9. En camino a Beroa.
Al día siguiente, la luz del sol entró vagamente por la pequeña ventana que había junto a la cama. Kimiosea soltó un gran bostezo antes de levantarse y tratar de comprobar que todos los sucesos anteriores no habían sido parte de un sueño. Se sintió decepcionada al notar que estaba en el pequeño cuarto frío de Ífniga, y no en su elegante habitación del Coralli. Comenzó a arreglarse lo mejor que pudo, la ropa de su maleta ya se había secado casi por completo. Después de mucho tiempo de no haberlo usado, se colocó un vestido azul que tenía un decorado al frente y mangas vaporosas. Cepilló su cabello corto y después levantó la maleta húmeda para colocarla sobre la cama. Se había ido tan rápido que no recordaba exactamente lo que había empacado.
Sacó unos cuantos vestidos, luego un montón de cartas que tenía guardadas y, al final, la caja plateada que su madre le había obsequiado antes de que se fuera al Coralli. Realmente creyó que el contenido de la caja no era más que frascos vacíos de tinta y plumas usadas, así que lo dejó a un lado y siguió sacando cosas de su maleta. Cuando llegó al último objeto, la bolsita de niros, volvió a meter todo. Aventó la maleta a una esquina, caminó hacia la puerta y se dispuso a bajar.
Las escaleras ya no parecían ser eternas, realmente era una distancia corta entre el pequeño restaurante y su cuarto; cuando iba a la mitad del recorrido, sus sentidos se vieron invadidos por un delicioso aroma a canela. El estómago le rugía.
Kimiosea se acercó cautelosamente hasta la señora que le había dado la habitación y le pidió un desayuno económico. No pasó mucho para que la encargada regresara con un plato de pan frito cubierto de salsa de mantequilla y nuez y un Ífuo; parecía que la mujer se iría después de eso, pero de pronto volteó y se sentó junto a Kimiosea.
—Bien.... ¿Cuál es tu historia? —preguntó la mujer que parecía mucho más alegre que el día anterior.
—¿Disculpe? —dijo Kimiosea al mismo tiempo que daba una mordida a su pan frito con los ojos muy abiertos.
—Sí, vamos, no me vayas a negar que tienes una —continuó la señora sonriendo—. Todos tenemos una, sólo que los que vienen a parar aquí suelen tener las más interesantes. —Kimiosea terminó con su bocado y le correspondió la sonrisa.
—Bueno —comenzó la muchacha—, es algo complicado, ¿sabe? Creo que, para comenzar, debería preguntarle si conoce a Dreikov Amara.
—¿Dreikov? ¡Claro! —respondió la encargada—. Es una lástima conocerlo.
—¿Sí? —preguntó Kimiosea con un tanto de curiosidad y otro tanto de ironía.
—Ese chico, siempre tratando de engatusar a alguna incrédula para llevarla a su casa a que le ayude con la limpieza.... Pobrecillas, siempre se van hechas pedacitos —explicó la mujer causando que Kimiosea sintiera un pequeño vacío en su estómago.
—Pues.... Yo fui una de esas incrédulas —rio amargamente la joven, y la encargada se llevó una mano a la boca como arrepentida de lo que acababa de decir—. Yo fui una tonta, creo que abandoné a un gran hombre por ir tras de Dreikov. —Kimiosea dio otra mordida a su desayuno.
—Lo siento tanto —expresó la mujer sorprendida y Kimiosea sonrió.
—Créame, yo lo siento aún más —respondió ella y dio un trago a su Ífuo—. Trataré de remediar lo que he hecho y viajaré de regreso a Beroa.
—Qué lindo es Beroa —comentó la mujer—. Me alegro de que no vayas a pasar por Farblán, en este momento hay un caos total.
—¿Qué? —preguntó extrañada la joven.
—Sí, gracias a ese intento de monarca, las cosas van de mal en peor allá en Farblán. La gente está muriendo de hambre. Aunque.... Aquí no estamos mejor, las cuotas han incrementado. Es una tristeza, extraño tanto al rey Sáfano y a la reina Mickó —expresó la mujer soltando un profundo suspiro—. Toda la familia Constela había sido formada, indudablemente, por los mejores gobernantes que un reino pudiera pedir... Pero Ciro vino a arruinarlo todo. Sólo un milagro puede salvarnos ahora.
Kimiosea no lo había notado, pero había dedicado tanto tiempo a atender a Dreikov que había perdido contacto, prácticamente con toda Imperia. Charló otro rato con la encargada del lugar, al mismo tiempo que disfrutó de un estupendo desayuno. Subió de nuevo las escaleras, después de agradecer por todo y pagar por la comida, y entró a su habitación lista para tomar su maleta e irse.
Al abrir la puerta de su pequeño cuarto, una suave corriente de aire frío la golpeó en el rostro. Tomó su maleta, que estaba ya toda maltratada, y se dirigió a la puerta; cuando dio un último vistazo al lugar, se vio deslumbrada por una particular luz. La chica soltó la maleta y se talló los ojos al acercarse un poco a su cama, se dio cuenta de que la luz era producto del sol reflejándose sobre su caja plateada de cartas.
Había olvidado por completo meterla en la maleta. Al sostenerla en sus manos sintió una enorme necesidad de abrirla. Se sentó sobre la cómoda cama y abrió lentamente el objeto.
Verdaderamente se llevó una sorpresa al ver que no había cartas ni plumas en la caja, eran recuerdos. No entendía cómo pudo olvidarlo, ella misma los puso ahí; pero realmente no quería detenerse mucho en ese detalle; estaba asombrada y conmovida cuando tomó su "broche mensajero" y se lo puso en el cabello. También estaba el collar que Shinzo había hechizado para las cuatro, no dudó ni un segundo en colocárselo con una gran sonrisa en su rostro. En otro espacio estaba su cuaderno de poemas que había escrito, a manera de diario, para el profesor Piuick, lo abrazó con todas sus fuerzas. El resto eran viejos apuntes de algunas de las materias favoritas de Kimiosea, así como notas que solían enviarles sus amigas, y algunas de Naudur. Cerró la caja precipitadamente al recordar a Naudur, la guardó en su maleta y salió del cuarto.
Comenzó a caminar por los caminos de Gueza, era un muy largo trayecto y fue hasta ese instante que recordó a Armania. ¿Qué habría sido de ella? La chica no se había encargado de pasar a los establos antes de graduarse, así que desconocía del destino de su compañera. Kimiosea no había extrañado tanto a su yegua como aquel día. Los irregulares y kilométricos caminos que tuvo que caminar con su maleta en mano, la hicieron acordarse de esos cálidos y cómodas viajes con ella como acompañante.
Se sintió culpable de haberla recordado hasta ese momento.
Cuando sus piernas no daban para más, por fin llegó a Beroa. No había tomado un ámbran porque no quería gastar sus pocos niros en transporte, prefería gastarlos en comida. Y así lo hizo cuando entró a una pequeña cafetería a cenar lo más económico que pudo encontrar.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, Kimiosea caminó hasta el centro de Beroa y buscó con desesperación el departamento que solía compartir con Naudur. Cuando por fin lo encontró, subió las conocidas escaleras llena de esperanza, deseaba con todo su corazón que Naudur la recibiera. Jaló su maleta con mucha dificultad y llegó hasta la puerta de madera, tomó aire y llamó a ella con su puño bien firme.
Esperó uno o dos minutos. Volvió a tocar. Volvió a esperar. El acto se repitió alrededor de veinte veces, la joven volteó a los lados confundida, no sabía qué hacer, a dónde ir, a quién recurrir. Así que se quedó otro rato sentada sobre su maleta y cerró los ojos con toda la fuerza que pudo, como siempre.
Al cabo de un rato recordó a la recepcionista que los había registrado la primera vez, y subió hasta el último piso jalando nuevamente su pesada maleta.
—Hola —saludó la rubia a una mujer que no quitaba los ojos de un libro de registros.
—Ya no hay cupo —dijo con seriedad la mujer que poseía una curiosa voz nasal.
—No, no, no... Vengo en busca de un chico de nombre Naudur Terlina —explicó la joven jadeando por el esfuerzo que hizo en las escaleras.
—Un momento —respondió ella colocando su dedo índice sobre el papel para ayudarse a encontrar el nombre—. Salió hace un tiempo de aquí.
—¿Qué quiere decir? —preguntó aterrorizada Kimiosea.
—Sí, salió hace un tiempo, ya no vive aquí —respondió la señora con impaciencia.
—¿En dónde está?
—¿Yo cómo voy a saberlo? —expresó bruscamente la encargada—. No llevo un registro de la vida de todos los que llegan aquí.
El cansancio la recorría como un manto reprochante por el esfuerzo que había hecho por llegar a Beroa. Al compás del polvo elevándose y cubriendo parte por parte su cabello, los pensamientos acosaban su conciencia. En primer lugar, dedicarse a la poesía no había sido una buena idea, si tan sólo hubiese hecho lo que tenía que hacer, probablemente estaría en ese mismo instante cumpliendo la labor por la cual estudió por cuatro años. Una pequeña lágrima asomó por sus dulces ojos puntualizando la idea de que ya no podía seguir avanzando.
Soltó un suspiro y se sentó en uno de los bancos de la conocida plaza y miró el suelo con tristeza reprochando a sí mismo por haber dejado a Naudur. Por su mente paseaban todos aquellos recuerdos que tenía con el muchacho, con aquel que se dibujaba en el futuro como el amor de su vida. Estudió por un momento las posibilidades que poseía a partir de ese instante. No quería aceptarlo, pero tal como se veían las cosas, no tenía más opción que regresar a Lizonia con su madre, aceptando así la derrota. Así pues, se limpió las lágrimas, aunque seguía acongojada por dentro, y partió decidida al centro de Beroa para tomar un samuar que la llevara a Lizonia.
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