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Capítulo 22: Huele A Hogar

Frunzo el ceño cuando me doy cuenta de que es de día, y yo había programado una alarma bien temprano para estar despierta cuando viniese el casero. Me levanto como puedo y me froto los ojos, bostezando sonoramente y alcanzando mi teléfono, que está cargando sobre mi mesita de noche. Son las diez de la mañana.

Hostia puta.

Enseguida salgo de la habitación, aun con mi pijama que consiste en unos pantalones peluditos y una sudadera de Gavi, y voy a la cocina, donde Laura se toma un café apoyada en la encimera mientras mira algo en su teléfono.

- ¿Ha sonado mi alarma? ¿La has parado tú? ¿Ha venido el casero? - Le pregunto a bocajarro.

- Para empezar, buenos días - dice rodando sus ojos castaños. - Y para continuar, sí, sí y sí.

- Te estás riendo de mí - me río sin gracia, siendo sarcástica.

- Tu parte está pagada - me informa con tranquilidad. - He parado tu alarma para que descansaras más.

- ¿Qué? ¿Has pagado mi parte?

- ¿Yo? - Se ríe y niega con la cabeza. - No me malinterpretes, aunque la cosa se haya tensado entre nosotras, eres mi amiga y muy buena compañera de piso. Pero yo no he pagado tu parte.

Me quedo unos segundos pensando. ¿Quién coño la ha pagado entonces? La respuesta es obvia, pero no quiero precipitarme. Además, ¿cómo se enteraría él de que...?

- ¿Se lo has contado? - Pregunto alzando mi voz, cabreada.

Ella me mira con indiferencia, para nada afectada por el tono brusco que empleo casi sin pretenderlo. Asiente con la cabeza y yo aprieto los puños. Mellizos tenían que ser lo muy cabrones.

- ¿Y quién te ha dicho que se lo cuentes?

- Nadie, pero él se acabaría enterando de tus problemas con el dinero. Y si supiese que yo lo sabía y no hice nada, se enfadaría conmigo - me explica muy relajada.

- No soy una puta pobre que necesita vuestra ayuda - gruño realmente sacada de mis casillas.

- A mí no me cuentes historias. Lo llamas y te peleas tú con él, que yo nada tengo que ver - deja su taza en el fregadero y se va de la cocina.

Mientras yo me quedo de pie en mitad de la cocina sin saber qué hacer, escucho que sale de casa. Trato de gestionar mi mala hostia, de pensar fríamente todo esto para no precipitarme, pero al final no lo consigo. Camino en grandes zancadas hasta el cuarto y cojo mi móvil para llamarlo. Responde enseguida, animado.

- Buenos días, muñeca.

- Te voy a matar, Páez - es lo primero que digo.

- ¿Qué? ¿Por qué?

- ¿Quién coño te crees para pagarme el alquiler? - Le reclamo dando vueltas por la habitación.

- Tu novio.

- No lo eres. No me lo has pedido, ni yo a ti.

- Pues, ¿quieres ser mi novia? - Pregunta de forma juguetona.

- Que te den - bufo apretando el teléfono en mi mano.

Lo llego a tener delante y es que me lo cargo. Por esto no quería que se enterara, porque sabía que pasaría esto. Y no quiero ser su jodida mantenida. No quiero que piense ni por un segundo que estoy con él por el dinero. Más allá de lo que piense él, yo tampoco quiero que me ayude. Me han criado para ser responsable y consecuente con mis cosas, y no me da la gana de que venga don Pablo a solucionarme la vida, porque así no funcionan las cosas.

- No entiendo tu enfado. Creí que te alegrarías - protesta haciéndome reír, aunque no me hace ni puta gracia.

- No te necesito ni a ti ni a tu asqueroso dinero - escupo con toda la rabia que siento.

Mentira, a él sí lo necesitamos.

- ¿O sea que ni "gracias" ni nada?

- Yo no te lo he pedido. Pienso devolverte cada puto euro, ¿me oyes?

- No pienso aceptar tu dinero - replica enfadándome más.

- ¡Ni yo el tuyo!

- Tarde, ya está hecho.

- Déjame devolverte el dinero - insisto hablando con más suavidad, a ver si así cede.

- No quiero tu dinero, Miriam - responde sonando cansado de la situación.

- ¿Por qué no?

- Lo necesitas más que yo.

- Vete a la puta mierda, Pablo - le cuelgo y me contengo para no estrellar el móvil contra el suelo.

Él y su puto dinero. No necesito su ayuda, ni la de nadie. No necesito un príncipe azul ni un vengador que me proteja. Mis problemas son míos y de nadie más. Sé que hasta que no le devuelva ese dinero no me quedaré tranquila, pero a la vez sé que no me dejará devolvérselo. Es un cabezota.

¿Y tú no?

Mi teléfono suena, y es él, pero no respondo. Como le responda lo insulto hasta quedarme seca, y no me apetece. Suelto el móvil en la cama de cualquier manera y me acerco al armario. Me cambio rápido y cojo las llaves antes de salir del apartamento, sin llevarme el móvil conmigo. Igual que anoche, necesito un poco de aire, para que se me ventilen las ideas, o sino mato a alguien.

No me apetece nada volver a lo de hace unos años. Ese problema debería estar superado, pero el señorito culé parece dispuesto a devolverme todo el pasado. Primero, el jodido fútbol, y ahora...

★★★

Miro por la ventanilla cómo pasamos por los campos de olivos que se extienden por todo el camino, mientras una musiquita más bien flamenquita llena mis oídos gracias a mis auriculares. Sonrío un poco, por el buen rollo que tiene la canción y por los recuerdos que me trae. Menos mal que estoy a punto de llegar a mi pueblo, porque sino la nostalgia que me produce esta canción me acabaría destruyendo por completo.

Es martes, y en cuanto he acabado mis clases me he montado en un autobús rumbo a Huelva. Luego he tenido que coger otro que me llevara a mi pueblo, y ya casi hemos llegado. Mañana es el cumpleaños de mi padre, pero tengo intención de quedarme el resto de la semana en casa, además de que quiero hablar con mis padres sobre mi futuro, porque cada vez lo veo todo menos claro.

No he hablado con Gavi desde el sábado por la mañana cuando le colgué de mala manera. Me ha llamado y escrito, pero no le respondo. Me ha escrito Pedri también, pero tampoco le he respondido a él. Laura ha estado molestándome para que dejara de ignorar a su hermano, pero he pasado de ella olímpicamente. Es que no lo entienden, y ese es el problema. No entienden el por qué estoy enfadada, y mientras que no lo entiendan, no hay nada de lo que hablar.

La canción alegre que sonaba da paso a otra, y sonrío al escucharla. Recuerdo que fue mi amiga Ariadna la que me enseñó esta canción. Estábamos en su casa de fiesta de pijamas y poníamos música para bailar y hacer el tonto. No nos dormimos hasta las cinco de la madrugada, y menos mal que teníamos la casa para nosotras cuatro solas. A ellas también las echo de menos; a mis niñas. Las tres. Bueno, aunque más bien yo soy la niña, porque soy la más pequeña. Ari tiene veintiuno, y Lola y Alicia tienen veinte. Y yo en diciembre cumplo los diecinueve. Pero de todos modos son mis niñas. 

También me acuerdo mucho de mis perros, Leo y Cris. No hace falta que diga que se llaman así por Ronaldo y Messi, ¿verdad? Cosas de mi padre y de... de ella. Sonrío amargamente y apoyo la mejilla en la ventana, sin querer llorar. Tantas cosas se han torcido desde entonces. La vida en la granja nunca fue la mejor, pero el amor y la alegría que rebosaba la casa eran dignos de una película de Disney. Pero como siempre, mis cuentos de hadas nunca duran demasiado.

Tengo la certeza de que la vida espera a que me sienta bien, en la cima del mundo, para luego estrellarme contra el suelo de la forma más brusca posible. Sé que es el típico pensamiento victimista que resulta patético en ojos ajenos, pero es lo que tiene estar en el fondo del hoyo, ¿no? No ves la luz del día.

Hay ratos en los que pienso que no debí haberme recuperado. Si hubiesen dejado que aquello me destruyera...

Para.

Respiro hondo y me regaño a mí misma. No. No voy a hacer lo de siempre. No voy a recurrir a la autocompasión a la mínima. Esa es una mala costumbre a la que me he asociado. Procuro olvidarme de todos esos pensamientos, viendo que por fin son las calles donde me crie las que recorre el autobús. Sonrío viendo las tiendas que llevan toda la vida en el mismo sitio, reconociendo a los ancianos que pasean y a los niños que corren de un lado para otro.

Cuando bajo del autobús, el ruido del puerto y el olor a sal inundan mis sentidos. Me río al oír las voces que dan los del mercado que procuran que todos sepamos lo barata que está la merluza y los que gritan a pleno pulmón lo buena que ha salido la cosecha de fresas. Los chavales que corretean por las calles jugando al fútbol, las mujeres mayores que se reúnen en las esquinas para cuchichear, los pescadores que regresan de la mar para ir al bar... El maravilloso olor a salitre y el calmante sonido de las olas rompiendo en la orilla, los gritos de las gaviotas y el ladrido de los perros.

Camino por la acera con una sonrisa, disfrutando del breve paseo y de la sensación de volver a estar en mi sitio. La mayoría de gente me conoce, pues como mis padres son los únicos granjeros del pueblo todos los conocen, y por ende, a mí. Las ancianas me dicen lo guapa que estoy, los chiquillos que me gritan que vaya a jugar con ellos y los hombres que me preguntan qué tal la gran ciudad. La sonrisa no abandona mi cara, porque no puedo hacer nada para ocultar mi felicidad ahora mismo.

Llego hasta la puerta de un local que vende artefactos de pesca y artículos para los turistas. Entro haciendo sonar la campanita y en el mostrador aparece enseguida mi tío Paco. El hombre ya canoso sonríe al verme, y sale del mostrador para darme un gran abrazo.

- Qué grande estás - es lo primero que me dice. 

- Y qué viejo estás tú - me burlo cuando nos separamos del abrazo. - ¿La tienes?

- Claro, ven - me hace un gesto para que lo siga y vamos a la trastienda.

Aparte de las cajas y las viejas máquinas que dudo que funcionen, aquí es donde está mi bici. Se la di mientras estuviese fuera por si mis primos la querían usar en mi ausencia, y aquí está, impecable.

- Tu primo Martín le hizo unos arreglillos, así que está incluso mejor que cuando te fuiste - me dice mi tío mientras cojo la bicicleta.

- Muchas gracias.

No tardo en salir a la calle con ella y, tras montarme, pedalear por mitad de la carretera. Es un pueblo pequeño, apenas hay una escuela y un instituto, y casi nadie usa el coche porque todo está muy cerca. Los coches que pasan son turistas o los que se vayan fuera de vacaciones, además de algún que otro camión que venga por el mercado. Así que es seguro para los niños, que tienen libertad absoluta para jugar en la calle.

Respiro profundamente, disfrutando como nunca del aire marino y de la brisa que sopla. El sol se cuela entre las nubes, bañando la costa de forma agradable, y el día no podría ser más bonito. El mar está tranquilo y los barcos están en el puerto, zarandeándose a la par que la marea.

Giro por una calle y luego vuelvo a girar, tomando un camino que no está asfaltado, y pedaleo recto durante un buen rato, adentrándome más en el campo y dejando un poco atrás la civilización del pueblo. A mi derecha, reconozco los terrenos de mi familia. Los caballos pastan pacíficamente, mientras escucho a lo lejos el guarrido de los cerdos junto con los cacareos de las gallinas.

En cuanto llego al portón, la emoción no me cabe en el cuerpo. Ahí está mi casa, esa que me ha visto crecer y tropezar tantas veces. Dejo la bici en la entrada y entro por la puerta pequeña del portón, de la cual tengo llave. Ando por la tierra unos pasos antes de que Leo y Cris, nuestros dos grandes Boyeros de Berna, me asalten. Me tiran en el suelo y podría decirse que me comen a besos, radiantes por verme. Y a mí se me cae alguna lagrimilla saludándolos. Cuando abrazo a Leo y este se me echa encima, un pequeño sollozo se me sale. Joder, cómo quiero a estos chuchos.

Me levanto cuando al fin se calman y me sacudo el polvo de los vaqueros, que del azul claro han pasado al marrón. Camino el último trecho hasta la puerta de casa con mis dos perros siguiéndome. Agarro el pomo, sabiendo que cuando lo gire se abrirá la puerta y al final todo habrá acabado, estaré en casa.

El corazón me late deprisa, y no aguanto más las ganas que tengo de ver a mis padres, así que entro de una vez por todas y sonrío al ver a mi madre bajando las escaleras con la cesta de la ropa. La sonrisa no nos cabe en el rostro a ninguna.

- ¡Manolo! ¡Tu hija ha llegado! - Chilla ella mirando escaleras arriba.

Dicho eso, suelta la cesta y se abalanza a mis brazos, los cuales la esperaban deseosos. Abrazo a mi madre con fuerza y ella casi me asfixia a mí. Me río, y la risa se mezcla con el llanto. Por fin, por fin tengo aquí a mi madre.

- Te quiero, mami - lloriqueo sin poder contenerme.

- Y yo a ti, mi niña - responde llorando también.

Mi mundo vuelve a tener sentido cuando mi padre se suma al abrazo y al llanto. Ya está, tengo a mi papi y a mi mami, puedo descansar.

Estamos en casa.

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