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8. Perdida.


Ya comenzaba a anochecer y la chica no tenía más que un vestido verde muy ligero. A pesar de ello, Kimiosea no tenía frío, la temperatura era opacada por una sensación extraña que la recorría de pies a cabeza. Una sensación de bienestar.

El camino hacia Ífniga era muy despejado, consistía solamente en un estrecho sendero que lucía a sus costados enormes explanadas de pasto que topaban con un frondoso bosque.

Cuando las estrellas salieron, Kimiosea se detuvo un momento a admirarlas. Creía que jamás en su vida las había notado tan bellas como en aquel momento, llenas de brillo y de blancura. Siguió caminando por el sendero. Cuando comenzaba a pensar que esa travesía jamás terminaría, una gota de agua le cayó en la nariz.

La joven volteó al cielo y una más volvió a caer. Suspiró y siguió caminando. Al cabo de unos minutos un verdadero diluvio estaba cayendo en el lugar. La lluvia era tanta que Kimiosea ya no podía ver más que una enorme mancha gris al frente, así que decidió sentarse sobre su maleta con la barbilla recargada en los puños y el agua escurriéndole por el corto cabello.

Justo cuando estaba perdiendo toda ilusión pasó un ámbran, el transporte de Gueza, que llevaba al centro del mismo y al destino que quería encontrar Kimiosea: Ífniga. Se trataba de una carreta jalada por dos caballos solamente, en la parte de atrás estaban unas bancas pegadas a los costados de la carreta, de modo que sólo podían viajar, como máximo, doce personas.

Kimiosea se acercó rápidamente a él y el ámbran se detuvo. La joven tuvo que pagar veinte niros por el viaje, fue justo en ese momento que se dio cuenta de que, sólo contaba con mil niros de sus pobres ahorros.

Se sentó entre dos pasajeros que la miraron con desprecio al notarla empapada, y dejó su maleta frente a ella. Por obvias razones, su madre había dejado de enviarle dinero en cuanto se enteró de que saliendo del Coralli planeaba irse a vivir con Naudur. Aquellos mil niros eran los únicos sobrevivientes de su intento por ahorrar cuando trabajaba en la cafetería de Beroa.

El camino era bastante irregular, así que el ámbran se movía bruscamente a cada momento. Kimiosea comenzó a resentir las secuelas de su arrebato de ira, sorpresa y tristeza hasta ese momento. Sintió los hombros sumamente pesados, y la cabeza le comenzaba a doler. Intentaba quedarse despierta, pero el silencio de los pasajeros, combinado con el sonido de la lluvia, hizo que la joven se quedara dormida de un momento a otro.

Abrió los ojos lentamente al sentir que alguien la zarandeaba ligeramente. Cuando abrió los ojos, un anciano tenía las manos sobre sus hombros y la miraba con extrañeza.

—¿Qué sucede? —preguntó Kimiosea tallándose los ojos.

—Señorita, ya hemos llegado al centro de Gueza —explicó el hombre con el ceño fruncido —. Ya tiene que bajar. —Kimiosea soltó un bostezo y después miró alrededor. No había ya nadie en el ámbran más que ella y el anciano. Bajó lentamente observando el lugar donde estaba, seguía oscuro, probablemente ya era media noche. Casi no podía ver nada, así que regresó su mirada angustiada al anciano.

—Disculpe... ¿Sabe de algún lugar en donde pueda hospedarme? —preguntó ella con cautela.

—Pues... si caminas todo derecho sobre la calle de la izquierda encontrarás un restaurante, en la parte de arriba hospedan gente por cien niros la noche, ¿te sirve de algo? —inquirió el hombre y ella sonrió y le regaló un sincero "gracias".

La joven continuó lentamente por las calles de Ífniga arrastrando su maleta. Los charcos de agua fría que se habían formado por la intensa lluvia llenaban el camino y los pasos de Kimiosea sonaban estrepitosos por las húmedas calles. Ahora sí que tenía frío, y mucho, así que intentó apretar más los brazos hacia su cuerpo para generar calor. También empezó a sentirse cada vez más y más cansada, a pesar de que acababa de despertar.

Pasaron varios minutos hasta que admiró una cálida luz saliendo de un establecimiento. Caminó hacia en aquella dirección casi en automático. Tenía un poco entumidas las manos y los pies cuando soltó un suspiró para tomar la perilla y entrar al lugar.

Kimiosea recibió un calor envolvente que le resultó sumamente confortante. Había unas siete mesas con cinco sillas cada una, distribuidas por el opaco piso de madera; Kimiosea avanzó hacia una plataforma sobre la que había un escritorio con dos sillas al frente y una detrás, en ésta última se encontraba una señora de aspecto agradable y brillantes ojos que anotaba algo en un cuaderno.

—Buenas noches —dijo Kimiosea aclarándose la garganta que sentía un poco lastimada por el intenso frío que quedó tras la lluvia.

—Buenas noches.... ¿Quieres una mesa? —preguntó la mujer que se sorprendió al ver a la muchacha calada hasta los huesos y temblando mientras sostenía su pesada maleta con las dos manos.

—Me dijeron que aquí me podían rentar un cuarto —explicó Kimiosea dejando la maleta en el suelo.

—Sí, sí.... Serían cien niros por noche —contestó la mujer dudando que la muchacha pudiera pagar el hospedaje—. Necesito primero el pago. —Kimiosea asintió y se agachó para abrir su maleta. Todas sus pertenencias estaban completamente mojadas. Revolvió la ropa para sacar un pequeño frasco, y lo abrió para sacar las gruesas monedas de oro con un árbol de ramas prominentes que tenía cuidadosamente inscrito el nombre "Imperia" en la parte inferior y la inscripción "Niro" en la parte superior.

—De acuerdo, sígame, por favor —dijo la mujer abriendo un cajón y sacando una gran llave color bronce. Le hizo una seña a la joven para que la siguiera antes de comenzar a caminar.

Avanzaron por el establecimiento hasta llegar a una puerta de madera húmeda que custodiaba unas frías escaleras de caracol. Subieron y subieron hasta que Kimiosea perdió la noción. Tal vez el recorrido no era tan extenso, pero el frío y el cansancio le cambiaron la perspectiva de manera radical. Ya estaba quedándose prácticamente dormida al caminar, cuando la señora tomó la enorme llave de bronce y abrió una habitación.

Era un cuarto realmente básico, había una pequeña mesita de madera vieja, al fondo una pequeña cama que, a pesar de que parecía haber estado ahí hacía una eternidad, lucía sumamente suave y confortable y, por último, un pequeño baño a la izquierda.

La mujer le dio la llave a Kimiosea y, después de haberse puesto a su servicio, salió del lugar. Kimiosea realmente no quería hacer otra cosa más que dormir, pero una pregunta que había nacido en el ámbran no la dejaba en paz: ¿qué haría ahora?

La primera persona que se pasó por su mente, mientras miraba el techo hundida en las cobijas de la cama, fue su madre. Por muchos años odió su vida en el estructurado hogar que su madre y su padre habían construido para ella, pero no podía negar que extrañaba esa sensación de seguridad que le provocaba estar sentada en la mesa mientras su madre le servía la cena. Dio una vuelta en la cama y acomodó su almohada... "No.", pensó ella "Mi madre jamás me aceptará de regreso". Era muy cierto, pues la condición por haber ido al Coralli era que si fracasaba, ella no podría volver. Vaya que había fracasado, primero con Naudur, y después con Dreikov. Su mente se detuvo un momento en el primer nombre: Naudur.

Tal vez si le pedía una buena y sincera disculpa, Naudur la aceptaría de regreso. Parecía ser lo más factible. Kimiosea suspiró profundamente inhalando remordimiento y exhalando ese suave pensamiento que aún conservaba de que había hecho lo correcto. Aunque aún no descifraba si aquello era cierto. Ella no tenía ninguna referencia, eran sus primeros años como un ser totalmente independiente, y la vida se apareció al frente larga, borrosa y confusa. La rubia giró una vez más sobre su cama y se hundió aún más en las cobijas, antes de cerrar los ojos y quedarse profundamente dormida.

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