18
Me siento en la playa a unos metros del inmenso mar, debajo de la sombra que ofrece la sombrilla de playa.
Como he comido como puerco debo esperar media hora para meterme de nuevo al agua; tal vez sea un mito, pero estoy tan lleno que creo que el golpear de las olas sería suficiente para hacerme vomitar. Me cubro el hinchado vientre con los brazos a modo de protección.
La ropa que traigo puesta, una playera y shorts pesqueros de lycra color negro ya se han secado.
El color negro de mi vestimenta adelgaza significativamente mi figura (lo cual me viene bien en estos momentos porque mi vientre está hinchado de tanto comer), sin embargo, si no estuviera tan lleno hasta me atrevería a decir que me veo más o menos bien.
No es por presumir ni nada semejante, pero cuando me probé la ropa en casa, antes de siquiera empacarla; de perfil frente al espejo, bueno... solo diré que la curva que se forma debajo de la espalda es bastante pronunciada.
Muy pronunciada.
Podría verme bien, si es que tuviera 13 años, ¡pero tengo casi 17!
Mi complexión física no es delgada, aunque tampoco soy gordo. Más bien, diría que estoy a la mitad (evidentemente, me vería mejor si fuera alto).
Me levanto de donde estoy, tratando de quitarme la arena que ha logrado meterse en mi ropa interior. Solo empeoro la situación.
Volteo a ver a mis padres, reposando sobre esas sillas para tomar el sol, bebiendo de su coco con sombrillita.
Después de que terminamos de comer salimos de la pequeña jungla donde se encontraba el buffet y salimos a la playa más cercana que es donde ahora estamos.
Esperar sin teléfono (lo deje en el casillero) hace que pierda la noción del tiempo, el único que conoce la hora es mi padre, que no se quita su reloj por nada del mundo.
La verdad, no quiero estar importunando a mis padres, será mejor distraerme con otra cosa.
—Voy a ir a dar una vuelta mientras se me baja la comida.
—No te alejes mucho ni te metas al agua si no estamos nosotros —me advierte mi madre como si estuviera hablando con un crío de 7 años.
—Sí, ve —dice mi padre sin ánimos. En su cabeza solo están el sol, mamá, su coco y él.
Camino hacia el norte hasta llegar a una especie de cuenca que se conecta con el mar. El agua verde esmeralda cristalina permite ver el fondo de la cuenca, donde decenas de peces de colores nadan a sus anchas. Con solo verla sé que es profunda, pero sus aguas no están agitadas, solo unas pequeñas ondas decoran la superficie. Los rayos del sol se reflejan en mi cara a la vez que dibujan interesantes figuras en el fondo de arena blanca.
Como ver la cuenca de agua no hace más que avivar mis deseos por meterme al agua (y por lo tanto impacientarme) me dirijo a mi derecha, donde un trabajador del parque me invita a pasar.
El hombre joven de ojos azul cielo esboza una sonrisa tan perfecta que impacienta.
Las tortugas marinas bebé llenan una fuente de azulejo muy bonita.
El mismo hombre sostiene a una tortuguita del tamaño de una moneda y se las enseña a los niños que están cerca. Les habla tan bonito que no puedo permitirme odiarlo. «Ojalá yo tuviera la misma paciencia con los niños que este hombre», pienso con una leve sensación de culpa. Después caigo en la cuenta de que tiene que ser así, puesto que una zona turística y costosa debe de ser bien remunerada.
Dejo de sentir empatía por el hombre de sonrisa demencial y salgo del lugar. Ya he visto muchas tortugas marinas cuando fui a Hawái hace dos años.
Camino siguiendo el sendero hasta llegar con una especie de mini zoológico. Flamingos, monos araña, guacamayas, loros y otros animales me observaban sin recelo, acostumbrados al contacto humano. Aunque tengo la tentación de acariciarlos, el miedo vence al gusto de hacerlo.
Después media hora vagando y viendo lo hermoso que es el lugar regreso a donde mis padres estaban tomando el sol. Casi puedo imaginarme la marca del reloj en la muñeca derecha de papá (pues al igual que yo, mi padre es zurdo y porta el reloj en la otra mano). Cuando uno se broncea hay que hacerlo inteligentemente para no quedar como helado napolitano: de diferentes colores.
Cuando llego a la playa, la intensidad del sol ha bajado considerablemente, pero sigue lastimando la vista. La brisa fresca me seca el sudor de la frente a la vez que los innumerables granos de arena reflejan los rayos del sol en mi pálida piel, protegida por una gruesa capa de bloqueador solar.
—¿Dónde estabas? —empieza mi madre un tanto desesperada—. Te llamé al teléfono y no contestaste.
—Lo dejé en el casillero —respondo tranquilo, pero mi respuesta apacible no evita que mi madre ponga los ojos en blanco—. No quería que se mojara.
A continuación, mi madre con su impulso sobreprotector empieza a relatarme una historia que le contó mi abuela sobre el hermano del amigo de una tía política y cómo murió por un calambre que sufrió en el agua. Odio cuando hace esto. Mi padre tampoco parece disfrutarlo mucho pero no interrumpe a mi madre.
De vez en cuando ambos se ponen de acuerdo para lanzarme este tipo de pláticas donde yo tengo que morderme lengua y bloquear todo lo que digan.
Es una pérdida de tiempo, porque yo no me he metido al agua ni los he desobedecido. Evito que mis emociones me delaten poniendo un rostro impasible y dándoles el avionazo.
Al final dejan que me meta al agua.
Aunque no estoy en la cuenca que vi hace rato, en esta zona de la playa hay varios peces, eso sí, no está muy profundo.
Me refugio del sol debajo de un muelle que está a mi izquierda, sobre una base de concreto. Me sacudo la ropa dentro del agua para quitarme la arena que tenía dentro del traje de baño.
Entonces me pongo a nadar como nunca antes lo había hecho. Recuerdo cuando aprendí a nadar: era un lago con agua muy fría, yo tenía 8 años y mi padre tenía otro empleo que le consumía menos tiempo (a decir verdad, no recuerdo en qué trabajaba). Ese día me enseñó a patalear, flotar, aguantar la respiración y bracear sobre el agua.
Siendo honesto, no me gusta nadar sobre el agua, prefiero hacerlo dentro de ella, aunque esto signifique aguantar la respiración.
Me pregunto cómo es que no se me ha olvidado la técnica para nadar, he practicado un poco de vez en cuando, pero, aunque nuestra piscina es grande no es olímpica.
Mientras mis dedos se arrugan en el agua salada el sol continúa su ruta por el cielo, hasta que este cambia de un tono azul a uno naranja.
Odio el agua salada, no puedes abrir los ojos debajo del agua, o al menos yo no puedo hacerlo por mucho tiempo sin que estos lagrimeen y se enrojezcan. Además, si te entra en la boca o en la nariz la sal hace que pases un mal rato.
Sin embargo, no lo paso tan mal, ya que cerca de aquí hay unas piletas donde se resguardan a los delfines y se permite nadar con ellos.
—¡Noah! —me llama mi padre—. ¿No quieres nadar con los delfines?
—¡Ya voy! —exclamo tan emocionado que parezco un niño de 5 años.
El lugar es como una piscina pero que conecta con el mar, de modo que el agua de los delfines siempre está renovándose.
El presentador nos introduce con los dos delfines, Polly y Bottle, una hembra y un macho respectivamente; 15 minutos de nado con delfines es lo que toma toda mi familia. Mis padres están fascinados por los animales que tienen ante sí, y yo no soy la excepción. Ellos se divierten con Polly y yo con Bottle. Hay más delfines en otras piletas, donde la gente nada con ellos o al menos disfruta ver a estas maravillosas criaturas.
Contrario a lo que yo pensaba la piel grisácea de Bottle es dura y firme. Me lanza agua por su espiráculo y me chilla una y otra vez como si tratara de hablar conmigo. Entonces, por 15 minutos solo somos Bottle y yo.
Sí, qué bien nos lo pasamos.
Cuando el tiempo se agota el encargado nos pide amablemente que demos lugar a los siguientes. Me despido con un beso de mi amigo marino, sabiendo que nunca más lo volveré a ver. Duele un poco, pero mis padres me apresuran a la siguiente actividad: el mirador.
Después de caminar 10 minutos con dirección hacia el oeste, encontramos el mirador. La estructura metálica con grandes ventanas de cristal a la que llaman mirador sale disparada a varios metros por encima de los árboles a su alrededor. Para llegar a ella cruzamos un río poco profundo lleno de tortugas de río y nenúfares. El puente de madera por el cual cruzamos da la impresión de estar húmedo, aunque su superficie está completamente seca.
—Noah, tenemos una foto de la última vez que vinimos a este mirador. Estabas tan chiquito —dice mi madre con tono tierno y compasivo.
Desvío por un momento el sentimiento de vulnerabilidad que me ha provocado su comentario. Personalmente no me gusta que mis padres me hablen con ese tono, hace que me sienta débil y digno de lástima. Por otro lado, no tengo inconveniente en recibir lástima de otros, personas ajenas a mi familia. No sé si alguien más se sienta como yo.
Subimos al mirador. Los asientos continuos miran hacia fuera, con dirección a las ventanas. La suave luz del ocaso ilumina nuestras caras con un leve tono dorado, pero este efecto de luces no es nada comparado con lo que veo; todo el parque en el que estamos se puede ver a plenitud: cuencas con agua color turquesa, partes con abundante vegetación, un estadio dentro del parque, y el basto mar. Esto es algo que ven los pájaros de esta zona todos los días.
La visita al mirador tiene otra foto como recompensa o mejor dicho como penitencia. Esta ha de ser la quincuagésima foto de hoy, será por eso que tengo un tic nervioso en mis mejillas.
Con los últimos rayos de luz nos dirigimos al estadio, donde se presentará el tan ansiado show. Mis padres recuerdan con lujo de detalle el que se hizo la última vez que vinieron y esperan que sea igual de emocionante. Lo repiten tanto que casi es como si ya lo hubiera visto.
En la entrada del estadio nos reciben hombres y mujeres vestidos con penachos, como si fueran habitantes prehispánicos. Sus pieles están pintadas como si imitaran las manchas del jaguar, y los cascabeles que tienen en las manos y los tobillos no dejan de tintinear.
El estadio dorado está repleto de personas, yo diría que unas cinco mil. Cientos butacas de madera están fijadas a la estructura de piedras y concreto, pero hay tanta gente que no es fácil encontrar lugar para sentarnos juntos.
Con esfuerzo nos abrimos paso entre la muchedumbre y finalmente encontramos tres lugares donde nos sentamos juntos. Es una vista extraña para un estadio, miles de personas semidesnudas o portando trajes de baño toman posición para disfrutar de la función.
La función empieza hablando sobre cómo se invadió la región por los españoles, le siguen varios bailes típicos del país y finaliza con una canción que habla de México. En una parte, una guacamaya roja (que es parte del show) bate las alas y planea con elegancia dentro del estadio. Aunque a mí me parece poco tiempo, en realidad el show dura como una hora y media.
Seguramente habría disfrutado más del show si tan solo no hubiera estado martirizándome por mi apariencia.
Un chico de mi edad, bien parecido, de piel rosácea, cabello rubio cenizo y ojos verde agua es lo que se necesita para que en estos momentos mi autoestima trague polvo del suelo.
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