10. La casa de Figgó
Con el corazón en la mano, Celta siguió avanzando por los bosques hermosos de Figgó. Aquellos parecían ser realmente especiales, con un montón de chispas fosforescentes, llamaban a cualquier viajero a explorarlos.
La chica, sin embargo, no tenía el menor tiempo ni interés en observar los paisajes imperianos. Necesitaba encontrar un refugio fijo para poder releer el cuaderno de Dulce. Darle sentido a las pistas faltantes, volver a armar las piezas del rompecabezas que se había hecho en ese bellísimo cuaderno.
Mientras corría a toda velocidad, intentó sentir el cuaderno pegado a su armadura, estaba en un compartimento seguro, pero quería verificar de tanto en tanto que todo siguiera en orden. Aquel pequeño, pero importante artefacto, era el pilar de su investigación. El pilar de una esperanza para el futuro de todo un reino y no se podía dar el lujo de perderlo.
La huida duró un buen tiempo, pasaron un par de noches para que Celta topara con el primer pueblo de Figgó. Uno tan pequeño y pintoresco que creyó casi imposible pasar desapercibida entre todos.
Las calles de aquel lugar estaban tan relucientes como las de Cristaló, pero de una forma mucho menos formal. Aquella región no daba la pinta de un perfecto cuento de hadas, sino más bien de un hogareño pueblo que estaba intentando florecer entre la grandeza de su alrededor. El sonido de una bonita fuente que estaba en el centro, parecía maravillosa. La calma que se respiraba en aquel pueblo era difícil de igualar, le recordaba el canto de un ave o las hermosas hojas de un árbol balanceándose en primavera. Una paz que pocas veces se percibe por el resto del reino. Intentó recordar cuál había sido la última vez que se apareció en dicha región y aquello le pareció verdaderamente infinito.
Según recordaba había sido con su madre... hacía demasiado tiempo... Su madre.
La pelirroja volvió a sacudir ese reflejo de su mente, al tiempo que se movió con cuidado entre los arbustos que rodeaban la pequeña plaza.
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Entre las bellísimas montañas nevadas, se podía ver una pequeña flor naciendo entre el resto del ambiente. Unos pasos empezaron a escucharse, intentaban pasar desapercibidos sin demasiado éxito.
El ambiente también se llenaba levemente con pequeños susurros, era una mezcla de quejidos, alaridos y palabras que se combinaban con la montaña. Tan solo una afortunada ave que volaba por ahí, podía sentir el verdadero arte que representaba esa colisión de colores como la que se observaba a la lejanía.
El hermoso blanco de la montaña, se veía infectado por pequeñas manchas de color rojo carmín. Estas venían acompañadas por un precioso salpicar de dorado y cascabeles, millones de cascabeles.
Un festín de telas finas se alcanzaban a mostrar subiendo por la montaña, en compañía de las primeras manchas y la caravana de lujo que le perseguía. Y mientras más se acercaban, el pajarillo podía contemplar que aquello se trataba de un puñado de guardias que avanzaban con todo en su contra.
Sus rostros eran tranquilos y demostraban que lo que hacían era producto de una devoción sincera, una que provenía del corazón. Sus piernas parecían un poco inestables, las manos estaban también temblorosas y cansadas, incluso debajo de los guantes. Por encima de sus hombros, llevaban una pesada construcción de madera cubierta por las llamativas telas que el pajarillo había visto en lo lejano.
Esos intrusos en el paisaje llevaban días navegando por el mar blanco de nieve y todavía les faltaba un poco para llegar a las fronteras de Imperia. El deber lo merecía, la instrucción era clarísima por parte de su gobernante, se negaban a arruinar un asunto que involucraba la vida de todos.
La espalda les pesaba al cargar la enorme intriga que habitaba en el reino y, quizá nadie lo estuviera pensando en ese momento, pero la mujer que yacía encima de ellos también tenía un cúmulo de problemas atascados en la mente. Un corazón que no podía ser feliz.
Para muchos, el cruce de esa línea era el abandono de sus problemas. Una tierra fantástica con abundancia, flora, fauna maravillosa y sueños por delante. El reino más grande y fértil que se conocía; sin embargo, para ella, el día en que llegaron a Imperia, su alegría por completo la abandonó.
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Los habitantes de Figgó parecían ser personas demasiado tranquilas. El precioso pueblo de cuento de hadas tenía un encanto tan peculiar que los gestos de sus inquilinos se contagiaban del mismo. Sus sonrisas eran realmente transparentes. Estaban siempre señalando hacia arriba y mostraban lo feliz y plena que podía ser la vida en aquel sitio.
Celta ponía atención a cada detalle, desde el árbol lejano en el que se encontraba. Los lugareños eran tan confiados que no notaban que las ramas que brotaban de él desembocaban en una pequeña ventana. Como si se tratara de un presagio mal ejecutado (hecho al azar o casi charlatán), la ventana no estaba asegurada.
La guerrera se había dedicado varios minutos a inspeccionar el sitio. Notó la condición, primero, de la fachada. Las casas en Imperia, y particularmente en esa región, eran sacudidas diariamente por los habitantes. En los diseño de Figgó, sobresalían las hermosas enredaderas que decoraban paredes y techos, así que se notaba con claridad su cuidado irregular.
Celta pensó que por lo idílico de la región, seguramente también le cantaban a las plantas para que crecieran. Una pequeña risa brotó de su boca al notar lo tonto que sonaba, pero aún así parecía casi predispuesto el hecho de que la enredadera se encontrara por completo seca en aquella casa.
Lucía como un sitio especial. Los techos eran más cuidados (en arquitectura), aunque las ventana estaban opacas y no tenía placa por ningún sitio. Las casas de Figgó presumían bellísimas placas que se vendían en el centro de la región. Cada una estaba decorada con aquellos elementos que resultaran más representativos para los miembros de una familia. Dejaba mostrar, además, el nombre completo de la misma y alguna frase que les fuera emblemática.
Celta notó que la fachada, además, tenía algunos nidos de aves acomodados. El resultado de sus observaciones fueron las siguientes: Seguramente aquella casa pertenecía a alguna familia adinerada, quizá no era ocupada más que para descanso. Un lugar muy poco frecuentado que probablemente había sido comprado como regalo a alguna dama para que pudiera relajarse fuera de sus obligaciones.
Al tiempo que sentía el aire pasar por su cabello, la pelirroja estudió el momento preciso para entrar por la ventana para que ninguno de aquellos increíbles personajes pudiera interceptarla con preguntas o le señalara con el dedo para después torcer la sonrisa. No había tiempo para ello, además, de que no se le olvidaba la importancia de no ser vista por los guardias de Imperia, a menos que quisiera terminar con más días de atraso ante su supuesta traición.
Cuando el sol empezaba a ocultarse, todos los habitantes empezaron a replegarse hacia sus hogares. Algunos llevaban enormes bolsas con hogazas de pan recién horneadas y otros tenían pasteles tan apetitosos que se entendía la prisa en sus pasos para poder probar bocado de aquel maravilloso manjar.
Las ramas del árbol tapaban a Celta con total discreción, aquel había sido su escondite por un buen rato hasta que el instante preciso arribó y la aventurera chica se aproximó a la blanca ventana para hacer su entrada.
A pesar de que ya había contemplado bien el entorno, entró con mucho cuidado. No hizo demasiado ruido y dedicó los primeros minutos a investigar qué había en cada habitación y si se encontraba algún otro polizón en la zona.
Entendió en el primer minuto que había entrado al cuarto de una niña pequeña. Pudo contemplar el precioso escritorio blanco que se encontraba en la esquina. Era diminuto y lucía completamente nuevo. Le hizo preguntarse qué tipo de familia vivía ahí. Un escritorio de esa calidad no podía quedar intacto, ni siquiera con la niña mejor educada en la región. Sin duda ya hubieran marcas de tinta o algunos rayones producto de los momentos en los que se olvidaban del tintero, secuestradas por sus ideas.
Las paredes combinaban con el estado del escritorio. Le sorprendió cada detalle, cada juguete, cada vestido. Todo parecía parte de una exhibición.
La habitación era como un pastel bien decorado. Todos los elementos llamaban la mirada de la pelirroja y, por sobre todas las cosas, prevalecía la pregunta: ¿quiénes eran los dueños?
Cuando terminó de recorrer los primeros lugares, fue escudriñando las partes mucho más detalladas. Pudo notar que las perillas de cada cajón estaban talladas con una "V". En aquellas pudo comprobar su teoría, aquel sitio parecía ser la casa de descanso de alguna familia adinerada, aunque una prácticamente abandonada.
El contraste entre el exterior y el interior era claro. Celta abrió la puerta del cuarto para salir. Avanzó por un precioso pasillo decorado con terciopelo rojo, cuadros a mano y pequeñas pinturas de rostros no conocidos.
La pelirroja abrió otra de las puertas y encontró una biblioteca. Las cosas en ese sitio no tenían la misma huella que la habitación anterior. Los libros sí que mostraban señales de haber sido manipulados, sin ninguna duda. Era de preguntarse la razón por la que aquello era así.
Finalmente encontró la respuesta.
En el borde del librero se encontraba descansando el escudo de armas de la familia real de Figgó. Ella lo reconocía porque era su deber tener conocimiento de cada dirigente del reino. En ese momento, todo le hizo sentido. Las pinturas se trataban de retratos a personas pertenecientes a la larga aristocracia imperiana.
Celta continuó recorriendo la casa, cada vez estaba más segura de que no había nadie habitando en ese momento; sin embargo no quería confiarse. Al tiempo que revisaba la cocina y el comedor, seguía pensando en lo curioso de esa residencia. Sabía de primera mano que la reina de Figgó no tenía hijos. Quizá tenía planes sobre ello y por eso había mandado colocar una habitación lista.
La reina de esa región siempre había sido sumamente extraña. Reservada y difícil de tratar. Había mantenido una pequeña alerta con esa familia por mucho tiempo. Poco cálidos, huraños y siempre en contra de los planes de la corona.
Finalmente, Celta terminó el recorrido confirmando lo ya sabido y, aunado a ello, añadió como extra, la conclusión de que los futuros herederos de Figgó estaban condenados a una vida miserable.
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