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12. Un camino interminable



Si algo bueno podía decir sobre su madre era, definitivamente, el hecho de que ahora contaba con Armania como compañera de viaje. El camino entonces parecía menos aburrido, ahora daba pinta de algo mucho más aventurero.

A pesar de todo lo sucedido últimamente, Kimiosea no pudo evitar sorprenderse con las bellas casas de Noif. La primera vez que fue ahí, le resultó impactante el hermoso paisaje que se extendía por toda la región. Los árboles descansaban humildemente sobre la tierra y el ambiente gritaba paciencia al viajante. Parecía repetirse en su mente la idea "Tranquila, todo está bien... Todo está bien."

La tarde comenzaba a caer y Noif parecía mucho más luminoso que Kánoa (de una forma espiritual, claro), pues aquella dorada luz que bañaba las calles de la otra región no transmitía la calidez que las sonrisas de los habitantes de Kánoa brindaban a cualquiera que pasara. La pesada maleta de Kimiosea seguía amarrada a Armania, sintió culpa y lástima por ella. No era su problema el hecho de que Kimiosea no pudiera encargarse de su vida de una manera correcta.

¿Correcta? Después de todo, ¿qué era correcto? Era la mejor estudiante de su generación y, al parecer, ahora era la única desempleada. Pero no todo estaba perdido, sus ojos se iluminaron cuando el palacio de Noif se levantó ante ella.

De inmediato escuchó unas fuertes carcajadas que provenían del interior, aquellos sonidos no hacían más que calmar el angustiada alma de Kimiosea. Bajó de Armania antes de entrar. Las risas provenían de uno de los jardines, así que la rubia caminó junto a Armania a la que sería su posible solución.

Ni había rosas más frescas que aquellas, seguramente no. Y seguramente tampoco se había sentido tan torpe como entonces, tropezando cada tres pasos y con las manos temblorosas, las mejillas encendidas y el corte de cabello mal hecho. Se acercó tímidamente a aquel grupo de personas que reían sentadas alrededor del Rey, si hubiera sido cualquier otra región, Kimiosea hubiera pensado que eran nobles, pero como era Noif, era el rey Hibresto y los niños corrían por el jardín llenos de pan y mermelada, la rubia supo que era gente del pueblo.

—¡Hola!—saludó una mujer regordeta sacudiendo el pasto de su regazo para caminar hacia la chica—. ¡Ven, siéntate!

—Niña. Qué cabello más lindo, le basta una cepilladita y quedará como cascadas de oro —comentó una chica cercana que tejía una corona de flores.

—¡Hibresto! —gritó la primera mujer—. Una forastera.

El silencio se hizo, pero no era un silencio incómodo, era más como cuando uno cierra un libro y se queda en silencio, tratando de conservar aquella última escena.

—¡Bienvenida! —gritó el rey desde lejos con una sonrisa plasmada como sello eterno.

Kimiosea trató de devolverle la sonrisa, pero aquel fresco gesto en ella lucía más burda y menos delicada de lo que jamás había sido. Sí, aquella sonrisa por la que se había hecho amiga de Esmeralda y con la que había enamorado a Naudur, ahora desaparecía tan sencillamente como el agua al evaporarse.

—Soy Kimiosea, majestad...

—¡Hibresto, muchacha! ¡Dime Hibresto!

—Claro... bueno, yo... —aquella intervención le hizo perder el hilo—. Necesito su ayuda. —En aquel momento la expresión del hombre cambió ligeramente, ahora era mucho más compasiva, se levantó y caminó hacia la rubia rápidamente.

—Dime.

—Yo... soy egresada del Coralli, soy dama dragón. Bueno, hace un tiempo que no tengo empleo, fui al palacio de Kánoa y no quieren aceptarme porque no acudí al viaje de selección... necesito un sustento. —El rey miró un momento el suelo con tristeza, repasando un millón de veces las opciones que tenía, hasta que, desafortunadamente, se le agotaron y tuvo que pronunciar aquellas palabras que detestaba.

—Lo siento, Kimiosea, en éste palacio no hay damas, solo estoy yo. —El corazón de Kimiosea dio un vuelco, y se notó, porque el Rey acongojado tomó entre sus manos las de la muchacha y la miró con ánimo de alentarla. —Puedes quedarte aquí mientras encuentras algo más. Tendrás todo lo que necesitas... lo que ambas necesiten —completó al mirar a Armania.

No quería la compasión de nadie, incluso cuando la necesitaba. Su semblante había cambiado y lo notó hasta que miró el espejo que descansaba en la habitación que le habían otorgado. Su cabello opaco, su mirada apagada, jamás había estado tan derrotada, pero es que lo estaba, realmente lo estaba.

Tropezó de la manera más patética, ante el impulso más patético. Destruyó los pocos sueños con desgarradas mentales, tan frágiles y estúpidas como ella misma. La chica arrastró su pesada y muy desgastada maleta al interior del cuarto. No le agradaba abrir la maleta, a pesar de ella era su única compañera, además de Armania.

La abrió lo más rápido que pudo y la cajita de plata y su cuaderno de escritura cayeron al suelo desordenados. ¿Ser poeta? ¿Cómo se le había ocurrido? Ahora aquella idea era la más patética y despreciable que Kimiosea pudiera imaginar.

Ni con toda la ayuda del mundo, ella podría llegar a ser la mejor poeta de Imperia. Abrazó el cuaderno, pero no supo precisamente el por qué... y cuando cualquier persona, después de haber pasado lo mismo que ella, habría tomado una ducha o bajado al comedor con una sola noche de cobijo, ella abrió el cuaderno, buscó una página en blanco y revolvió la maleta para encontrar una pluma.

Dos días han bastado para desprenderme de tu nombre,

comprendí hoy que aquello no se deshace del hombre.

Entre la niebla que embarga este bosque,

he encontrado que ni un alma me conoce...

Su puma se detuvo al escuchar cómo se abría la puerta. Unas mujeres, que le parecía haberla visto en el jardín, le sonrieron y colocaron una pijama sobre su cama.

—Gracias —balbuceó incapaz de hacerse escuchar por sobre sus desgracias.

Cerró el cuaderno de pronto. No podía seguir escribiendo, debería preocuparse por cosas mucho más importantes como lo que comería al día siguiente. Lucía como una perspectiva perfecta, pero no podía vivir para siempre en el palacio del rey Hibresto, por mucho que éste le insistiera.

En una de las preciosas paredes se encontraba un mapa de Imperia, dibujado con la mayor artesanía que la chica había visto. Los contornos y sombreados resaltaban aún más la extensión del reino. Kimiosea se colocó frente a él y escudriñó cada uno de los trazos con su mirada. Hubiera deseado llevárselo si pudiera. Lucía hermoso. Por un momento un horrible escalofrío la recorrió, ella estaba sola en aquel enorme lugar.

¿Qué región seguiría? ¿Cuál sería la nueva testigo de sus fracasos?... Figgó. Esa región que tocó su mirada en el mapa. Jamás había ido hacia allá, excepto en el primer paseo que tuvo con el Coralli, pero eso fue hace mucho. Comenzaba a hartarse de lo cotidiano, de lo conocido. Si comenzaría sola, entonces quería hacerlo en un lugar especial, en el que nadie la conociera. Volvió a hacerlo, volvió a cerrar los ojos con toda la fuerza que pudo, esperando lo mismo de siempre, que todo desapareciera. Pero, nuevamente nada desapareció, y en su lugar hizo su aparición una lágrima.

La noche ya abrazaba los sueños de la región de Noif, y los párpados de Kimiosea papaloteaban sin la autorización de la chica. Como parte de algún sueño, Kimiosea vió una pequeña y resplandeciente lucecilla blanca que la miraba desde la ventana... parecía tan nítida, pero la pesadez del viaje no la dejó admirar nada más y cayó rendida.

El sol respondió al desesperado llamado de Kimiosea, y se vistió con sus mejores ropas para acompañar a la chica de Noif a Figgó. Este viaje llevaría dos días, y no era realmente porque Figgó estuviera muy lejos de Noif porque, precisamente, estaban uno junto al otro; el problema era que Figgó era una región tan extensa como hermosa, y la mayor parte del viaje reposaba sobre el trayecto hacia el castillo, porque claro, Kimiosea no se había rendido. Partió tan temprano que el Rey y sus compañeras aún no habían despertado. Cuando se reunió con Armania, la notó mucho más brillante y contenta que antes, aquella estancia había caído bien a ambas. Sin más que lanzarse unas miradas de complicidad, Kimiosea volvió a amarrar su maleta a Armania y montó sobre ella con dirección a Figgó.

Podía notarse con facilidad en qué momento acababa Noif y comenzaba su región vecina. La neblina se convirtió de pronto en la protagonista, pero no una neblina densa y siniestra, más bien era una suave y casi imperceptible, como una ligera capa de algodón que protegía tranquilamente la región. Los árboles adoptaron tonos más oscuros, más enigmáticos, y por sus hojas resbalaban gotas frescas y delicadas, al parecer acababa de caer una llovizna. Los bosques de Figgó eran magníficos, tan extensos y tan imponentes que casi igualaban a los de Nitris.

Kimiosea no pensaba en el camino, solo dirigía a Armania como embobada, como perdida, y es que precisamente así estaba: perdida. Los niros de Kimiosea se agotaban poco a poco y la única esperanza de la chica aún quedaba a un día de distancia. Con todo el dolor que un corazón de por sí ya roído, puede sentir, buscó el pueblo más cercano y pagó por el hospedaje más barato que pudo conseguir. Esa noche se quedó mirando su libreta, abandonada y sola y no paró de llorar hasta que el sol le dio permiso para continuar con su camino.

Después del arrebato de creatividad que le había asaltado la noche anterior, Kimiosea esperaba algo mejor, al menos, mucho más motivante que quedarse derrotada toda la noche en el piso de su habitación. Pero ahí estaba, otra vez, con los ojos hinchados y esa mirada perdida, sobre Armania, que al parecer tampoco había dormido bien.

El ambiente melancólico de Figgó no ayudaba mucho. Y cuando las tristezas de Kimiosea se hacían grandes comparadas con las migajas de alegría, sus ojos miel rozaron el portón del castillo de Figgó, escondido entre el bosque.

Kimiosea bajó, casi corriendo, y avisó a los guardias de la misma misión que había explicado en Kánoa. Ambos soldados únicamente se miraron y avisaron a la reina Iramonta de la presencia de Kimiosea.

Más pronto de lo que hubiera querido, los guardias regresaron con una terrible noticia. La reina, su hija Cristel y toda dama de Figgó tan solo admitían damas vinculadas a la realeza de aquella región.

Le pareció extraño, pero no tenía tiempo para lamentarse.

El ambiente se vio inundado por un aroma a tierra mojada. Siempre reinaba aquel aroma, incluso cuando no llovía tan seguido en Figgó. Acomodó a Armania y sintió una enorme alegría al quitarle aquella pesada maleta de encima. Abrió con dificultad la oxidada puerta que resguardaba su nuevo hospedaje. Mucho más pequeño que el que tenía en Beroa. A Kimiosea no le interesó que en aquel sitio no hubiera más que lo necesario, lo único que le interesaba era aquello a lo que se acercó, apenas puso un pie en el lugar: la cama.

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