar, logré prever cuándo sucedería la siguiente matanza, pero nunca fui capaz de evitarlo.
Pasó el tiempo, me fui de casa y comencé a vivir solo, sin poder cambiar, resignándome a lo que me había tocado y maldiciendo cada día de mi vida a los Gorks.
Pero entonces sucedió algo que me hizo espabilar. Siempre me había sentido solo y evitaba ser sociable por miedo a que mis conocidos acabaran en un foso o en el fondo del mar, pero apareció en mi vida una gata parda a la que llamé Leona. Era una depredadora en miniatura que un día apareció en mi ventana y decidió quedarse. Nunca había empatizado tanto con un ser vivo como con ella, por alguna razón despertó en mí sentimientos que no sabía que todavía tenía. Quería cuidarla, protegerla y verla feliz. Hasta que un día sucedió lo inevitable, cuando jugando con ella me arañó sin querer. No os relataré cómo lo hice porque yo tampoco quiero recordarlo, solo os diré que después de aquello lloré por primera vez en muchos años. En el momento en que la enterré supe que quería parar aquello, debía hacerlo, de lo contrario estaría condenado a estar el resto de mi vida solo.
Comencé a hacer un registro de los asesinatos que cometía al mes y me puse el objetivo de reducirlos hasta que pudiera tener un control de mi cuerpo. Al principio me costó mucho, pero poco a poco fui logrando calmarme. Me apunté a clases de yoga y relajación, lo cual me ayudó y en un par de años logré pasar varios meses sin matar a nadie. No fue un camino de rosas, por supuesto. El destino se empeñaba en que las personas que me rodeaban fueran unos cretinos a los que cualquiera querría asesinar en algún momento de su vida. Pero logré apartar esas sensaciones y tener un autocontrol casi total.
Pasé más de medio año sin apenas asesinatos, quizá uno o dos cada cuatro meses y yo no podía estar más feliz. Seguía siendo un arma muy peligrosa que en cualquier momento podría dispararse, pero a pesar de eso podía comenzar a tener una vida más o menos normal.
Y entonces conocí a Mario. Trabajaba por aquel entonces como mozo de almacén en un supermercado, él entró como nuevo empleado y tuve que explicarle durante toda la jornada cómo funcionaba todo. Parecía un joven simpático y con ganas de aprender, pasó las horas pendiente de mí y prestando atención a todo lo que decía. Cuando terminamos y nos cambiamos de ropa se acercó a mí y me propuso ir a tomar algo. Tuve que meditarlo un instante antes de acceder, no estaba acostumbrado a hacer amigos y tras tantos años me costaba relacionarme con los demás. Por primera vez desde el instituto me lo pasé bien estando con alguien. No hicimos gran cosa, solo beber cervezas y hablar un poco de nuestras vidas. Él era un ingeniero que tras terminar la carrera no había encontrado nada de lo suyo e iba de un trabajo a otro para poder mantenerse. Todos los contratos que le hacían eran temporales y hasta hacía un par de años no había podido salir de casa de sus padres. Cuando regresé al piso esa noche supe que había sucedido algo bueno y que todo el esfuerzo que había hecho desde que Leona murió había merecido la pena.
Los días siguientes hicimos lo mismo después del trabajo. Mario era un hombre tranquilo, no le gustaban las fiestas, prefería estar en su casa. Descubrí que él también practicaba yoga y que le gustaba la fotografía. Yo también le hablaba de mis gustos y de mis anteriores trabajos, aunque por supuesto nunca mencioné la abducción ni los asesinatos. Para el único amigo que tenía era mejor no asustarlo. Al menos al principio yo pensé que lo que había entre nosotros era solo amistad, pero empecé a sentir algo más. Después de los cambios que sufrí en mi cuerpo, y sobre todo en mi cerebro, di por sentado que era incapaz de sentir atracción por nadie. Había pasado años apagado, sin desear a nadie, un cambio radical comparado a mi época del instituto. Y de pronto ahí estaba yo, casi en la treintena, llenándome de alegría cuando lo veía, tan feliz por volver a sentir algo por alguien que ni me importaba que fuéramos del mismo sexo.
No os voy a mentir, al principio no quería encariñarme, no sabiendo que en cualquier momento podría acabar muerto. Pero por una vez en la vida quise experimentar, quise darme la oportunidad de ser feliz con alguien más y tras reunir el valor necesario lo invité a cenar una noche. Estaba convencido de que él no me correspondería, de que había malinterpretado sus gestos y estaba preparado para un rechazo. Incluso para la rotura de nuestra amistad. Pero estaba dispuesto a arriesgarme.
Me lo llevé a uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Él acudió sonriente, como de costumbre y muy arreglado, yo no estaba acostumbrado a verlo así y durante toda la cena no pude apartar la mirada de su pelo perfectamente echado hacia atrás.
—¿Es la primera vez que haces esto? —preguntó Mario de pronto mientras miraba la carta.
Yo levanté los ojos de la mía y alcé una ceja.
—¿Que hago qué?
—Tener una cita con un tío.
Dejé escapar el aire de mis pulmones. Yo no había dicho la palaba cita, pero en aquel momento no le iba a contradecir.
—Es la primera vez que tengo una cita —confesé.
—¿De verdad?, ¿y qué ha pasado todos estos años? ¿Eras muy tímido?
—Algo parecido. Pero ya no soy como entonces, y eso es lo que importa.
—Muy bien, me gusta la gente que lucha contra sus propios demonios.
Sonreí levemente y continué mirando la carta. Pronto elegimos nuestros platos y comenzamos a hablar para romper el hielo. Al principio tocábamos temas banales, como lo que había sucedido en las noticias, la última serie a la que nos habíamos enganchado o anécdotas que nos habían sucedido en el trabajo. Pero después quise ahondar un poco más, realmente me interesaba conocerle, de modo que le pregunté por su familia y si había estado casado. Él pareció sonreír por un instante, pero no era una sonrisa feliz, sino amarga.
—Hubo una persona a la que amé muchísimo hace mucho tiempo. La conocía desde el instituto y en la universidad empezamos a salir. Él era como yo, nunca nos importó lo que el resto pensara de nosotros. Hace unos años nos comprometimos y poco después murió.
Nunca había imaginado que tuviera una historia tan triste y al momento pensé en la relación que yo tenía con Leona, la más cercana que tuve nunca y al único ser al que jamás habría deseado hacerle daño. Recordé el dolor y la impotencia que sentí cuando la enterré. Hay quien dice que un animal no te duele tanto como una persona, pero en mi caso era más que un animal. Era una compañera y un ser que me había salvado de mi soledad cuando no quería estar con nadie.
—Lo siento —fue lo único que pude decir.
Él volvió a sonreír y dejó esa expresión melancólica que le había invadido por un momento.
—Eso fue hace mucho. Hablemos de otras cosas.
La velada transcurrió tranquila. Cenamos bien y nos quedamos hasta más de la una. El restaurante estaba cerrando cuando salimos de allí y nos dirigíamos a los aparcamientos.
—Me ha gustado mucho la cita —dijo Mario.
—A mí también. —Creo que fue la primera vez que me ruboricé.
—¿Quieres venirte a mi casa?
Antes de que pudiera abrir la boca para contestar un grupo de individuos aparecieron de una calle cercana donde había mucha basura. Llevaban botellas de alcohol en las manos y sus risotadas al vernos fueron mayúsculas. Caminaban sacando pecho y mirándonos como a un par de colegialas a las que habían sorprendido fuera del instituto. No voy a contar todo lo que nos dijeron, prefiero no alterarme en este momento. Durante años me había entrenado para aguantar a todo tipo de idiotas, me había concienciado de que si cedía a mis peores impulsos echaría a perder todo ese tiempo de concentración y disciplina. Por un instante cerré los ojos y respiré profundamente mientras aguantábamos la lluvia de insultos y vejaciones. Mario, sin embargo, les plantó cara y les contestó con palabras igual de desagradables. Como consecuencia uno de ellos arrojó su botella contra él y acertó en la cara. Aquello fue demasiado para mi autocontrol, mis manos comenzaron a aumentar de temperatura y la paciencia que había mostrado durante la verborrea de insultos se había desvanecido por completo.
Agarré a Mario de la camisa y lo eché hacia atrás, colocándolo detrás de mí antes de que comenzara la matanza. Seguro que aquellos hombres jamás se habrían imaginado que un ser humano pudiera abrasarlos por dentro con sus manos, despedazarlos con la fuerza de sus brazos y prever todos sus movimientos antes de que los realizaran. El pánico no tardó en cundir entre ellos conforme caían uno tras otro. Tenía demasiada experiencia y talento y no dejé que ninguno gritara. Apenas hubo ruido y ajetreo, solo hubo muerte y por una vez me sentí satisfecho con el resultado.
No vi venir que Mario había sacado algo de su bolsillo y me estaba apuntando a la nuca, de hecho, no supe qué pasó hasta que desperté horas después, simplemente todo se volvió negro de pronto y dejé de ser consciente de lo que ocurría. No sentí dolor de inmediato, ni cuando me di de bruces contra el suelo.
Cuando volví a abrir los ojos ya no estaba en los aparcamientos del restaurante, sino en una misteriosa sala, sin ventanas y oscura. Me encontraba tendido en una cama y esposado a esta. Intenté soltarme a la fuerza y al no lograrlo comencé a calentar mis manos con el objetivo de derretir el metal que me retenía. Estaba tan concentrado que no me percaté de que la puerta se había abierto y que Mario había entrado acompañado de una mujer entrada en años y que llevaba puesta una bata blanca.
—Eso no es necesario —dijo Mario.
Levanté la mirada con desconfianza. Este levantó las manos en señal de paz, sacó una llave de su bolsillo y se acercó a mí para soltarme.
—Siento haberte traído así, pero estabas enloquecido y no razonabas. Nunca había visto nada igual.
—¿Quién eres tú? —espeté—. ¿Adónde me has traído?
—Cálmate, estás en un lugar seguro. Escucha, te he ocultado la verdad sobre mí porque debía llegar hasta ti. Sabemos lo que te pasó hace unos años, sabemos que fuiste prisionero de los Gorks y podemos ayudarte con tu problema.
—¿Qué? —Apenas podía creer lo que estaba oyendo.
Entonces la mujer sacó una carpeta de su regazo y me la enseñó, estaba llena de archivos, de fotografías de la nave entrando a la atmósfera, otras del espacio y otras mías.
—Somos parte de una organización internacional que vela por el mundo —dijo ella—. No se nos está permitido decirte más. Te hemos seguido la pista desde hace mucho tiempo. Necesitábamos contactar contigo de forma segura, por eso enviamos a Mario.
No sabía cómo sentirme. Por un lado, me sentía traicionado y engañado, y por otro aliviado por saber que alguien más sabía mi secreto y me creía. De pronto pareció como si me desprendiera de una pesada losa con la que había estado cargando durante aquellos años.
—No te equivoques —dijo Mario—. La cita fue de verdad, y lo que te decimos también. Sabemos que has intentado cambiar, dejar de matar, pero te será imposible. Tu problema es biológico y nosotros tenemos los medios para ayudarte, si nos dejas, por supuesto.
—¿Y cómo sé que puedo confiar en vosotros?
—No lo sabes, pero no te queda otro remedio. Tarde o temprano volverá a suceder lo de esta noche y habrá más muertes. Quieres recuperar tu vida, ¿verdad?
Yo asentí, era lo que había estado deseando desde que comenzaron las matanzas.
Todo pasó muy deprisa, y cuando me quise dar cuenta me habían convencido para dejar que me examinaran y hallaran un modo de parar mis peores impulsos. Mario fue el encargado, junto a la doctora, de explorar mi cerebro. Al parecer no había mentido en lo de ser ingeniero, pero no del tipo que había imaginado. Me hicieron radiografías del cuerpo entero y al verlas fue como si estuviera hecho de venas y cables a partes iguales. Mi cerebro no distaba mucho de parecerse a las luces de un árbol de navidad retorcidas tras un año en la caja. Yo me quedé con ellos en aquellas instalaciones. Mario venía cada día a verme y me comentaba si había avances. Al parecer era posible reprogramarme, no podrían extraer nada porque no tenían la tecnología suficiente para hacerlo sin matarme, además de que algunas partes de mi cerebro habían sido sustituidas por aparatos. Solo tenían que encontrar la raíz de mis impulsos y modificarla para que nunca más sintiera la necesidad de hacer daño a nadie. Yo tenía mis esperanzas puestas en ellos, parecía que sabían lo que hacían. Vaya si lo sabían, solo que yo era un ingenuo después de todo. Os daré un consejo que aprendí de aquella experiencia: nunca firméis nada sin leerlo antes, y nunca, jamás, os fieis de la palabra de cualquiera que os sonría y os llene la cabeza de sueños y piruletas.
Una noche, cuando estaba a punto de irme a dormir entraron los dos a mi habitación, Mario tenía una amplia sonrisa que era incapaz de ocultar y la doctora, a pesar de que nunca la había visto sonreír, tenía una expresión de satisfacción que me hizo sospechar que habían dado con algo.
—Tenemos muy buenas noticias, Germán —dijo Mario—. Hemos encontrado la raíz de todos esos impulsos, al parecer es un aparato que te insertaron para poder controlarte, pero no lo terminaron y por eso no funciona bien.
—Entonces... ¿No hay nada que hacer?
—¿Nada qué hacer? Podemos extraer ese aparato y todo volverá a la normalidad. Serás el dueño de tu propio cuerpo. La zona donde está ubicado es de fácil acceso y la operación será sencilla. No será más difícil que extirpar un tumor. Lo bueno es que debido a tu resistencia y a tu alta regeneración no te quedarán secuelas ni habrá riesgo de que mueras. Confía en mí, estás a un paso de recuperarlo todo y de volver a ser tú mismo.
Reconozco que en ese momento dudé, me costaba creer que fuera tan fácil de arreglar y que todo fuera a terminar tan rápido. Pero quería tener fe por una vez, y quería confiar en él. De modo que asentí y di mi consentimiento para aquella intervención.
La noche anterior a la operación no pude dormir de los nervios que sentía y cuanto más se acercaba el momento más asustado estaba. Cuando vinieron aquella mañana a buscarme me condujeron a una sala que habían transformado en un quirófano, allí había un equipo de médicos y científicos de la organización. Lo primero que hicieron fue raparme, nunca me había gustado mi aspecto sin cabello, pero en aquella ocasión estaba dispuesto a sacrificar mi imagen. Me tumbaron en una camilla y me sedaron. O al menos lo intentaron porque gracias a mi resistencia a los fármacos recuperé la conciencia a los treinta minutos, cuando habían hecho un agujero en mi cabeza y tenía unas pinzas dentro dirigidas a mi cerebro. No fue ningún trauma, los Gorks ni siquiera se molestaron en dormirme cuando me cambiaron. Quise hablar y decirles que estaba despierto, pero su conversación me distrajo.
—Si no tenemos cuidado anularemos su capacidad de matar —dijo la doctora.
—Lo sé perfectamente, es la quinta vez que me lo dice. —Mario sostenía las pinzas y las movía con mucho cuidado—. En teoría, ajustando el cable al ordenador y conectándolo al programa deberíamos ser capaces de reprogramarlo y lograr que nos obedezca.
—¿Cree que podríamos replicar el sistema y llevarlo a más hombres?
—Nos costará un tiempo analizar toda esta tecnología, pero no será imposible.
No sé lo que tocó a continuación, pero sentí un chispazo en la cabeza y abrí los ojos. Escuché para mis adentros una voz robótica que habló en el idioma de los Gorks y que decía que había saltado una alarma de invasión. El resto dio un paso atrás cuando me incorporé y saqué las pinzas de la cabeza sin emitir un solo quejido y las hundí en el primer cuello que tuve delante, que resultó ser el de la doctora. Muchos comenzaron a gritar, otros a correr, pero no les sirvió de nada. Salté de la camilla y salí como una bala tras ellos. A continuación, todo sucedió como siempre y no les di tregua. Los alcanzaba, los mutilaba y los derretía con mis manos en cuestión de segundos. Hubo quien trató de defenderse inútilmente, yo no parpadeaba, ni decía nada, solo cedía a lo que mi cuerpo ordenaba. Todos los presentes en la sala murieron y el último en caer en mis manos fue Mario, a quien había lanzado contra la pared y me miraba con absoluto horror. En ese momento, al mirar sus ojos, recuperé el control.
—Ibais a usarme, no a ayudarme.
—Habrías servido a un bien mayor. Podríamos haber acabado con asesinos y terroristas, habríamos hecho del mundo un lugar mejor.
—Un lugar mejor para vosotros. Os habríais convertido en lo que perseguís y me habríais usado a mí y a otros sin dudarlo. No sois distintos de los Gorks, ni de esos asesinos ni terroristas que queréis eliminar. Sois peores que ellos y por eso ya no merecéis mi compasión.
Rodeé su cuello con mis manos y lo apreté tan fuerte como pude. Mientras su vida se marchitaba ante mis ojos no dejé de mirarle y mis ojos se empaparon de lágrimas que no quise contener. Antes de que dejara de oírme dije con determinación:
—Al menos he aprendido una valiosa lección gracias a ti. Nunca jamás dejaré que nadie entre en mi cabeza. A partir de ahora mi secreto morirá conmigo. Gobernaré mi vida y no dejaré que nadie vuelva a usarme para sus propios fines.
Una vez terminé con todo recogí mi ropa y me marché del edificio.
Después de aquello hice borrón y cuenta nueva. Recuperé mi vieja rutina basada en el trabajo y el yoga. Y aquí estoy, tras otro asesinato inintencionado contando mi vida. Con disciplina y constancia he logrado pasar meses sin dañar a nadie. Creo que con el tiempo lograré controlarlo del todo, o al menos es lo que debo creer, pero ahora sé que es un proceso que debo lograr solo. Si dejara que mi secreto saliera a la luz, si intentara pedir ayuda pronto vendrían más como Mario, gente queriendo mejorar el mundo mediante el poder y el sometimiento. Lo último que el mundo necesita es que haya más individuos como yo. Pero no todo es negativo, creo que con un estudio adecuado podría descifrar datos útiles que los Gorks depositaron en mi cerebro, como avances en medicina o entendimiento de nuestro universo.
De momento seguiré esforzándome al máximo para lograr mi objetivo. ¿Quién sabe?, tal vez algún día escriba mi propia novela. De momento estas páginas bastarán para fingir que se lo he contado a alguien.
Solo me queda advertir. Si algún día os cruzáis en mi camino y os miro con cara de pocos amigos quiero que sepáis que no es nada personal y que intento dejarlo. Puede que algún día lo consiga, pero de momento es mejor que no prometa nada.
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