20
La orquesta de grillos es la banda sonora de la noche.
Mientras nos alejamos, las luces de las luciérnagas van perdiendo brillo, distinguiéndose solo algunos parpadeos trémulos de vez en cuando.
Generalmente suelo ser una persona cuerda, pero ahora mismo siento algo muy parecido a la euforia o algo con adrenalina. No es como que sea mi estilo aventurarme a dar un paseo con alguien desconocido a mitad de la noche.
—Bien, Adara Rowins, ¿a qué debo el honor de este encuentro? —pregunto con actitud bastante extrovertida. «Raro».
—No lo sé. Supongo que aún no me acostumbro a la casa ni al vecindario. Además, me parecía muy raro que la casa de al lado no hubiera tenido movimiento en estas últimas semanas.
Entonces al ver que sí estaba habitada, pensé en saludar.
—¿En plena madrugada? —suelto con ironía mientras reprimo una sonrisa—. Vaya manera de hacer amigos. Lo siento, al menos es mejor que mis intentos de... no quise decir que... —me enredo con las palabras, y el sueño que empiezo a sentir no ayuda—. Lo siento, lo que quiero decir es que es una forma bastante singular de hacer amigos.
—¿Crees que soy rara? —pregunta como si estuviera ofendida.
—¡No, no, no! —«Ya lo arruiné», me lamento, pero trato de arreglarlo—: Solo que... —me interrumpe con una carcajada; entonces se da cuenta de su estruendo y se tapa la boca.
—¡Era broma! —exclama aun riendo, pero en voz baja. «Ok, sí eres rara», pienso para después recordar que yo soy más raro todavía. Trato de tomármelo a juego así que aquí vamos de nuevo:
—Háblame de ti —continúo un poco menos tenso. Este tipo de personas, las que prefieren reírse contigo en vez de reírse de ti son con quienes más cómodo me siento, pues sacan a relucir una personalidad que yo no sabía que tenía.
En la siguiente hora llego a conocer a Adara Rowins, una chica pelirroja proveniente del sur, con padres reporteros que acaban de adquirir una de las imprentas de periódicos de la zona. Una chica amante de la danza con una gran dulzura y carácter espontáneo. Una persona que se ríe por todo, por nada y por si acaso. Sin embargo, no lo hace como si estuviera desquiciada, sino que lo hace con una naturalidad tan única que resulta difícil no contagiarse y reírse con ella.
El tiempo se pasa volando. A mis ojos pudiera parecer un sueño bastante loco. Como si mi subconsciente deseara crear un amigo imaginario con el cual pasar tiempo durante estas vacaciones. Sin embargo, esto es real.
Recuerdo que incluso cuando era pequeño se me dificultaba hacer amigos. Recuerdo a los niños jugando fútbol, a las niñas jugando a la casita o a la familia; yo siempre terminaba jugando solo. Mi situación actual no era tan diferente, hasta que conocí a Ronnie, y es gracias a él que conozco a más personas además de los profesores y la señora de la biblioteca.
Mientras conversamos, caminamos por todo el vecindario. Como ya sé dónde guardan mis padres las llaves de repuesto, no me preocupo por quedarme fuera.
Yo sé que el mundo es un caos, pero al menos en este vecindario todo está tranquilo. Donde ahora estamos, el alumbrado público funciona bastante bien; hasta pareciera que fuese de día.
Entramos en una tienda que está abierta las 24 horas para comprar golosinas (aunque ella solo ha dicho que comparamos dulces como si fuera un chiste, yo accedo y lo hago). A papá no le molestará que tome un poco de dinero de su tarjeta.
El gesto la impresiona.
Gomitas, refrescos, dulces y frituras son nuestro festín. Empezando el día con un desayuno balanceado. Siempre fit nunca infit.
Empiezo a creer que comer frituras en la mañana tal vez no sea la mejor idea, y no es porque no sea saludable (o sea no es saludable pero mi preocupación no es por eso) sino porque hago demasiado ruido al comerlas. De noche, solos, donde el ruido de los grillos ha empezado a menguar, sueno como un ratón que está royendo algo.
Cuando me detengo sé que Adara también pensaba algo similar. Porque me mira sonriendo, no de forma coqueta, sino en son de burla.
—Ya sé que parezco un ratón —intento bromear
—No pareces, suenas como uno —se ríe y entonces me lanza una gomita a la cara—. Entonces ratonzuelo, ahora háblame de ti —dice metiéndose otra gomita a la boca para después pegarle un sorbo al refresco.
—Pues... —¿Cómo le dices algo a alguien y que no piense que eres el ser más aburrido del planeta o un perdedor? Trato de ser honesto, pero sin sonar tan aburrido—. Mis padres trabajan casi todo el día así que prácticamente al regresar de la escuela estoy solo, son como adictos al trabajo o algo así. Me gusta la música, cantar, tocar violín, leer, estudiar.
—Eres un estuche de monerías —dice entre risas. Entonces continúa, pero sin usar un tono tan lastimero—: Lamento oír lo de tus padres, ¿no hablas mucho con ellos?
—No, pero está bien. Soy más independiente en cierto punto.
El destello cobrizo que emite su cabello cuando se expone a la luz del alumbrado público me hace recordar al muchacho pelirrojo con su padre en el aeropuerto. Antes de que me empiecen a doler las manos interviene Adara para hacerme una proposición que normalmente rechazaría, pero que acepto por mera cortesía.
—Este viernes tendré una fiesta de piscina en mi casa a las 3 de la tarde, ¿te gustaría ir?
—Claro. ¿Qué llevo? —me mira esbozando una sonrisa algo pícara.
—Tu traje de baño.
«¿Quiere darme a entender algo?».
Antes de devanarme los sesos en busca de una respuesta caigo en la cuenta de que traje de baño para la gente normal (o con autoestima promedio) significa un bikini, un sunga o unos shorts, mientras que para mí significa al menos dos prendas: shorts y una playera.
La verdad, desde que tengo memoria, exponer mi cuerpo a los demás siempre me ha hecho sentir muy incómodo. Recuerdo que a los 5 años (la edad a partir de la cual tengo recuerdos) andaba jugando dentro de la casa solo en calzoncillos. Pies descalzos, piel al aire y de buenas a primeras empecé a tener una sensación que no supe identificar. La palabra que usaría ahora sería inmoral o algo parecido a ello. Algo que me hizo sentir vulnerable y muy incómodo. Desde ese momento en adelante nunca he estado descalzo, salvo para ir a la cama o para tomar un baño.
Pues bien, desde mi niñez hasta mi adolescencia nunca he expuesto mi cuerpo a la vista de los otros (aunque en Cancún usé ropa de lycra, siempre tenía puesto algo sobre mi torso). Como dije, incluso estar descalzo me acompleja. Y ahora... ¿Cómo se supone que me exhiba de esta manera?
No soy gordo, pero tampoco tengo abdominales como los mastodontes que tantas veces me han humillado
«Noah, quedaste en que los ibas a perdonar», me regaña mi mente.
Lo que quiero decir es que soy bastante fácil de pasar por alto. Pero por alguna razón, no dejo de pensar en que los demás estarán al pendiente de cada movimiento que haga. Es ridículo, pero es como suelo sentirme.
En la escuela he visto de todo. Los del equipo de natación, los de béisbol, baloncesto, fútbol. Se me pone la piel de gallina al recordar los cuerpos semidesnudos de los chicos que utilizaban las duchas y los vestidores después de la clase de educación física.
No todos tenían el mejor cuerpo, pero al menos tenían algo decente. No puedo dejar de hacer comparaciones; lo he intentado, pero no puedo. Tarde o temprano aparece alguien que me recuerda lo poco valioso que soy físicamente.
En el transcurso de nuestra caminata nocturna Adara y yo nos hemos alejado alrededor de 7 cuadras, a esa distancia se encuentra la tienda donde compramos chucherías. Hay otras tiendas cercanas a mi casa, pero ninguna estaba abierta.
Llegada esta hora la orquesta filarmónica de los grillos ha finalizado el espectáculo y las luces de las luciérnagas brillan por su ausencia. El clima fresco y los soplos del aire matinal hacen que el verano cambie a otoño, al menos hasta que salga el sol. Miro con asombro la luna, que parece una uña amarillenta, su brillo hace posible diferenciar las oscuras nubes que bailan en el cielo al son de las corrientes de aire.
Mientras caminamos Adara y yo no intercambiamos palabras. El bostezo de uno se le pega al otro, esa es nuestra charla, de vez en cuando intercambiamos sonrisas, pero, aunque nuestras bocas enseñen los dientes, han dejado de brotar palabras.
De vez en cuando huelo mi aliento, que tiene un aroma a frituras enchiladas. Mis lentes se empañan cuando lo hago.
Lucimos bastante raros (aunque para mí eso ya es decir). La pijama de Adara es prácticamente una blusa de tirantes, y unos minishorts. Me pregunto si no tendrá frío.
Adara se talla los ojos y no deja de bostezar. Ambos llegamos a las puertas de nuestras casas, una hora antes del alba. Como es la última semana de vacaciones, aún podemos darnos el lujo de dormir como tronco hasta medio día.
Ahora soy yo quien abre la boca:
—La siguiente semana inician las clases. ¿En dónde queda tu escuela?
—Iré a la más cercana, la que queda cerca del supermercado.
—¡Yo estudio ahí! —exclamo lo más silenciosamente posible, porque el único ruido que hay es el de nuestras voces.
—¡Estupendo! —bosteza de nuevo y yo me trago el mío para no arrugar la cara—. Un gusto conocerte Noah nocturno.
—Igualmente dama de la noche —respondo con el mismo aire burlón, pero amigable.
Veo como entra a su oscura casa sin hacer apenas ruido. Una vez que cierra la puerta mis párpados comienzan a cerrarse. Entro a mi casa, cierro la puerta tras de mí, y deambulo por ella con los ojos cerrados, guiándome solo con el sentido del tacto. Podría andar por toda mi casa con los ojos cerrados y no me tropezaría ni me desubicaría. Conozco mi hogar como a la palma de mi mano.
Me quito los lentes y los pongo sobre la mesita de noche. En cuanto me recuerdo, me desvanezco.
Necesito una gran fuerza de voluntad para abrir mis ojos. Son las 12 del mediodía y mis ojos están cubiertos de lagañas; cuando me acerco al espejo puedo ver incluso sin mis lentes la oscura sombra que rodea mis ojos rojos. Lagañas, ojos cansados y ojeras son lo primero que veo al despertar. Vaya forma de empezar el día.
Mis cortinas están cerradas, excepto la de la ventana que mira a la casa de mi amigablemente peculiar amiga... la dama de la noche.
Aunque todo lo que pasó en la madrugada fue real, parte de mí no deja de preguntarse si habrá sido un sueño. El reflejo de mis ojos en el espejo testifica en contra de mi volátil pensamiento.
El calor del mediodía hace que me sienta doblemente motivado a tomar una ducha. Desnudo, me recuesto sobre el piso blanco que hay en la regadera; es un espacio bastante grande como para que me recueste boca abajo. Me relajo mientras las frías gotas de agua chocan contra mi espalda. En la posición en la que estoy, con la mejilla sobre el suelo, veo cómo choca cada gota contra la superficie blanca.
Entro en un letargo donde me desconecto de la realidad. Siento que no estoy vivo, que lo que veo no es nada. Las gotas frías son lo único que hacen que me aferre a la realidad.
Cuando finalmente me reincorporo me ducho en tiempo récord. Me seco y contemplo mi cuerpo desnudo en el espejo de siempre. El sol de las playas de Cancún ha dejado mella en mi piel, no se nota mucho porque usé bastante protector solar; mis chapitas rojas hacen que me vea más inocente de lo normal.
Más o menos.
En un minuto recuerdo todo lo que pasó en la noche. He aceptado una invitación que probablemente me hundirá de nuevo en la inseguridad.
Viernes, fiesta, piscina, sol... no debería salir mal, ¿verdad?
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