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Prólogo

Trece años atrás. Tokio, Japón.

Mis mocasines negros se hundieron en el barro mientras avanzábamos por la lúgubre colina. Me dolían los ojos de tanto llorar, no podía controlar el entumecimiento en mi cuerpo. Estaba demasiado exhausta debido a las lágrimas y me preguntaba si volvería a experimentar la felicidad.

Lo dudaba.

Hoy era unos de los días más tristes de mi vida.

El aire helado me golpeó las mejillas y me detuve a mirar el cielo con un sollozo. La lluvia caía a cántaros. Parecía que el resto del universo lloraba su ausencia. Una luz se había apagado y solo dejó dolor en su lugar.

—¿Qué estás haciendo? —Me sobresalté al escuchar la voz de mi hermano mayor y agaché la cabeza—. Sigue caminando.

En lugar de obedecer como siempre lo había hecho, mis pies no querían moverse y me mordí el labio para contener el llanto. Yo no era fuerte ni valiente como él. Era una niña débil. Demasiado sensible. Vivía en un castillo de cristal, una fantasía que mi madre se había encargado de construir. Y con su muerte todo lo que alguna vez había creído fue destruido.

Cada secreto y mentira empezaron a cobrar sentido desde esa noche. Todas las veces que iba acompañada por diez hombres a cualquier lugar. Los equipos de seguridad, las armas, las extrañas reuniones y los constantes ataques. La niña dentro de mí estaba abriendo los ojos y odiaba mi realidad. Una dónde mi familia no era normal. Mi padre y mi hermano hacían cosas muy malas. En consecuencia, perdimos a mamá. La única que nos mantenía unidos.

—¿Nara? No me obligues a arrastrarte.

Un grito se construyó en mi garganta, pero la contuve. Era más ira que agonía. Una rabia ardiente y consumidora. Estaba dolida, decepcionada y tan enojada. Con él. Con padre. Con todos aquellos que me mintieron para protegerme. Yo era la princesa intocable. Un alma pura que nadie debía ensuciar. Y esa regla estricta mató a mi madre. Ella había dado la vida por mí. ¿Cómo esperaba que sobreviviera después de su sacrificio? Deseaba ocupar su lugar, deseaba ser desesperadamente la mitad de fuerte que Cato. Quizás si sabía cómo empuñar una katana tal vez la habría salvado...

—¿Me odias? —pregunté en nuestra lengua materna, mis ojos llorosos apenas lograban distinguir su figura debido a la lluvia y las lágrimas. Mi cuerpo estaba empapado. El modesto vestido negro contrastaba con mi piel pálida—. Porque él lo hace.

Apretó los puños, con los músculos cargados de tensión. Su cabello negro se pegó a su frente y sus ojos rasgados se entrecerraron. A pesar de que éramos hermanos no teníamos mucho en común. A los dieciséis años él se había convertido en un asesino despiadado y respetado. Aterrorizaba las calles de Tokio gracias a sus entrenamientos y habilidades. Era la imagen perfecta de nuestro padre mientras yo era suave, delicada y sensible. Tenía sentimientos puros. Justo como madre.

—Él no te odia —respondió en tono plano—. Está afrontando la pérdida de una manera que no entenderías.

Algunos hombres del clan se quedaron en una esquina, mirándonos con desconfianza. Probablemente temían que sucediera otro ataque. Era muy común estos días. Ni siquiera respetaban la sepultura de mi madre.

—¿No entenderé porque soy una niña?

Cato se burló.

—Exacto, pronto no tendrás que lidiar con nada de esto. Estás destinada a algo diferente porque esa fue la voluntad de mamá. Tú no perteneces a nuestro clan, Nara —Se acercó con las manos en los bolsillos. Su traje negro impecable y pulcro. El hombre a su lado sostenía un paraguas sobre su cabeza—. Te lo haré simple. Serás enviada a un castillo perfecto y nadie contaminará tu pureza. Olvidarás lo que fuiste alguna vez y vivirás como una princesa. Papá y yo no seremos parte de tu mundo.

Mi pecho se agitó con otro sollozo. Mi mundo no era perfecto, pero era todo lo que conocía. No me veía a mí misma dejando atrás el pasado. Quería afrontar mi realidad por más que lo odiara. Era perturbador y desconcertante admitir que anhelaba la venganza. Ver muertos a aquellos que me arrebataron a mi madre.

—¡Ya no soy pura!—estallé y los ojos de Cato se abrieron de par en par—. ¡No me iré de aquí hasta que ellos paguen!

Mi hermano caminó a grandes zancadas y me agarró de la barbilla. Miré sus ojos oscuros vacíos de cualquier emoción. Ya no había humanidad allí. Solo un odio tan profundo que me provocaba escalofríos.

—Muy valiente—sonrió y noté una pizca de orgullo en su voz—. Fue revelador de tu parte y me hubiera encantado entrenarte, pero el clan ha cerrado sus puertas para ti. Esta misma noche serás enviada a Italia y jamás regresarás.

Lo miré boquiabierta y dejé que mi mente procesara sus palabras. Desde que era una niña había deseado conocer Italia gracias a las anécdotas de madre. Sabía que ahí vivió los mejores años de su vida y me prometió que lo visitaríamos juntas. Era trágico pensar que cumpliría su sueño sin ella.

—Yo...

—Vamos —Tomó mi brazo y empezó a arrastrarme—. Padre nos matará a ambos si demoramos otro minuto.

Dejé que me guiara al último tramo de la colina y nos detuvimos en el círculo formado por más hombres vestidos de negro. Padre se encontraba mirando el ataúd cubierto por tierra. Su expresión en blanco e indiferente. Él también tenía un aspecto feroz como Cato. Cabello negro, rizado en la parte inferior y salpicado de canas. Ojos marrones del mismo color que los míos y cejas que le daban un aspecto intimidante. Me sorprendió que notara mi presencia.

—Acércate —ordenó. Lo hice con las piernas temblorosas. Lo respetaba y le temía, pero también empezaba a odiarlo por el estilo de vida que llevaba. Una que nunca dejaría atrás, ni siquiera por la memoria de mi madre. Era el causante de todos mis problemas y los sueños destruidos—. Tu madre no quería nada de esto.

Elevé la barbilla, disimulando tener la fuerza que no poseía.

—¿Pero tú sí?

Supe que cometí un error cuando recibí una bofetada que hizo girar mi rostro y la sangre corrió por mi labio inferior. Era la primera vez en mi joven vida que le hablaba así a mi padre. Él era la máxima autoridad de nuestra familia y faltarle el respeto significaba la muerte. De reojo vi a Cato irritado y molesto por mi actitud.

—Mírame —graznó y obedecí con los ojos ardiendo—. Deberías estar agradecida por seguir viva después de lo que hiciste, niña estúpida. Tu imprudencia nos trajo aquí, ¿recuerdas?

Sacudí la cabeza de un lado a otro.

—No...

Puso la mano en mi brazo y lo apretó con tanta fuerza que pensé que me arrancaría la extremidad del cuerpo. Cato mintió. Padre me odiaba y acababa de comprobarlo. Lo supe desde el momento que madre había recibido esa bala por mí.

—Marina estaba empeñada en protegerte y permití que te mantuviera en la oscuridad —gruñó—. Pero ella está muerta y es hora de que entiendas que nuestra familia nunca ha sido normal. Jamás lo hemos sido. Somos un clan criminal y matamos por dinero.

La verdad se volvía más fría y cruel delante de mi cara. Con cada grano de arena que lanzaban al ataúd de mi madre se llevaban mis ilusiones y mis sueños. Esto no era un cuento de hadas. Era la mafia y tenía que vivir con el peso de ese hecho para siempre.

—La última voluntad de tu madre es que tengas la vida más normal posible, Nara—continuó el hombre que había matado mi inocencia—. Por eso a partir de ahora ya no serás una Ozaki. Solo una pequeña niña huérfana que vive en los suburbios de Italia con su abuela. Nunca le dirás a nadie lo que fuiste una vez o lo que somos tu hermano y yo. Estás muerta y así será los siguientes años. ¿Entiendes?

Asentí y volví a mirar el ataúd. Los pétalos de la flor de cerezo caían sobre él, llevándose mi corazón allí mismo. A madre le hubiera encantado descansar aquí. Sabía que lo amaría. No quería que su muerte fuera en vano. Haría que valiera la pena.

Yo... viviría por ella. Por su memoria.

—Entiendo, señor.

Esa misma noche subí al avión con una nueva identidad y dejé atrás mi antigua vida.

Ya no era Nara Ozaki.

Era Nara Lombardi.

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