15
Nuestros asientos se encuentran un poco más allá de la mitad del avión. Es un avión muy bien equipado, ergonómico diría yo.
Los tres nos sentamos juntos. El avión consta de dos hileras (una a cada lado) de tres asientos.
La aeromoza, una vez que todos estamos dentro empieza el protocolo de lo que hay que hacer en caso de contingencias. Lo mismo que en las películas. Es importante, sé que lo es, pero mi mente divaga sobre lo que sucederá una vez que hayamos llegado.
Espero no arruinar las cosas. Mi padre en especial suele decirme que incluso en vacaciones no hay nada que me tenga contento. Y aunque es cierto que en ocasiones me molesto por cosas sin importancia, creo que lo dice más por mi expresión facial. Soy serio y me gusta porque lo demás no saben qué es lo que estoy pensando, pero mi padre lo confunde con molestia. Y para él yo siempre soy el que tiene la culpa. Soy el que le amarga la vida. Así percibo a mi padre. Los celos para con el chico pelirrojo vuelven. Trato de poner atención a la aeromoza, sin mucho éxito.
Lo único que atrapo de las instrucciones del avión es cuándo usar las máscaras de oxígeno y cómo ponerse los paracaídas; la aeromoza se retira después de indicar dónde se encuentran los sanitarios y agradece nuestra preferencia a esta aerolínea.
—Buenas tardes. Les habla el piloto Ferguson. El Airbus 370 está a punto de despegar. Sentirán un poco de turbulencia. Favor de abrocharse los cinturones.
Me abrocho, obediente a la instrucción. El avión se mueve hacia la pista. Una vez posicionado acelera notoriamente. Avanzamos más de dos kilómetros hasta que se empieza a elevar. Se sacude un poco, como dijo el piloto. Siento a mi cerebro sacudirse y me mareo un poco, pero logro estabilizarme.
Los grititos que pega mi madre no hacen más que irritarme internamente. Mi padre, que está sentado cerca del pasillo se ríe nervioso y le hace caras a mi madre en son de burla, como diciendo: "¿En serio gritas por esto?".
Me voltea a ver meneando la cabeza, como para que lo apoye. Me limito a menear la cabeza y poner los ojos en blanco, eso sí con una leve sonrisa para que no piense que soy irrespetuoso.
Miro por la ventana que tengo al lado cómo el suelo se aleja cada vez más. Un cielo azul con esponjosas nubes blancas son nuestro entorno ahora mismo. A mi izquierda está mi madre, que ha dejado de gritar.
Uno podría pensar que en un avión las personas guardan silencio, leen, escuchan música, ven películas, duermen... y algunos lo hacen, excepto mis padres, en especial mi madre.
Recuerdo que cuando era niño, mi madre no trabajaba, la acompañaba a todos lados. Recuerdo que siempre tenía algo para decir, nunca paraba de hablar. Y ahora no es la excepción.
Lo que para algunos pudiera parecer un viaje tranquilo, a mí me parece un interrogatorio, más o menos. Mi madre quiere que le cuente todos los pormenores de mis vivencias. Y nunca hay respuesta que la deje contenta.
A pesar de que mi paciencia se está viendo probada por la actitud intensa de mamá, yo contesto lo más directa y rápidamente posible, de modo que mis respuestas no sean consideradas irrespetuosas. Respondo tranquilo, pero voy al grano. A veces mis respuestas son una simple oración corta, otras solo un sí o un no. Y en una que otra respuesta le explico bien el tema.
La verdad, a veces me pregunta por cosas tan irrelevantes, como cuántos compañeros tengo, qué fue del hijo de una de sus amigas (hijo con el que no me junto ni sé nada de él) o cuánto saqué de calificación. «Por favor mamá, soy yo, obvio saqué 10», pienso.
Evito mencionar detalles innecesarios como el bullying sufrido, la canción, mi amor por Hailey, así como el surgimiento de nuevas amistades.
Por otra parte, mi padre, un hombre más serio y de menos palabras que mi madre (ambos se equilibran en cuanto a palabras se refiere) me pregunta dos o tres veces en todo el transcurso de la plática-interrogatorio.
—Bien. Ya saben todo de mí desde las últimas vacaciones —«Al menos lo que deberían saber»—. ¿A ustedes cómo les ha ido?
—Excelente. Es un trabajo muy ajetreado, pero sin el dinero que conseguimos no podríamos darnos el lujo de ir de vacaciones todos los veranos —responde mi madre, orgullosa de su trabajo.
—Nos ha ido bien —corrobora mi padre.
Mi padre empezó a contarme acerca del trabajo, hasta que lo interrumpió mi madre; de hecho, es mi madre y no mi padre quien se encarga de contarme sobre los compañeros de trabajo, anécdotas, estrés... prácticamente todo lo que han pasado, mientras yo hago una de las cosas que mejor se me da: escuchar.
Me trato de meter en la historia, me imagino la situación, las personas.
Estoy así gran parte del viaje. Hasta que por fin creo conocer o hacerme una idea de quiénes son las personas con las que estoy viajando. Suena un poco feo porque se trata de mis padres, pero, aunque triste, debo admitir que casi no los conozco, o no los conozco tan bien como debería.
Poco a poco las palabras comienzan a cesar. Ambos aprovechan dormir un poco (lo cual agradezco); deben tener energías para las actividades que haremos. Por fin tengo un poco de tiempo para mí. Tal vez suene muy básico para un chico de mi nivel económico, pero disfruto mucho hacer cosas mientras viajo, como escuchar música, leer o ver una película. Incluso a veces lo disfruto más que el propio destino.
Paso casi lo que resta del viaje escuchando música. A veces interrumpo mi repertorio para hacerle caso a la aeromoza, que trae bocadillos.
Estoy tan absorto en mi burbuja que el tiempo se va volando. Mis padres despiertan más o menos 10 minutos antes de que el piloto anuncie que hemos llegado a nuestro destino.
Las dos horas de vuelo ni las he sentido. Se me han ido tan rápido...
Al llegar entramos a la parte en el aeropuerto donde nos entregan las maletas. Ahora mismo son las cinco de la tarde. El sol aún está alto, pero con un resplandor no tan intenso.
Al salir del aeropuerto la temperatura del exterior es igual de alta que en casa, pero no se nota porque como estamos cerca de las playas el aire nos envuelve de vez en cuando.
Tomamos un taxi que nos deja en el hotel. Es un hotel grandísimo, de cinco estrellas, tiene vista al mar, piscinas, acuarios marinos con peces muy vistosos en cada habitación. Cada recámara es bastante grande, casi como una casa pequeña y tiene de todo: cocina, baño con jacuzzi y camas súper cómodas. El hotel es tan impresionante que estoy reconsiderando si mis vacaciones las tomaré aquí o fuera de él.
Cuando llegamos al hotel nos dieron las llaves... bueno tarjetas para entrar a nuestra habitación (la seguridad ante todo). Cada tarjeta tiene un código específico para cada habitación de modo que solo la tarjeta asignada puede abrir una puerta específica.
Ahora mismo estamos instalándonos en nuestra habitación, la 56. Está situada a la mitad del hotel, que debe tener como 30 pisos.
Mosaicos blancos, dorados y plateados decoran la alcoba, así como el baño con una tina bastante amplia. Este lugar es simplemente exquisito.
Aunque mis padres durmieron en el trayecto, están agotados por el viaje así que se toman una siesta (quién sabe por qué los adultos se cansan tan fácilmente; ¿O será porque no han descansado bien durante los últimos seis meses?). Mientras tanto, yo exploro el hotel y sus maravillas. Me pierdo un par de veces, pero finalmente llego a la piscina (o mejor dicho las piscinas, pues son cinco).
Tengo ganas de meterme, pero me da vergüenza. Además, sigo vistiendo la ropa del viaje (nadie se mete al agua usando pantalones de mezclilla). La vergüenza no se la atribuyo a mi vestimenta, más bien se lo cargo a mi cuerpo, ya que en la piscina hay varios hombres, mujeres, jóvenes; me pregunto si se tratará de un evento privado.
En cuanto llego es evidente que desencajo tanto por mi vestimenta, así como por mi físico. Me pregunto qué tanto tiempo y dinero habrá invertido esta gente en su cuerpo antes de estas vacaciones, es imposible de ignorar: mujeres con cintura bien definida, hombres y jóvenes musculosos y atléticos. Todos (corrijo, al menos la mitad) son atractivos. Tal vez no siempre deberían creerme porque, aunque la persona no sea exactamente una modelo o un fisicoculturista, siempre analizo todo, y siempre que veo algo que tienen y yo no, me derrumbo. Soy un chico de apenas 16 años en ruina emocional, todo gracias a la baja autoestima y a la envidia subyacente que amenaza con correrme.
Me retiro antes de que la depresión se apodere de mí.
Aunque ya he dejado atrás las albercas, noto punzadas en las palmas de las manos, tal parece que no me fui a tiempo; los sentimientos negativos empiezan a fluir. Les pongo un alto.
El sol ya se ha ocultado detrás de ese inmenso mar, sin embargo, el cielo todavía tiene esos débiles colores que tanto me relajan. Mis padres me llaman por teléfono y me avisan que iremos a cenar con unos amigos esta noche. En realidad, no los conozco, pero son amigos de mis padres así que no tengo más remedio que ir. Eso sí, antes me ducho y me visto para la ocasión, aunque es Cancún, o sea puedes andar como se te dé la gana. Elijo unos pantalones de mezclilla y una camisa manga corta de cuadros rojos y azules. Aunque me cueste admitirlo, me queda bien. Casi no uso ropa tan casual; siempre estoy vistiendo mis chalecos, mis camisas, corbatines y pantalones de vestir para ir a la escuela. Por eso verme en algo diferente que me sienta bien me fortalece. Trato de aferrarme a eso.
—¿A dónde iremos? —pregunto a mi padre.
—A su casa. Ellos pasarán a buscarnos.
—Son amigos de hace tiempo. Tienen un hijo, casi de tu edad —agrega mi madre.
—En diez minutos debemos estar afuera —anuncia mi padre viendo el reloj que porta en la muñeca.
Transcurridos los diez minutos estamos en la parte exterior del hotel, en la banqueta, esperando, mientras la fresca brisa del cercano mar nos acaricia las caras.
Es de noche, pero está tan iluminado que casi no lo parece. Al cabo de cinco minutos llega un hombre en un carro rojo. Mis padres lo saludan (y yo obviamente también lo hago, pero a mi discreta manera). Durante el trayecto a su casa, me quedo con partes de la conversación: su nombre es Pedro García. Trabaja en el mantenimiento de piscinas (algo muy útil en esta zona, por lo cual me imagino gana bien). Mis padres lo conocieron hace varios años, cuando solo mi padre trabajaba. Mi padre le hizo no sé qué favor y tiempo después (cuando yo tenía como tres años) Pedro le brindó su ayuda para encontrar un buen hotel. Han mantenido el contacto.
Al llegar a la casa me doy cuenta que tal vez Pedro no gane tan bien como yo suponía. Vive con su esposa y su hijo en un apartamento no muy grande. Como sea, a una persona no se le juzga por cuánto dinero tenga.
Lo importante es que nos la pasamos bien. Su esposa es muy agradable y su hijo también. Mi padre en especial se interesa por el muchacho, que tiene unos catorce años. Platican mucho juntos de no sé qué mientras la comida se sirve. Mi madre ayuda a la anfitriona a servir la mesa, platicando como guacamaya. Por otra parte, Pedro trata de hacerme plática a la cual respondo lo mejor que puedo. Miro a la familia. No son muy altos. Morenos, con rasgos de esta zona y un acento muy sureño. El muchacho que tanto habla con papá mide lo mismo que yo, es moreno y con orejas un poco prominentes. Aun así, a mi padre le agrada.
Solamente espero que yo también sea agradablepara mis anfitriones.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro